Enrique
La noche nos había alcanzado después de tantos juegos en el parque y en el trayecto a casa de ellas, Edén cabeceaba mientras caminaba a paso torpe, por lo que decidí llevarla en mis brazos donde cayó profundamente dormida.
—Hace mucho no me divertía tanto —dijo Carmen a suave voz para no despertar a Edén.
—La verdad yo tampoco, pero este será un día que no olvidaré.
Con cuidado, dejé a la pequeña en su cama abrigándola bien y admiré su pacífico semblante con una extraña mezcla de contradictorias emociones que invadían mi pecho.
—Enrique, ¿le gustaría quedarse un poco más? Quizás podríamos tomar un café o lo que sea —algo en Carmen intensificaba la inexplicable sensación que llevaba sintiendo desde anoche, pero sabía que solo había una forma de descifrarla.
—Me encantaría.
Partimos a la sala en donde vi unas fotografías de ellas, a los minutos volvió Carmen con dos humeantes tazas de café y nos sentamos un poco nerviosos en el sofá, aunque felices.
—Me encantó ver a mi hija jugar con usted, se nota cuánto lo quiere y al parecer usted también le tiene cariño.
—Supongo que sí, no lo sé. No quisiera mezclar las cosas y formar malos entendidos, usted sabe que ya tenemos suficientes inconvenientes en que ella me llame papá aun en público.
—Lo sé y por eso me gustaría contar con su apoyo para llevarla con un terapeuta, ya que los dos no hemos podido hacerla cambiar de parecer, quizás un profesional nos ayude.
—Me parece una gran idea, si lo desea puedo buscar algunos y nos quedaremos con aquel que haga sentir en confianza a Edén.
—Eso sería de mucha ayuda. Gracias.
De nuevo el silencio nos acompañó y aunque no se sentía incómodo, de alguna u otra forma creo que ambos deseábamos algo sin saber cómo expresarlo.
—Carmen, ¿le importaría hablarme más de la relación con su hija?, pero no en son de una discusión, sino contándome esos bellos momentos que ha tenido con ella.
—¿A qué se debe la curiosidad? —rio nerviosa consiguiendo que la apreciara más relajada conmigo en vez de estar a la defensiva.
—No lo sé, supongo que el ver los retratos y haber estado con ustedes hoy me generó interés.
Con la misma confianza de anoche, ella comenzó a relatarme varias historias desde que Edén era una bebé, cómo fue descubriendo su personalidad a medida que crecía y lo feliz que la hacía a pesar de las dificultades que debió pasar, unas que no quiso mencionar y yo tampoco pregunté para no arruinar el cálido ambiente que teníamos, uno que se hacía más regocijante cuando las risas ahondaban en nosotros, tanto así, que cuando menos imaginé estábamos sentados demasiado cerca, pero no quise apartarme y ella tampoco lo hizo.
—La envidio por tener una hija maravillosa —comenté incrédulo sin dejar de apreciar la fotografía de madre e hija hace un par de años.
—Yo envidio el interés que ella le da, ¿pero sabe qué descubrí hoy? —sus ojos quedaron fijos en mí acompañados de una gran sonrisa, y negué—. Hoy supe que puedo tener lo que ella le da cuando estamos los tres juntos y… tal vez…
—¿Sí? —cuestioné al quedarse con una amplia sonrisa que parecía estar más cerca de mí.
—Me gustaría tener más días como este, me gustaría que estuviera más con nosotras, Enrique.
—¿Por qué?
—Porque me siento a salvo… contigo…
Una parte de mí me decía que estaba mal, me advertía no acercarme más de lo que ella se había acercado, pero otra parte, llena de las sensaciones que ella desprendía en mí, me pedía hacerlo y de repente, una extraña corriente me recorrió generando un oscuro impulso que reconocí al instante, mismo que se apoderó de mí empujándome a besarla. Creí que ella me separaría al posar sus manos en mi rostro y pecho, pero me atrajo a su cuerpo, la envolví en mis brazos cargado de culpa y deseo en igual medida y el suave beso que nos habíamos dado, se transformó en uno pasional, uno que nos hizo reaccionar en automático para acomodarla a horcajadas sobre mí.
Su alargada figura se movía buscando mi cuerpo, mis manos recorrían su perfil hasta adentrarme en su camiseta y aunque quise presionarla con fuerza, me abstuve al instante solo de recordar sus heridas, pero no por eso me detuve, sino que descendí en su largo y fino cuello hasta descubrir cómo la cálida luz de la sala pintaba de un intenso dorado su escote.
De pronto un gemido emergió de ella desprendiéndome otra corriente y corrí sus muslos pegándola por completo a mi entrepierna que endurecía al descubrir más de ella, pero fue al separarme un instante que aguardé una señal de su parte, quizás un arrepentimiento, la culpa que la obligase a detener este encuentro, mas fue una sonrisa y sus largas falanges retirando la camiseta su única respuesta, entonces sus labios se movieron anhelantes de una petición que no llegó, siendo sus ojos los que me pedían ser delicado con ella, quería que la resguardara otra vez en mis brazos con una entrega diferente, especial, y en una gentil sonrisa le respondí dándole la tranquilidad que quería, para después ahogarnos en otro beso que me hizo llevarnos a su habitación con sus piernas aferradas de mi cintura.
Al dejarla en la cama con cuidado, retiré su pantalón encontrando otros hematomas que me acercaron a una verdad que nos entristeció, pero en vez de abandonarla (como supongo yo ella ya estará acostumbrada), besé casto cada marca en su piel, su delgada figura me abría paso a las puertas de su intimidad, una a la cual pedí permiso antes de invadir y ella me lo concedió al colocar su mano en mi cabeza indicándome continuar. Sobre la tela di un suave mordisco que levantó su pecho, retiré el brasier descubriendo esos pequeños senos que repasé lento con la punta de mi lengua sin tocar los pezones, después me aparté retirando mi camiseta y ella se sentó, desabrochando mi pantalón.
Al final yo fui el único que quedó desnudo en la habitación pues era su braga la única tela sobre los cuerpos que invadían la cama, aunque en un suave tiro que elevó los finísimos vellos de sus piernas, retiré su prenda y besé los húmedos labios que vibraban cada que mi lengua rozaba unos puntos, aquellos que aproveché para llevarla al delirio, pero al apartarme queriendo ingresar en ella, Carmen, como leyendo mis pensamientos, se giró sacando un condón del cajón, siendo su rostro todo un poema al ver lo duro que estaba.
—¿Qué pasa? —pregunté divertido intentando contener la risa por su incrédula expresión.
—No pensé que sería tan grueso —respondió entre la vergüenza y el deseo.
Me senté en la cama atrayéndola de un tiro, permitiéndole sentir mi dureza entre sus pliegues.
—Hazlo de a poco y a tu ritmo, no tienes que meterlo todo de golpe si no te sientes segura —indiqué comprensivo en aras de no darle un mal momento.
—Sé que es estúpido de mi parte, pero…
—No lo es —acaricié su corta cabellera hasta acunar su mejilla—. Toma el control y déjame estimularte, ¿de acuerdo? —asintió, con una fuerte mordida en su labio y puso el condón mientras repartíamos besos en el cuello del otro.
Ella bajó poco a poco entre jadeos quedando hasta la mitad, aunque le costó un poco, pero se notaba que quería sentirme y evitando que forzara un momento que debería ser de entrega para ambos, me aseguraba de dejar una mano en su pierna, la levantaba si sentía que se obligaba a bajar más cuando no estaba lista y su cadera volvía en un vaivén que se tornaba tan desesperante como fascinante, pero la comprendía, la aceptaba, me gustaba, aun cuando mi bestia interior quería poseerla de formas descomunales que no le concedí.
Me permití conocerla en cada estímulo que di a sus senos con mi boca, en cada roce de mi pulgar en su pequeño monte que estaba demasiado cubierto por su piel, pero eso no era impedimento para mí, no cuando sé que solo debo correrlo y humedecer con mi saliva la tierna carne que se movía al compás de sus caderas para que siguiera estimulándolo. Aprendí más temprano que tarde cuánta falta de amor había tenido ella en la vida, nadie pareció haber respetado su cuerpo, nadie pareció haberla estimulado como correspondía y eso era evidente por los sorpresivos gestos que ella me daba, casi como descubriendo algo nuevo en su ser, una sensación que jamás se le permitió tener.
Cuando menos lo creyó, Carmen había bajado más, su cuerpo se movía con más soltura y me dejé caer en la cama apreciando su danzar hasta darle una inesperada vuelta dejándola debajo de mí. No había salido de ella, pero sí aceleré cada embestida sin adentrarme del todo, a la par que los besos ahogaban los intensos gemidos para evitar que cierta pequeña nos descubriese en tan terrible pecado, uno que nos hizo felices, uno que crecía con los minutos, uno donde pude recorrer cada parte de su piel hasta la madrugada, cuando ella cayó profundamente en mi pecho buscando una vez más el refugio que le di la noche previa.
(…)
Desperté abrazado a Carmen, recién amanecía y todavía nos encontrábamos desnudos, siendo ahí cuando la razón comenzó a actuar en mi cabeza como una resaca de realidad imposible de ignorar, lo peor fue que al mínimo movimiento de mi parte, ella también despertó compartiendo la encrucijada que yo tenía.
—Lo mejor será que me vaya, no estaría bien que Edén me encuentre contigo en tu cama y menos desnudos.
—Sí, pero lo que pasó anoche…
—Creo que entiendes tan bien como yo que estoy en una posición delicada y no pretendo culparte porque esto lo hicimos juntos, Carmen —ella asintió con tristeza y acuné su rostro sin saber bien cómo sentirme—. Lo mejor es tomarnos un tiempo para pensar, pero después hablaremos cuando tengamos las ideas más claras, igual nada cambiará para Edén.
—¿En verdad hablaremos o solo desaparecerás? —esa estocada me recordó demasiado a su hija, aunque ya sé a quién se lo aprendió la pequeñita.
—Tenemos que hablar, pero primero averiguaremos qué pasa con nosotros y después buscaremos una solución, aun así, sabes que mi oficio…
—Lo sé —interrumpió tajante, confundida—, pero siento que ninguno de los dos…
—No digas más —supliqué cubriendo delicadamente sus labios con mi pulgar—, hagamos esto bien por nosotros y más por Edén, ella no tiene por qué pagar nuestras culpas.
—De acuerdo…
En un suspiro me levanté y vestí rápidamente, no quería que la pequeña me encontrara aquí y aunque Carmen se notaba tan perdida como yo, no dudé en abrazarla desde atrás cuando se colocaba su bata.
—Sé que no debimos, pero tampoco me arrepiento de lo que hicimos —ella levantó su rostro pasando de la sorpresa a la felicidad por mi confesión y la besé con cariño adentrando mi mano en su cálido cuerpo—. Gracias por confiar en mí.
—No, Enrique, gracias a ti por hacerme sentir amada.
En cortos besos le saqué una sonrisa más grande que me contagió y salí de la casa suplicándole a Dios que me permitiese hablar con Oskar o quien sea para que fuese mi guía en tan confuso momento.