Capitulo 6

2149 Words
—Hablas con tanto entusiasmo porque a ti te va bien —dije desganado. —Sí, claro. Ahora me va bien —enfatizó—, pero no siempre fue así. Aysel me contó que había tenido dos emprendimientos anteriores, un servicio de orientación para extranjeros y una empresa de recursos humanos. Ninguno despegó. También me relató otras historias parecidas de emprendedores con los que trabajaba. Fueron pocos los que tuvieron éxito en su primer intento. Mi ánimo mejoró un poco después de escucharla y me sentí con confianza para hablarle de los conflictos que había tenido con mis cercanos, quienes opinaban que era mejor que me conformara con un empleo estable en lugar de emprender. —Lo que ni mi familia ni Mónica entienden es que yo no sirvo para la rutina ni para cumplir horarios —dije—. Yo quiero crear un negocio que sea mío. Aunque involucre más esfuerzo, quiero hacer algo que de verdad me apasione, pero igual me tira para abajo que ni siquiera la gente que más quiero crea en mí. Aysel asintió como si comprendiera antes de decir con voz suave: —Déjame contarte una historia, Benjamin. Cuando Thomas Alva Edison estaba desarrollando la ampolleta incandescente para que diera luz sin fundirse, nadie, absolutamente nadie, creía que tendría éxito. Edison hizo más de mil intentos que no funcionaron. Las personas le preguntaban si no se cansaba de fracasar, pero él ignoraba los comentarios y volvía a trabajar. Cuando al fin tuvo éxito, Edison dijo “no fueron mil inventos fallidos, fue un invento de mil pasos”. La historia me hizo sentir aun peor. —¿Estás diciendo que voy a fracasar mil veces antes de tener éxito? —No. Estoy diciendo que no importan las opiniones de los demás. Siempre habrá personas que crean en ti y otras que no. Al final lo único importante es que tú creas en ti mismo… ¿Estás seguro de que tener tu negocio es tu sueño, Benjamin? Pese a la tristeza, pese a lo cansado y desilusionado que estaba en ese momento, sabía cuál era la respuesta. La había sabido por años. —Sí —exhalé con fuerza—, estoy seguro. —Entonces sigue adelante. Haz igual que Edison y tómate lo que te dijeron en el torneo no como un fracaso, sino como una lección que te servirá para triunfar —Su mirada estaba llena de dulzura cuando se encontró con la mía—. Tu sueño es valioso, Benjamin. Si nunca te rindes, es imposible que fracases. No le creas a nadie que te diga lo contrario…Y si necesitas ayuda, pues aquí me tienes —agregó. Fue como si una carga se liberara de mis hombros. Aysel tenía razón: si persistía, tendría que lograrlo y demonios quería hacerlo. No quería rendirme. No iba a rendirme. —Gracias, Aysel —respondí más agradecido de lo que podía expresar. Ella sonrió, curvando sus labios en una suave sonrisa que iluminó su rostro y sus ojos serenos. Fue en ese instante cuando noté por primera vez lo bonita que era, al verla resplandeciendo en el atardecer. De hecho, todo el rosedal me pareció de pronto cargado de placidez y dulzura. Bajo los arcos de hiedra que rodeaban el jardín, había parejas de enamorados y sus risas cómplices se unían al canto de los pájaros. Al extender la mirada, se observaba el pasto cubriendo la extensión del parque primaveral y más arriba, la cordillera nevada en el horizonte. Contemplé el paisaje en un apacible silencio junto a Aysel, sintiéndome más cerca de ella de lo que me había sentido de nadie en largo tiempo. Permanecí en esa tranquilidad hasta que mi teléfono me sobresaltó con una llamada de Mónica. ¡Mónica! Me había olvidado que iba a salir con ella. Aysel Aunque al principio me costó hacerme el hábito de ir a ejercitar, después de seis semanas ya le había tomado el gustito porque me servía para botar el estrés y desconectarme del trabajo. El gimnasio ofrecía muchas alternativas de entrenamiento y había probado varias con diferentes resultados. Mi primer fiasco fue aquagym, una clase en el agua donde la profesora nos guiaba desde afuera de la piscina. Juro que me sentía como una foca amaestrada siguiéndola (en serio, en cualquier momento veía que nos tiraba pescado como recompensa por hacer bien el ejercicio). Tampoco di la talla en natación. Pese a que me gustaba nadar, la mayoría de los participantes de la clase eran nadadores de alto rendimiento. Como yo estaba tan por debajo del nivel, después de dos veces no fui más para no dar pena. Donde sí lo pasaba bien era en baile. No me importaba ser arrítmica, total la música me gustaba y me movía como fuera. Después me iba a mi apartamento a darme una ducha calientita, me tiraba a la cama y dormía como los dioses, una delicia. Las pesas me costaron lo suyo; los primeros días estaba tan adolorida que apenas podía moverme, pero no tardé en tomarles aprecio cuando empecé a notar mi cuerpo más firme y la ropa más holgada. Para ejercitar, me ponía los audífonos, echaba andar mi playlist y realizaba mi rutina observando la fauna del gimnasio. No faltaban las amigas inseparables, los grupos de jóvenes que entrenaban juntos, la mamá que iba a desconectarse al gym, el metrosexual esbelto (o gay, no sabía diferenciarlos) y el gordito tímido arriba de la elíptica, como yo. También había mujeres guapísimas de melenas perfectas que apenas sudaban (prueba de lo injusta que era la vida). A falta de un nombre mejor, les decía ninfas. Su contraparte varonil eran los musculines, hombres con torsos esculpidos que sudaban de forma sexy, tipo bailarín de Madonna. Era un tremendo placer verlos haciendo flexiones en sus camisetas apretadas. Pues sí, recrear la vista era una de las ventajas inesperadas de ir al gimnasio, aunque ningún musculín, por más guapo que fuera, podía compararse a Gabriel. Aunque rara vez cruzábamos más de dos o tres frases porque me ponía nerviosa a su lado, me bastaba con verlo para sentirme feliz. Con quien sí pasaba mucho tiempo era con Benjamin, casi nos veíamos todos los días. Yo lo llevaba a mis eventos de emprendimiento y a cambio él me ayudaba con mis rutinas de ejercicios. Benjamin se había ofrecido a entrenarme gratis, pero a mí me ponía incómoda ejercitarme con alguien mirándome constantemente, así que él solo se acercaba de vez en cuando a corregirme la rutina o darme alguna indicación. Sin embargo, después del gym y de los seminarios solíamos ir a tomarnos algo y conversar como si nos conociéramos de toda la vida. Aunque ninguno de los dos lo había mencionado, la tarde del rosedal había marcado un antes y un después en nuestra relación, haciendo nacer entre nosotros una confianza de amigos. No tardé en invitarlo a mi apartamento. —¡Vaya, Aysel, sí que te debe ir bien! —comentó Benjamin al entrar a mi salón. Sonreí con modestia. Pues sí, me iba bien. Mi edificio estaba a dos calles del parque Araucano en una zona exclusiva de la capital. Aunque mi apartamento tenía solo un dormitorio, era amplio y moderno. A mí me encantaba. Durante el día, la luz entraba a raudales a través del ventanal y todo se veía funcional y luminoso. El living no tenía muebles, a excepción de las sillas altas de la mesa de la cocina americana, un enorme sofá de cuero blanco y una mesa de centro, sobre la cual siempre se encontraba mi ordenador, mi inseparable Macbook. —¿Te mudaste hace poco? —preguntó Benjamin paseando la vista por el lugar casi vacío. —En realidad, vivo aquí hace dos años. Me gusta tener pocas cosas, así no pierdo tiempo en ordenar. Es práctico y me evita el caos. —Uf, entonces mejor que ni conozcas donde vivo. Mi apartamento está hasta el tope de cajas de zapatillas. —Ya las venderás. ¿Quieres beber o comer algo? —ofrecí abriendo la puerta del refrigerador. Mala idea. Las cejas de Benjamin se alzaron en una expresión de censura al fijarse en el contenido de mi frigorífico. —¡Aysel, pensé que ya habíamos hablado de esto! Si quieres tener resultados en el gimnasio, no puedes seguir comiendo porquerías. Ay no, otra vez la lata de la alimentación sana. Era uno de los temas favoritos de Benjamin. Para mi desgracia, parecía haberse tomado como su cruzada personal hacerme cambiar de hábitos. —No empieces de nuevo. Ya te dije que no voy a hacer dieta. Había probado hacer régimen alguna vez y nunca resultaba. Al segundo día, ya estaba tragando cualquier cosa con hambre canina. —No quiero que hagas dieta, pero sí que aprendas a comer sano —dijo Benjamin—. Si solo te sirvieras un chocolate de vez en cuando no te diría nada, pero sabes que no es así. Comes pésimo. Prácticamente no desayunas, te saltas comidas y luego te zampas cosas tóxicas —Él caminó hasta la nevera y la inspeccionó con el ceño fruncido—. No tienes nada saludable aquí, Aysel. ¿De qué sirve que vayas al gimnasio tres veces por semana si después lo arruinas todo, metiéndote veneno en el cuerpo? —¿Veneno? ¿No te parece que estás exagerando? Benjamin me miró desafiante, mostrándome una margarina a medio comer. —Lee la etiqueta y los componentes. ¿Ves el porcentaje de grasas trans? Las grasas trans son artificiales y no tienen nutrientes. No sirven para nada excepto para engordar y aumentar el colesterol. En otros países ya las prohibieron. Dejó el paquete de lado y comenzó a vaciar mi refrigerador mientras me iba leyendo los dañinos componentes de todo lo que sacaba. Cualquiera que lo escuchara pensaría que yo iba directo a la muerte. —Fíjate en estas rosquillas —Benjamin me mostró una caja de mis favoritas —. Son veneno puro, llenas de grasa, azúcares y cancerígenos. Con pocas que te comas ya agotas las calorías de un día entero. La próxima vez que estés masticando una, quiero que te acuerdes de que toda esa grasa va directo… —Ya sé, a mis caderas y mi estómago —lo interrumpí. —No, a tus arterias. Cuando te metas en el cuerpo una de estas porquerías, hazlo con plena conciencia de que te estás creando un ataque cardíaco. Imagínate toda esa grasa pegándose a cada una de tus arterias, tapándolas, como grumos de manteca que te asfixian —Dejó la caja de rosquillas y sacó un recipiente—. ¿Qué es esto? —dijo abriéndolo con una mueca de asco. —No pongas esa cara, es solo puré instantáneo y salchichas. —¿Esta clase de porquerías comes? —¡Oye! Que lo cociné yo misma —Benjamin puso una expresión burlona y sentí la necesidad de justificarme—. Ya te había comentado que no se me daba muy bien la cocina. —Por como huele esto, yo diría que ese es el eufemismo del año. —¿Estás insinuando que cocino mal? —No lo estoy insinuando —Sus ojos brillaron con diversión—. Te lo estoy diciendo de frente. Le arrebaté el pote y me crucé de brazos. —¿Supongo que tú cocinas muy bien, no? —Mejor que tú, sin duda, lo cual no tiene mucho mérito. —Vale, te reto a que lo demuestres. Él sonrió. —Ningún problema, pero si te gusta mi comida, quiero que me respondas algo —contestó, ganándose una mirada de desconfianza de mi parte—. Nada terrible, solo una simple información. —De acuerdo, trato hecho —acepté creyendo que se trataba de algo de negocios. Benjamin se puso a buscar en mis estantes algo para preparar, pero a los dos minutos se rindió. —Aysel, por tu propio bien, te voy a botar todo lo que te hace daño — Frente a mi expresión de protesta, se apresuró a agregar—: Si de verdad quieres que te ayude a bajar de peso, tienes que hacerme caso. Tú sabes de negocios, pero yo sé cómo crear un cuerpo sano y firme. ¿Me crees? Imposible no creerle, su estupendo físico hablaba por sí mismo. Me tragué las protestas y asentí con un suspiro resignado. Benjamin terminó de vaciar el contenido de mi nevera y luego se ensañó con mi despensa. Como prácticamente no dejó nada, tuvimos que ir a abastecernos al supermercado. Una hora después estábamos de vuelta con tantas verduras y frutas como si me dedicara a la cría de conejos. Benjamin incluyó también carne magra, pescado, pollo, lácteos descremados, legumbres y miles de especias que no tenía idea de cómo usar (mis únicos conocimientos de aliños se limitaban a la sal y el orégano).
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