47. TUS LABIOS O DIOS

1970 Words
Mina Después de aclarados unos puntos más con Carmen y hablar con Enrique, asegurándole que no diría nada al respecto, pasé por mi p**o de este mes y partí a casa mientras imaginaba la suerte que tenía Carmen. Ella ha tenido muy malas experiencias con los hombres, muchos se aprovecharon de ella, su hija estuvo a expensas de peligrosos depredadores y en más de una ocasión debieron dormir en la calle, pero nada la detuvo como madre y menos porque tenía claro que su hija era su mayor prioridad. A decir verdad, Carmen, sin decir que es una santa o la mujer perfecta, es alguien a quien admiro por ser tenaz y querer mostrarle el mejor lado del mundo a Edén, y creo que por eso ella es una niña tan especial, aunque la llegada de Enrique a sus vidas es más positiva de lo que ella imagina. Él es un hombre responsable, querido, educado y aunque ha cometido sus equivocaciones (como todos), no se le puede quitar lo mucho que ha influenciado a madre e hija para bien. —Sería hermoso si ellos terminan juntos —dije casi en un triste susurro mientras veía la iglesia de Enrique a lo lejos. De pronto alguien tropezó conmigo consiguiendo que perdiera el equilibrio, pero cuando creí que tocaría el suelo, unos fuertes brazos me sostuvieron en el acto, siendo el colorido tatuaje de su brazo el que reconocí de inmediato. —Disculpe, iba distraído y no la vi. —Oskar… —giré me rostro detallando cuán avergonzado se encontraba y más al reconocerme. —Mina… Disculpe, yo… —Lo sé, estabas distraído y no me viste —dije más en burla calmándolo un poco. Con su ayuda, volví a erguirme sintiendo esa deliciosa colonia en sus pectorales de acero y continuamos el camino hasta su iglesia, aunque yo seguía con el calor a mil grados en mi cuerpo solo de recordar el suyo abrazándome… Como quisiera tener la suerte de Carmen para que Oskar se fijara en mí… —¿Y-Y qué haces por aquí? —preguntó un poco nervioso. —La pregunta más interesante es: ¿Qué haces saliendo de una iglesia que no es la tuya? ¿Le eres infiel a el padre Enrique? —él rio avergonzado por mi inquisidora broma. —Al contrario, vine porque supe que algunas madres no consiguieron inscribir a sus hijos en la primera comunión y le propuse al padre Ibrahím ayudarlo, pero creo que no le agradó. Parecía estar “amenazado” por mí. —No lo culpo, después de que las madres conozcan a los sacerdotes de la iglesia de St. Nicholas, seguro no volverán aquí. —No digas eso, la idea no es separar a la gente de sus iglesias, sino apoyarse en comunidad. —Tan bueno como el pan integral. —Se hace lo que se puede. —Yo diría que haces más de la cuenta. —Gracias, Mina. ¿Y qué hay de ti? ¿Más cerca de las pasarelas? —Con un poco de suerte, quizás me llamen para una sesión de fotos la otra semana. No es mucho, pero se acepta un buen trabajo. —En ese caso, oraré mucho por su llamada —lo dicho, quiero la suerte de Carmen—. Mina, si tiene unos minutos libres, ¿podría acompañarme a la casa parroquial? —¿Hice algo malo? —No que yo sepa, aunque sí me gustaría darle algo. Intrigada, apresuré el paso hasta llegar al destino donde aguardé por él en la sala, mas fue a su regreso que me sorprendió con dos pequeñas cajas que me sacaron una nerviosa sonrisa. —¿Y esto? —En mi anterior viaje no pude darle uno de los obsequios y como me ordenaron ir a España, vi el segundo y quise comprárselo. Fue una sugerencia de Edén. Abrí la primera caja pensando en qué le habrá dicho esa niña, encontrando dos cintillos para el cabello hechos en seda con una decoración en pedrería que le daba mayor elegancia. Después abrí la segunda caja y un bellísimo juego de diez pulseras doradas delgadas con pequeñas incrustaciones de pedrería roja relucían finamente. —¿Esto fue idea de Edén? —pregunté incrédula sin dejar de admirar los obsequios. —Sí, ella conoce mejor sus gustos que yo y, por su sonrisa, creo que fueron de su agrado, pero espero que en verdad le gusten. —¿Bromeas? Son preciosas, ¡todas! —Me alegra que así sea —dijo tras soltar un aliviado respiro, a lo que yo solté mi cabello decorándolo con el cintillo rojo y después hice sonar las pulseras en mi muñeca. —¿Cómo luzco? —Radiante… —el cómo brillaron sus ojos, que quedaron fijos en mí, aceleraron mi corazón e incrementaron mis ganas de besarlo, pero me contuve. —Muchas gracias, me encantó la sorpresa. —Fue un placer y también un agradecimiento por estar al pendiente de Edén y en cierta forma del padre Enrique, él me comentó de su interés por su persona, lo que me deja más tranquilo. —Lo quiere mucho, ¿no es así? —Bastante, es un maestro que respeto y admiro, así como también es un buen hombre. —Eso no lo dudo. No cualquiera cuidaría de una niña que le ha causado tantos inconvenientes y menos con una madre sobreprotectora. —Es cierto, pero ellas han sido algo positivo en su vida. —Vaya que sí… —murmuré nerviosa al recordar el jugoso secreto—. Bueno, debo irme, es de noche y no quiero llegar tarde a casa con tanto dinero en el bolsillo. Nunca se sabe quién ronde la zona. —¿Por qué lleva tanto dinero en efectivo? —Fui por mi p**o y debo esperar hasta mañana para consignarlo. —En ese caso y si no tiene problema, podría acompañarla a su casa. —No diré que no, un guardaespaldas nunca cae mal. (…) No sé si sería porque Oskar no llevaba el alzacuello o porque íbamos tan sumergidos en charlas triviales, que me sentí flotar en una burbuja, la alegría en ambos era imposible de negar y la química perfecta con cada segundo, pero esto me hacía caer en sus encantos y no estaría bien para ninguno, menos, si me ponía a recordar los besos que le di. —¿Otra vez se siente mal por lo ocurrido con el padre Claude? —¿Cómo sabías qué pensaba? —cuestioné sorprendida, pero él y su sonrisa hacían locuras en mi estómago. —Tienes el mismo semblante de ese día. Es una mezcla de vergüenza, picardía, sensualidad y desasosiego. —¿Tanto ves en mí? —recogió un hombro restándole importancia. —A veces eres muy transparente y en otras te escudas muy rápido. —¿Y eso es bueno o malo? —pregunté más atrevida. —No lo hagas, Mina —cortó con una helada hoja de indiferencia sin ser rudo—, aunque seas una mujer muy hermosa, no deseo renunciar a mi vida ni mis votos —justo en la yugular… —Lo tendré en cuenta, no se preocupe —con una sonrisa de portada y un corazón magullado, seguí con la frente en alto. —Aunque —él se detuvo en un punto observándome impávido—… Sé que no debería decirlo, pero le confesaré que, a pesar de todo, fue maravilloso sentir de nuevo los labios de una mujer. Sentí que estaba a punto de caerme igual que en las caricaturas por dicha confesión, pero no porque dijera que le había gustado mis labios, sino porque… —¿No eres virgen? —pregunté con la mandíbula en el suelo haciéndolo reír en una negativa—. A mí me cuentas esa historia completa o no dormiré esta noche, Oskar Lemaire —advertí intrépida y él rio más hasta sonrojarse, entonces seguimos caminando. —Mucho antes de empezar mis estudios en el Seminario, decidí que quería tener al menos la experiencia de estar con una mujer, así que me aventuré con varias y siempre con protección para no trucar mi camino. —¿Ninguna te hizo dudar de ser sacerdote? —No, tenía muy claro que esta era mi vocación. En mi mente y mi corazón sabía a la perfección que mi vida era para Dios y anhelaba ayudar al prójimo. Me encantaría decir que hubo un atisbo de esperanza, pero la seguridad en sus palabras no me dio cabida a la duda, así que, en aras de no dañar el buen ambiente que teníamos, saqué de nuevo mi lado atrevido, así no lo haría sentir mal con mis verdaderos sentimientos. —Es bueno saber más de usted, padre Lemaire, pero aun así ¿no se atrevería a cometer un pecado? O mejor, ¿no me dejaría cometer uno? —M-Mina, no creo que sea buena idea —respondió nervioso viéndose muy tierno. —¡Vamos! —alenté mientras abría la puerta de mi casa invitándolo a pasar— Después de cometer mi pecado, prometo que me confesaré contigo y tú puedes confesarte con Enrique por un último beso que te dé —recogí un hombro y di un coqueto guiño en lo que encendí la luz detallando esos ojos azules de ensueño. —Gracias por la oferta y me alegra haberla traído sana y salva a su casa, pero me quedan deberes por cumplir en la iglesia. —De acuerdo, pero se pierde un gran beso —me encantaba ponerlo nervioso con mi atrevimiento y más porque Oskar confiaba demasiado en que en verdad lo respetaría, aun a sabiendas de cuánto quería estar con él—. Buenas noches y gracias por acompañarme. —Descanse, Mina, y buena suerte en su trabajo, estoy seguro que la llamarán. —Gracias… El silencio nos rodeó, de pronto sentí que el aire me era insuficiente a medida que sus ojos parecían taladrarme, pero al girarme para apagar la luz de la sala y encender la de la cocina (pues él se dispuso a salir), su mano rodeó mi cintura pegándome sorpresivamente a la pared y en un arrebatador beso me levantó, de tal forma, que me permitió enrollar mis piernas en su cintura. Creo que cualquier termómetro habría explotado por el fogoso beso de sus labios que parecían arder en el más intenso fuego del pecado que cometíamos en la oscuridad de mi sala, uno que se enredaba locamente al igual que mis dedos en su rubia cabellera mientras algo duro parecía querer traspasar la tela entre mis piernas. De pronto sus labios se apoderaron de mi cuello y aprisionó por completo mi cuerpo entre el suyo y la pared como diciéndome que era suya, que no tenía escape, aunque tampoco lo quería al desprender tantas corrientes en mi cuerpo hasta que volvió a fundirnos con la misma pasión en otro beso y, en un profundo suspiro, nos separamos de a poco en agitadas respiraciones, siendo una suave mordida lo último que dejó en mis vibrantes labios antes de bajarme con mucha delicadeza, pegando su frente a la mía. —Es el primer y el último pecado de mi parte, solo te suplico que no salga de aquí, Mina, ¿podrías hacerlo por mí? —no hubo un sonido proveniente de mi garganta, aunque, con dificultad, asentí atontada pues los oídos me seguían retumbando por tan profunda voz que me dejó temblando extasiada—. Gracias. Buenas noches. El aroma de su colonia fue todo lo que quedó en el espacio que ocupó segundos antes de salir por esa puerta dejándome con el pantalón mojado, la mente en blanco y las piernas temblorosas, unas que me pedían con urgencia buscar el vibrador para completar lo que, según pude apreciar, su increíble erección no habría de terminar.
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