Capítulo IV: La fantasía de los traidores

1868 Words
Augusto estaba en el bar, en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad, Roberta estaba a su lado, lo observaba beber coñac, como si muriera de sed, no dejaba de verlo —Ella… —dijo con voz amarga y triste—. Lo era todo para mí, desde la primera vez que la vi, con ese vestido rojo, con ese cabello largo, rizado, y era hermosa, juro que era la criatura más bella del mundo, nunca pude ver a nadie más. Debo ser el único ingenuo en creer que la vida era buena, y tan rápido, subí tan alto, y ella me lanzó al vacío, me lanzó al lodo —las lágrimas escurrieron por sus mejillas Roberta tomó su mano, sabía que hablaba de ella, y la maldecía en sus pensamientos —Estoy aquí, Ámbar no es la única mujer del mundo, ni la única mujer de tu vida, querido, encontrarás pronto a alguien con quien sí ser feliz —dijo —¡Imposible! —exclamó ahogando un sollozo—. Ella me dejó una espina en el corazón, nunca volveré a amar, nunca amaré, como la amo a ella, y prefiero no amar entonces, éramos tan felices; un rápido matrimonio, una vida millonaria, amor, solo nos faltaba un hijo, ¿Y ahora? Se llevó todo, ¡La odio! ¡La odio tanto como la amo! Roberta bebió de un trago de vodka, cuando recordó sobre el embarazo de Ámbar, ella misma lo sabía todo, y tuvo algo de temor, que, de ser descubierta, ella sería quien recibiera el odio de Augusto, ella lo amaba tanto, era su obsesión, día y noche —Debo ir a dormir, descansaré en la habitación al lado de la tuya, no voy a dejarte solo —aseveró Roberta estaba por irse, cuando sintió que él la detenía, tomando su mano —Gracias, Roberta, gracias por estar del lado correcto, pudiste, simplemente elegir a tu amiga, porque, de todos modos, ella es como tu hermana ahora, y en cambio, no lo hiciste, estuviste del lado de la justicia, de lo correcto, eso es digno de admirar. Roberta sonrió y se abrazó a su pecho —No lo dudes, Augusto, en cualquier lugar, en cualquier realidad, yo siempre te elegiré a ti. Se alejó y miró sus ojos, que se desviaron a sus labios por el deseo de besarlos, él se alejó un poco, sintió algo extraño, sabía que Roberta sentía algo por él, siempre insinuándose, no era el mejor ejemplo de amiga, pero, ahora, creía que le demostraba que era una gran persona, al estar de su lado en su situación. Augusto tomó asiento y siguió bebiendo alcohol. Ella lo miró con tristeza de saberlo tan herido, pero fue a su habitación. Agatha recién llegaba a la mansión Parma, sus zapatos sobre la alfombra denotaban el fango, y su ropa estaba húmeda por la llegada de una tormenta, la mujer intentó caminar directo a su habitación, cuando de pronto, escuchó esa voz —¡Agatha! Ella casi lanza un grito de miedo, y se contuvo, se puso pálida como hoja de papel, él la miró extrañado de su actitud —Pero, ¿Qué pasa contigo, mujer? Mírate, parece que vinieras del mismo infierno. Agatha conservó el aliento, sintió como los latidos de su corazón se estabilizaban, y sonrió de una forma tonta —Perdona, querido, solo ha sido un mal día. —¿Un mal día? Últimamente los días se han vuelto malos —reprochó Fernando, no mentía, sentía que las cosas en su vida empeoraban, más, desde la muerte de Blanca, su difunta esposa—. ¿Ahora que pasó? Agatha lo miró bien, y luego pensó bien en como usaría cada una de sus palabras, ahora sabía, que, Ámbar jamás regresaría, ahora más que nunca debía hacer crecer el odio, sí quería que nadie la buscara, o de lo contrario, si la policía se involucraba en la desaparición, estaría acabada. —¡Algo terrible! Vamos al despacho, tienes que escucharlo de mi propia voz. Al entrar al despacho, Agatha observó ese cuadro aún colgado, Blanca y Fernando, vestidos de novios —¿Y ese cuadro? Pensé que colocarías en su lugar, el nuestro —dijo la mujer —Bueno, sí, pero, tuve una discusión con Ámbar, mira, Blanca me engañó y sé que Ámbar no es mi hija, pero… yo también engañé a Blanca, así, que, de algún modo, las cuentas se han saldado. Agatha le miró con ojos oscurecidos de rabia, sus ojos verdes esmeralda brillaban con gran desprecio —¡Eres un imbécil! —espetó con furia, mientras Fernando abría ojos enormes al escuchar la salvaje forma en que le hablaba —¡¿Qué has dicho?! —exclamó antes sus palabras, lejos le había quedado la mujer dócil y dulce que era con él —¿Sabes lo que hizo la maldita bastarda? Fernando enmudeció —¿Qué hizo? —cuestionó aturdido —Hizo lo mismo que su mala madre, está hecha de mala entraña. Ella fue infiel a Augusto con otro hombre, lo engañó de forma vil y corriente, ahora tú querida niña ha huido de la ciudad, dejando al pobre Augusto con el corazón roto y sueños de amor destrozados, dime, ¿Las cuentas se han saldado? Fernando abrió ojos enormes, dio un traspié, sintió un dolor en toda su alma, como si fuera la misma vez, siempre aquella vez, cuando Agatha le había entregado las fotos de su mujer con aquel hombre; ella lo abrazaba, entraban a una casa, juntos, y no salían hasta el anochecer, sintió la ira dominando todos sus sentidos, sus manos se volvieron un puño rabioso, observó el cuadro de Blanca, a su lado; entonces la vida era buena, el pasado de amor, que se había empañado ante la injuria y la maldad, el hombre lanzó el cuadro al suelo, haciendo que el cristal que lo recubría se hiciera añicos, lo pateó con su zapato, hasta poder quitarlo de encima, y entonces comenzó a romper la imagen, era una pintura hecha mano, en lienzo, pero con sus propias manos lo hizo trizas, como toda la historia de un amor. Augusto estaba suficientemente ebrio, un mesero le señaló que ya era hora de cerrar el bar, se levantó, estaba mareado, bromeó un poco y rio, luego caminó tambaleante hasta llegar al elevador, fue ayudado por un empleado, para subir y le señalaron el camino a su habitación, luego bajó de ahí, en el cuarto piso, caminó a como pudo sosteniéndose de las paredes, su mirada borrosa, cuando entró a su habitación, la puerta estaba ligeramente entre abierta, no tuvo problema, y por su embriaguez, ni siquiera le prestó atención, cerró la puerta detrás, y siguió el camino, solo quería tumbarse en la cama, olvidarse de que el mundo aún giraba, y estaba viviendo en él. —Hola, Augusto. Él alzó la vista y la miró con ojos confusos, la veía doble, e intentó enfocarse, era Roberta —¿Roberta? ¿Qué haces aquí? —exclamó con las palabras arrastrándose por su lengua Ella vestía un ligero camisón de seda, que apenas le cubría debajo del trasero, caminó hacía él, traía consigo una copa de coñac —Te vine a hacer compañía, porque quería saber si estabas bien, eso es todo. —Es mejor que te vayas, Roberta —dijo él, provocándole una gran decepción—. Estoy muy ebrio, no quiero que me veas así, por favor. —¡No! Por favor, no me alejes de ti, solo quiero estar cerca de ti —dijo con la voz dulce, como si fuera una súplica. De pronto ese olor llegó a su olfato, Augusto aspiró profundo, era un perfume que lo embriagaba, era el perfume de lirios y vainilla de su amada Ámbar, se sintió confuso, tomó el trago y bebió con rapidez, tras ese trago, bebió, otro y otro, hasta que estaba en el nivel más alto de alcohol que podía soportar, Roberta lo supo y tocó su rostro, acercándose tan despacio, él se tensó al instante —Tranquilo —dijo siseando—. Estoy aquí, solo quiero hacerte feliz. —¿Dónde está? ¡Ámbar! —exclamó como si la buscara, estaba alucinando, Roberta sintió rabia y se sentó a horcajadas sobre él, acunando su rostro —Olvídala, ella no te merece, yo estoy aquí —dijo y comenzó a besar su rostro con cálidos besos por las mejillas, su frente, y luego comenzó a besar su cuello, por un instante, quiso alejarla, pero ella capturó su rostro —¿Ámbar? —exclamó con el dolor en sus pupilas —Aquí estoy, tranquilo, mi amor, estoy aquí —dijo y besó sus labios, cerró los ojos y disfrutó del beso, incluso aunque parte de su mente, sabía, que ella nunca sería su Ámbar. El calor comenzó a apremiar, mientras sus lenguas se acariciaban ante la humedad, ella se alejó un momento, solo se quitó el camisón, demostrando que no tenía ropa interior puesta, comenzó a desabotonar la camisa de Augusto, y besar su pecho, el jadeaba, se recostó, quería dormirse, estaba tan cansado, pero ella lo besó, el olor activaba sus instintos, cuando la miró, ya no era ella a quien miraba, sino a Ámbar, ahora la reina de sus fantasías estaba frente a él, tomó su rostro —Ámbar, júrame que me amas, que nunca me volverás a engañar. —¡Nunca! —dijo ella, con voz amarga, si con eso obtendría las caricias que tanto le habían sido negadas, ya no le importaba conformarse con las migajas de un amor que no era para ella, y esas palabras bastaron para encender al hombre, terminó por desnudarse, él acarició sus pechos con su lengua, mamó de ellos como un bebé sediento, mientras la mujer se estremecía por sus caricias calientes. Roberta amaba a ese hombre, más de lo que amaba la vida misma. La mente de Augusto confundida y atormentada se dejó llevar por el impulso estúpido de calor, mientras imaginaba Ámbar entre sus brazos. Roberta enloquecía de deseo ahora su fantasía se volvía realidad, ella jadeaba de placer al sentir sus caricias, su pasión, su fuerza. Pero, tan mala era su suerte, que, a cada caricia recibida, Augusto mencionaba el nombre de Ámbar, entre bellas palabras de amor. Él en su inconsciencia creía estar amando a la dueña de su corazón, Ámbar Parma, y se entregaba con amor y pasión, sin saber que no era ella, juntos comenzaron un movimiento primitivo de placer que los hacía gemir y gritar. Ambos disfrutaban aquel acto, destinado al goce del cuerpo físico. Roberta gritó de placer al llegar al orgasmo, sintió como Augusto terminaba en ella, esbozó una suave sonrisa de satisfacción. Él abrió los ojos y sonrió, estaba tan borracho —Mi amor, Ámbar, mi princesa, eres mi amor, eres mi paz. Roberta se recostó a su lado, cubriéndose con una manta, tenía una mirada triste y se sentía vacía, pero fue capaz de colocarse sobre el pecho de Augusto, quien la abrazó —Ámbar, te amo —susurró con suavidad Ahí recargada en su pecho, Roberta se echó llorar, porque el hombre que adoraba, amaba a otra mujer.
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