Capitulo 4: Nuestra rutina

965 Words
Llevo un año viviendo en el departamento de Diego. Es curioso cómo el tiempo pasa tan rápido cuando te acostumbras a una rutina, a compartir el espacio con alguien que se ha convertido en tu todo. Desde que me fui de casa, él ha sido mi apoyo incondicional, mi refugio cuando el mundo se vuelve demasiado para manejar. Mis padres y yo nunca tuvimos una buena relación; sus expectativas siempre fueron demasiado altas, demasiado sofocantes. Así que, a una edad temprana, decidí que era mejor irme. Claro, no fue fácil, pero no me arrepiento de la decisión. Diego apareció en mi vida en el momento justo. Cuando me ofreció quedarme en su departamento, al principio dudé. No quería ser una carga, no quería depender de nadie. Pero él insistió, y eventualmente acepté. Aquí estoy, un año después, compartiendo un espacio que, a pesar de todo, hemos logrado convertir en un hogar. —Elena, ¿qué te parece si hoy pedimos pizza en lugar de cocinar? —me pregunta Diego desde la sala, rompiendo el silencio cómodo que había en el departamento. Sonrío mientras termino de lavar las verduras que tenía en las manos. —Ya estoy en la cocina, no te preocupes. Además, ¿quién va a lavar los platos si no cocino? —respondo con un tono de burla ligera, recordándole nuestras reglas. —Bien jugado, me atrapaste —dice, levantando las manos en señal de rendición. Tenemos nuestras reglas bien establecidas. Yo cocino, él lava los platos. Es un acuerdo sencillo, pero funciona para nosotros. Cada uno tiene su espacio en este departamento. Su habitación y la mía están separadas, y respetamos los límites que hemos establecido. Pero, a pesar de esas reglas, hay cosas que se han convertido en parte de nuestra dinámica, cosas que no discutimos, pero que simplemente suceden. Diego es un mujeriego, eso es un hecho conocido. No me molesta, al menos no en la superficie. Es su vida, y él es libre de hacer lo que quiera. Es común que traiga a casa a alguna chica que ha conocido esa misma noche, y aunque al principio me resultaba incómodo, ahora lo he aceptado como parte de nuestra rutina. Sin embargo, hay algo que me intriga y, aunque nunca lo he mencionado, es imposible no notarlo. Diego nunca duerme con esas chicas. Pasan la noche, tienen sexo, pero luego las acompaña a la puerta o las deja irse. El colchón que tiene en el suelo de su habitación es el único lugar donde esas mujeres terminan. A veces, me pregunto por qué. Es casi como si se rehusara a dejarlas entrar en su espacio más personal, como si la cama representara algo que él no está dispuesto a compartir con ellas. Y luego estoy yo. La única mujer que duerme en su cama soy yo, pero no por las razones que cualquiera podría pensar. Las noches en las que tengo pesadillas, esas en las que los recuerdos del pasado me asaltan, él siempre está allí. Me abraza, me tranquiliza, me asegura que todo está bien. Es en esos momentos cuando me doy cuenta de cuánto significa para mí, no solo como amigo, sino como alguien que realmente se preocupa. Esa conexión, ese entendimiento tácito entre nosotros, es lo que hace que todo esto funcione. A veces me pregunto si Diego también se da cuenta de la diferencia, si se da cuenta de que, a pesar de todas esas mujeres, yo soy la única con la que realmente se permite ser vulnerable. Pero nunca hablamos de ello. Es algo que simplemente sucede, una parte de nuestra relación que ninguno de los dos se atreve a analizar demasiado. Después de la cena, me recuesto en el sofá mientras Diego recoge los platos y comienza a lavarlos. —Gracias por la cena, Elena. Como siempre, estuvo deliciosa —me dice desde la cocina. —De nada, es lo menos que puedo hacer considerando que tú te encargas de los platos sucios —respondo con una sonrisa. Diego me mira desde el umbral de la cocina, secándose las manos con un trapo. —No es solo eso, y lo sabes. Me has dado más de lo que crees, Elena. Este lugar no sería lo mismo sin ti. Su sinceridad me toma por sorpresa, pero me calienta el corazón de una manera que no puedo describir. —Diego... tú también has hecho mucho por mí. No sé qué habría hecho sin tu ayuda —le respondo, sintiendo una especie de gratitud profunda que rara vez expreso. Él se acerca y se sienta a mi lado, pasando un brazo por detrás de mi espalda. Es un gesto natural, uno que hemos repetido tantas veces que ya no requiere palabras. Nos quedamos así por un rato, en silencio, simplemente disfrutando de la compañía del otro. Esa noche, como muchas otras, me despierto sudando, con el corazón latiendo a mil por hora. Las pesadillas han vuelto, y por un momento, me siento completamente desorientada. Pero entonces, siento el peso familiar de Diego a mi lado, su brazo rodeándome, protegiéndome. —Tranquila, Elena. Estoy aquí, todo está bien —susurra en la oscuridad, con esa voz suave que siempre logra calmarme. Me acurruco más cerca de él, agradecida por su presencia, y poco a poco, mi respiración vuelve a la normalidad. Diego se queda a mi lado hasta que me quedo dormida de nuevo, y cuando despierto al día siguiente, todavía está allí, como si nunca hubiera considerado la posibilidad de irse. Es en momentos como este cuando me doy cuenta de que nuestra relación es más que una simple amistad, más que un acuerdo de convivencia. Es algo profundo, algo que no sé si puedo explicar, pero que sé que ambos sentimos. Y aunque nunca lo sabe.
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