El sonido de las copas chocando, las risas y la música de fondo formaban la banda sonora de mi noche. El bar donde trabajo es uno de los más lujosos de la ciudad, un lugar donde la élite se mezcla y las noches parecen nunca acabar. No es un trabajo fácil, pero me gusta la independencia que me da. Además, trabajar aquí ha sido mi única condición para aceptar vivir en el departamento de Diego. Quería aportar algo, pagar mi parte de la renta, incluso si él insistía en que no era necesario.
—Elena, una ronda de martinis para la mesa ocho —me llamó Alicia, la jefa de barra, mientras pulía un vaso.
—Voy para allá —respondí, con una sonrisa profesional que ya se había vuelto parte de mi uniforme.
Tomé la bandeja y me dirigí hacia la mesa, esquivando a los clientes que llenaban el lugar. Este bar, como todos los demás que posee Diego, destila lujo por cada esquina. A veces me pregunto cómo alguien tan joven ha logrado amasar tanto. Pero conozco a Diego, sé lo ambicioso que es, lo decidido que está a hacer de su vida lo que él quiera. Eso incluye ser dueño de bares y clubes nocturnos donde la gente se olvida de sus problemas durante unas horas.
Al llegar a la mesa, coloqué los martinis con cuidado, evitando derramar ni una gota. Los clientes, un grupo de hombres de traje, apenas notaron mi presencia, lo cual agradecí. Prefería mantener un perfil bajo mientras hacía mi trabajo.
—Disculpa, ¿me podrías traer otro gin tonic? —dijo uno de ellos, un hombre mayor con un cigarro en la mano, sin apartar la vista de la conversación en la que estaba inmerso.
Asentí rápidamente y me giré para volver a la barra, cuando sentí una mano sujetando mi muñeca. Me detuve en seco, sintiendo un escalofrío recorrerme. El hombre que me había pedido el gin tonic me miraba fijamente, una sonrisa ladeada que no auguraba nada bueno.
—¿Por qué tan rápido? Quédate un momento, linda —dijo, su tono sugerente haciéndome sentir incómoda.
Intenté soltarme con delicadeza, manteniendo la compostura.
—Lo siento, señor, pero tengo que seguir trabajando. —Mi voz sonó firme, pero él no pareció impresionado.
—Vamos, solo será un momento. No seas tan ruda —insistió, su agarre en mi muñeca volviéndose más fuerte.
En ese instante, todo el ruido del bar se desvaneció en mi cabeza. Solo podía pensar en lo incómodo que me sentía, en lo mucho que quería alejarme de ese hombre. Pero antes de que pudiera decir o hacer algo, sentí una presencia conocida a mi lado.
—Suéltala —la voz de Diego sonó baja, pero firme.
Giré mi cabeza hacia él, sintiéndome aliviada de inmediato. Diego estaba ahí, con una expresión que no dejaba lugar a dudas sobre lo que pasaría si el hombre no me soltaba.
El cliente, sorprendido, soltó mi muñeca de inmediato y levantó las manos en señal de paz.
—Tranquilo, amigo. Solo estábamos hablando —dijo, intentando sonar casual, pero había nerviosismo en su voz.
—No, no lo estabas —replicó Diego, su mirada helada fijada en el hombre—. Ahora, si no quieres que te saque a patadas de aquí, te sugiero que te disculpes y te vayas.
El hombre se apresuró a disculparse, sin atreverse a mirarme a los ojos, y después de un par de segundos incómodos, se levantó y se fue de la mesa, dejando a sus compañeros tan sorprendidos como yo.
Me quedé allí, sintiendo cómo el alivio reemplazaba a la tensión en mi cuerpo. Diego me tomó del brazo con suavidad y me guió hacia una esquina del bar, lejos de las miradas curiosas.
—¿Estás bien? —preguntó, su tono más suave ahora que estábamos solos.
Asentí, todavía un poco temblorosa.
—Sí, gracias. No sé qué habría hecho si no hubieras llegado.
Diego me miró, su rostro lleno de una preocupación que pocas veces le había visto.
—Nunca deberías tener que lidiar con eso, Elena. Voy a asegurarme de que ese tipo no vuelva a poner un pie aquí.
—No te preocupes por eso, Diego. Estoy bien, de verdad —dije, intentando tranquilizarlo.
—Te lo digo en serio —insistió, sus ojos clavados en los míos—. Este es tu lugar de trabajo, y nadie tiene derecho a hacerte sentir incómoda aquí.
Sonreí, sintiéndome agradecida por tener a Diego en mi vida. Él siempre estaba ahí para mí, siempre dispuesto a protegerme, aunque a veces se pasara de la raya en su afán de cuidarme.
—Lo sé, y lo aprecio —respondí, dándole un pequeño apretón en el brazo—. Ahora, si me disculpas, tengo que volver al trabajo.
Diego asintió, pero no sin antes advertirme:
—Si algo así vuelve a pasar, me avisas de inmediato. ¿Entendido?
—Entendido, jefe —respondí en tono de broma, intentando aligerar el ambiente.
Diego me lanzó una mirada de desaprobación fingida antes de sonreír finalmente y alejarse, volviendo a mezclarse con la multitud. Lo observé mientras se iba, sintiéndome segura sabiendo que, pase lo que pase, siempre tendría a Diego cuidándome. Y mientras regresaba a la barra para continuar con mi turno, no podía evitar pensar en cómo nuestra amistad, a pesar de todas las reglas y límites que habíamos establecido, continuaba siendo lo más valioso en mi vida.