Benjamin
Mónica se enfadó cuando supo que no pasaría el sábado con ella como le había prometido.
—Es la quinta vez que me dejas plantada por lo de las zapatillas, Benjamin — me reclamó, con sus ojos verdes brillantes de furia.
¿Tanto era pedir un poco de comprensión de parte de mi novia? Al parecer sí. No me gustaba fallarle a Mónica, pero en ningún caso iba a desaprovechar la oportunidad de ir al seminario. Al final para calmarla, dije que la llevaría a su restaurant favorito apenas terminara el evento.
El sábado después de entrenar a un alumno me dirigí al hotel W. El seminario se realizaba en una sala lujosa, alfombrada y moderna. Debía haber unas ciento cincuenta personas, más hombres que mujeres. Me sentí algo fuera de lugar porque todos alrededor tenían pinta de ser personas de éxito y yo por cierto que no me consideraba así. La cosa empeoró cuando empezó la charla. Los expositores hablaban de temas que yo jamás había escuchado. Usaban varios conceptos del inglés, un idioma del que yo tenía un dominio bastante mediocre.
A Aysel la había visto desde lejos. Quise acercarme a saludarla, pero no lo hice porque se veía atareada encargándose de todo. Corría de un lado a otro y parecía estar en todas partes a la vez. En un momento la veía saludando a la gente en la acreditación, al minuto estaba coordinando al maestro de ceremonias, y un segundo después, dando instrucciones cerca del escenario.
Aysel llevaba ese día pantalón gris, una camisa blanca que le apretaba el estómago, el pelo recogido en una cola tirante y nada de maquillaje. Su atuendo, aunque profesional, no la favorecía y le daba una apariencia de lo más corriente; sin embargo, Aysel dejó claro que no era una chica común cuando dio su charla. Decir que era brillante sería quedarse corto, ¡era en un puto genio, un Steve Jobs en versión femenina! No podía creer la seguridad y el conocimiento que derrochaba arriba del escenario. Todo lo que decía sobre cómo reconocer una idea de negocios rentable era cierto. Si hubiera hecho una encuesta a mis potenciales clientes para conocer sus necesidades, como aconsejaba Aysel, habría sabido de inmediato que mi importación de zapatillas no les llamaría la atención. Ojalá hubiera conocido antes a esta chica, ¡me habría ahorrado tantos problemas!
Cuando Aysel se bajó de la tarima, quise ir a felicitarla por su exposición, pero no alcancé a acercarme. Más de veinte personas la rodearon bombardeándola con felicitaciones, preguntas y peticiones de asesoría.
—Aysel, ¿podrías recomendarme algún libro de emprendimiento? —le preguntó uno.
—Depende de cuánto conozcas del tema —respondió ella—, pero a mí me gustó Lean Start Up. Tiene buenas ideas y es….
—¿Impartes cursos en alguna parte? —la interrumpió otro.
—Todos los cursos están en nuestra página de la em...
—¿Cuándo es el próximo? —preguntó una chica—. Tengo un negocio de comida vegetariana y me gustaría que me dijeras…
Aysel no daba abasto a tanta pregunta y pedía a la gente que solicitara hora a través de la página web de su empresa. El fervor era tal que vi a varios hacerlo en ese mismo instante a través de sus móviles. Increíble, la chica era una rock star del emprendimiento.
Aunque Aysel se esforzaba por ser amable con la gente a su alrededor, me di cuenta de que estaba agotada porque de vez en cuando entrecerraba los ojos como si le costara trabajo concentrarse. Hacía más de quince minutos que había terminado su charla dando inicio a un descanso, pero las personas que la rodeaban no tenían pinta de querer irse. Me dieron ganas de rescatarla de tanto moscardón. Se me ocurrió cómo hacerlo cuando vi a un mozo salir desde una puerta apartada al otro costado de la sala.
Con decisión, me abrí paso entre la gente hasta llegar al lado de Aysel.
—Don Hernán te está buscando —le dije—, me pidió que fueras de inmediato a la sala de juntas.
Aysel parpadeó y me miró con extrañeza.
—¿Don Hernán? ¿Qué Hernán?
—Don Hernán del gimnasio —improvisé—. Me mandó a buscarte —La tomé por el codo y avancé con ella dos metros lejos del grupo—. Lo siento, gente, pero Aysel se tiene que ir.
Ella asintió como comprendiendo mi estrategia, hizo un gesto de despedida y entre protestas de los presentes, me dejó conducirla hasta el otro lado de la puerta café. Fue un alivio dejar el barullo atrás. Llegamos a un pasillo solitario; solo nos llegaban los sonidos lejanos de una cocina ajetreada al fondo.
—Tiene una oficina muy bonita, “don Hernán” —sonrió débilmente—, aunque necesita muebles.
—Imaginé que te vendría bien una excusa para descansar un rato.
—Imaginaste bien, gracias —respondió, masajeándose la frente—. Llegué a las ocho de la mañana y no he parado desde entonces. No he tenido ni un minuto para sentarme o comer… lo que quizá no sea tan malo si recordamos los resultados de mi evaluación física —agregó bromeando.
Le pedí que me esperara y me fui a la cocina para tratar de conseguir algo. En menos de cinco minutos estuve de vuelta con un sándwich de queso y agua, lo único que encontré. Aysel estaba sentada en el piso de alfombra, apoyada contra la pared. Tenía los ojos cerrados.
—Para que no te desmayes —Le ofrecí la comida y me senté a su lado.
Aysel esbozó una sonrisa cansada a modo de agradecimiento y se tomó el agua de un solo trago. Esperé a que terminara de acabarse el pan para hablarle.
—Me encantó tu exposición… —comencé a decir, pero ella me silenció con un gesto de su mano.
—Shhh, solo un minuto más, por favor —rogó cerrando los ojos.
—Claro.
No volví a abrir la boca hasta que Aysel me miró otra vez.
—Gracias por traerme aquí, Benjamin. Después de tantas personas hablándome al mismo tiempo, necesitaba alejarme del ruido. ¿Querías decirme algo?
—Nada importante, solo felicitarte por tu charla. Estuviste fantástica — dije con real admiración.
Aysel curvó sus labios en una sonrisa modesta. No dije nada más y permanecimos en un cómodo silencio. Era agradable estar a su lado.
No pasó mucho rato hasta que apareció un hombre joven de gafas gruesas buscando a Aysel. Ella me lo presentó como Rodrigo, uno de sus socios. Rodrigo y Aysel se distribuyeron las próximas tareas a realizar y en menos de un minuto, ella estaba lista para volver a la carga.
—Buena suerte en el torneo —me deseó antes de marcharse.
Supe que iba a necesitar esa suerte tan pronto como el primer participante se subió a la tarima y comenzaron sus tres minutos reglamentarios. El joven, con voz atropellada por los nervios, habló de su negocio mientras los jueces, dos hombres y una chica, lo miraban con el ceño fruncido. Las cosas se pusieron todavía peores cuando terminó su exposición. Los evaluadores lo acribillaron con preguntas y comentarios brutales.
—Se nota que nunca habías estudiado de negocios —dijo uno.
—La necesidad que quieres satisfacer con tu emprendimiento existe solo en tu mente —dijo otro—. Mejor dedícate a buscar algo que tenga justificación real.
Así suma y sigue. De forma bastante prepotente le hicieron ver al pobre tipo las incoherencias de su plan de negocios. Sin exagerar, lo único que les faltó fue decirle que su idea era una porquería. Aysel tenía razón. Ese torneo era la jodida masacre del circo romano.
Los siguientes participantes fueron rematados con igual saña, mientras yo me ponía más y más nervioso. Aun así, cuando llegó mi turno, me las arreglé para caminar de forma pausada y mirar de frente al público. Mala idea. Ciento cincuenta pares de ojos clavados en mí no aumentaron mi tranquilidad precisamente.
—¿Estás listo para comenzar, Benjamin? —preguntó el animador.
Hice un gesto de asentimiento y echaron a andar el cronómetro. Apuré las palabras, preocupado por no alcanzar a decir todo lo que debía si no me daba prisa. El resultado fue que hablé de forma rápida y desordenada. Peor aún me salió la ronda de preguntas. Hubo cosas que no supe cómo contestar. Temblando por dentro, esperé los comentarios de los jueces.
—El precio de venta de las zapatillas es absurdo —comenzó el primero —. No hay nada especial en ellas que justifique que los consumidores paguen esa cantidad.
—Estás soñando si crees posible vender tu producto sin garantía, ni servicio de post venta —dijo la mujer—. Ninguna cadena de grandes tiendas querrá un proveedor así.
—Tus zapatillas carecen de ventaja competitiva. Todo el negocio es una pérdida de tiempo y dinero —dijo el último de los jueces con perverso placer, asestándome el tiro final. Parecía un león feliz de torturar a su presa antes de matarla.
Rematado. Liquidado. Mi negocio acababa de irse a la mierda.
Volví a mi asiento aplastado por el fracaso. No fui capaz de enterarme de nada más. Ni siquiera supe quién ganó la competencia. Lo único en que podía pensar era que todo lo que había hecho los últimos meses no había servido de nada. El tiempo que pasé aprendiendo a importar, las rabias que sufrí, los problemas que tuve que resolver, todo fue inútil. Dejé de lado descansar, divertirme y pasar tiempo con Mónica creyendo que al final mis esfuerzos y sacrificios tendrían recompensa. Pero todo lo que hice no sirvió en absoluto; según los jueces incluso me iba a ir a pérdida. Habría sido mejor no hacer nada en primer lugar.
Mi sueño había fracasado. Yo había fracasado.
Cuando terminó el seminario, Aysel se acercó a mí con mirada preocupada.
—Lo siento, Benjamin —murmuró—. ¿Estás bien?
—Sí —contesté en un tono de derrota que contradecía mi respuesta.
Aysel me miró en silencio.
—Me preguntaba si podrías acercarme al gym —volvió a decir ella al cabo de unos segundos—. Es que no vine conduciendo.
Hice un asentimiento débil y la esperé a que terminara de atender a los emprendedores que habían vuelto a rodearla, bombardeándola con preguntas. Después de veinte minutos Aysel se reunió conmigo. Aun en silencio conduje hasta el Parque Araucano.
—Acompáñame —dijo ella antes de bajarse del auto—. Hay algo que quiero mostrarte.
Estaba tan deprimido que ni siquiera pregunté qué era, solo la seguí. A diferencia de lo que esperaba, Aysel no me condujo al gimnasio, sino que me llevó al rosedal del parque donde nos sentamos en un banco.
—Este es el lugar que quería mostrarte —dijo—. Precioso, ¿eh?
Miré con desgana ese montón de flores que no me interesaba en absoluto.
—Supongo —respondí encogiéndome de hombros. No se me ocurría por qué Aysel me había llevado allí.
Ella desvió la vista hacia el paisaje. Ambos nos quedamos en silencio.
—Este sitio siempre me ayuda a sentirme mejor —comentó ella de pronto como si nada, sin dejar de mirar el parque. Supe que me estaba ofreciendo su apoyo, invitándome a hablar si lo necesitaba. No solía ventilar mis asuntos con nadie, pero el golpe del torneo me había derribado.
Me sentía desamparado. No quería estar solo en ese momento.
Exhalé con tristeza.
—Tenías razón, Aysel. Era un jodido circo romano y yo me presté como imbécil a que me destrozaran. Jamás debí haber participado.
—No seas tan duro contigo mismo, Benjamin. Es solo un torneo.
—Es más que el torneo. Los jueces, por muy prepotentes que fueran, al final tenían razón en todo. Mi negocio de las zapatillas es un asco. Debería haber considerado todas las variables antes de haber invertido un solo peso.
No solo no voy a ganar dinero, sino que lo voy a perder.
—La plata se recupera. Vendrán oportunidades, te lo aseguro.
—¿De qué sirve que vengan otras oportunidades si no soy capaz de hacerlo funcionar? Todos me dijeron que no podía lograrlo. Mis amigos, mis padres, Mónica... Yo siempre hice oídos sordos, convencido de que podía sacar un negocio adelante. Es fuerte darme cuenta de que no puedo.
—Puede parecer así ahora, pero no es cierto. Por una vez que las cosas no resulten, no significa que nunca vayan a resultar, solo significa que hay que encontrar otra forma de lograrlo. La mayoría de los emprendedores crean varios negocios antes de dar con el que triunfan —Me miró directo a los ojos—. Eres tú quien debe decidir si vale la pena tomarse la molestia de intentarlo. Emprender no es un camino fácil ni un camino para todos. Hay muchos obstáculos, pero a la vez es desafiante, motivante; divertido incluso si te lo tomas como un juego. Cada vez que cierras una venta o consigues un nuevo cliente es pura adrenalina.