Capitulo 1
—Por favor, haz como si estuvieras hablando conmigo —le rogué a la desconocida que se sentaba a mi lado.
Hacía cinco minutos que había llegado a aquella plaza para recuperar el aliento tras el taller de negocios que acababa de impartir. Buscando el silencio, me senté en un banco junto a una abuelita que leía una revista, la misma señora que ahora me miraba como si estuviera loca.
Me estaba frotando las sienes para disolver un repentino dolor de cabeza cuando de repente le vi.
Alan.
Alan y Carolina. Maldita sea. ¿Por qué? ¿Por qué? Había dejado de ir a todos los lugares en los que podía encontrarme con él. ¿Por qué tenía que aparecer ahora mismo, y además acompañado de ella?
—Háblame de algo, te lo ruego —murmuré de nuevo a la abuela.
Su mirada confusa me observó a través de sus gafas antes de mirar a un niño que se balanceaba a unos metros de donde estábamos sentados.
—¿De qué quieres que te hable? —preguntó nerviosa.
—Cualquier cosa, cualquier cosa —ladeé la cabeza para que mi pelo me cubriera la cara. Qué vergüenza; debía de parecer una niña mala de una película de terror. Es para que no me vean.
Ella siguió la dirección de mi mirada y sus ojos se posaron en la pareja sonriente que pasaría por nuestro asiento en cualquier momento. Ella pareció entender.
—Este... bueno, el chico que se balancea es mi nieto —dijo.
—Ajá, muy bien —se me apretó el estómago al oír la voz de Alan. Estaba a pocos metros de nosotros; cerca, muy cerca. Háblame de tu nieto.
No capté nada de lo que dijo. Sólo escuché sus pasos y los de Alan acercándose. Dejé de respirar cuando pasaron junto a nosotros.
Sólo recuperé el aliento cuando los pasos se desvanecieron.
—¿Se fueron? —susurré.
—Sí. No creo que te hayan visto.
Me giré y robé una mirada furtiva a la pareja que ya estaba en la otra esquina. Sólo entonces me levanté, dejando escapar una exhalación de alivio. Me aparté el pelo de la cara y agradecí a la señora su ayuda.
—De nada —contestó ella, dirigiéndome una mirada comprensiva—; es el deber de una mujer ayudar a otra, especialmente a las de su estado.
—¿Mi estado? —repetí, sin saber a qué se refería.
—Estás embarazada, ¿verdad? —preguntó señalando mi vientre.
¿Qué?
Las únicas formas de quedarme embarazada eran la acción en la cama (que hacía años que no tenía) o la gracia divina. Dada mi pésima suerte con los hombres, incluso me parecía más probable lo segundo. La pregunta me hizo gracia de forma irónica, pero no me reí; al contrario, se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Uy, perdón! —se apresuró a decir, dándose cuenta de que había metido la pata—. Es que te he mirado y he pensado....
La tranquilicé diciéndole que no importaba, que cualquiera podía equivocarse, pero las dos nos sentimos terriblemente incómodas. Casi de inmediato se despidió de mí, tomó la mano de su nieto y abandonó la plaza.
Me puse a llorar en cuanto me quedé sola. Como siempre, lloré por Alan, porque incluso después del tiempo que había pasado y del daño que me había hecho, aún no era capaz de superarlo, y también lloré por mí misma.
¿En qué momento me había descuidado tanto que hasta daba la impresión de estar embarazada?
De adolescente ya me veía rellenita (o —sana—, en palabras de mi abuela), pero a los veintinueve años pesaba más que entonces. Doce kilos de más pueden no ser tantos, pero cuando se acumulan en la zona del abdomen dentro de un escaso metro y medio, la cosa cambia.
Era muy claro necesitaba cambiar.
Cuando me miré en el espejo de casa, descubrí que el resto del cuadro no era mucho mejor. Mi pelo castaño caía interminable y sin forma como por mandato bíblico y mi piel, antes de un blanco exuberante, estaba ahora apagada.
Mis ojos marrones habían perdido todo el brillo. Increíble que ésta fuera la misma cara que Alan había dicho una vez que era hermosa.
—Aysel, eres demasiado joven para parecer la versión triste de un panadero de los Alpes —me dije, consciente de que había tocado fondo.
Estaba cansada de que mi ropa fuera demasiado ajustada, de odiar mi imagen en las fotos, de cansarme por cualquier cosa, de sentirme pesada e incapaz de complacer a ningún hombre. Ya estaba harta. En ese momento juré volver a sentirme bien conmigo misma. Fue esa decisión la que me llevó a conocerle.
Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, me dije para animarme ante la puerta del gimnasio.
Odiaba los gimnasios. Vale, nunca me había apuntado a uno, pero los odiaba igualmente. Tanta gente delgada y sudorosa, como sacada de un videoclip de reguetoneros me producía desconfianza (y me acomplejaba, para que negarlo). Aun así, tomé la decisión de inscribirme; era la única opción que me quedaba aparte de hacer dieta. Me negué a renunciar a los donuts. Iban a tener que acusarme de esperar trillizos para que se me ocurriera renunciar a ellos.
Elegí el gimnasio del Parque cerca , a tres cuadras de mi edificio, y me dispuse a inscribirme una soleada mañana de primavera. Nadie que no haya visto despertar los Angeles después de un día de lluvia sabrá lo hermosa que puede ser esta ciudad. Ese día las luces se alzaban imponentes en medio de un cielo sin nubes. Las hojas de los árboles se mecían al ritmo de una brisa fresca con aroma a cerezos en flor de primavera. El ambiente era tan apacible que uno podría haber imaginado estar en una ciudad si no fuera por los relucientes rascacielos que bordean el gran parque.
En el gimnasio, pregunté por los programas de entrenamiento a una chica delgada y esbelta. Me llevó a su escritorio y me mostró los planes. Sus precios estaban en línea con los de algunos de los gimnasios más exclusivos del país. Por suerte, el dinero no era un problema. Hacía tres años había fundado una exitosa empresa de consultoría empresarial con dos amigos; nos iba tan bien que incluso habíamos sido nominados para un premio nacional de emprendimiento. Nada nos gustaba más que ayudar a nuestros clientes a poner en marcha sus negocios.
—Espera un momento para que un entrenador te enseñe el gimnasio —dijo la chica, levantándose de su asiento.
Volvió acompañada del hombre más hermoso que había visto en mi vida. Y no, no sentí mariposas ni se me debilitaron las rodillas, pero me quedé muda de asombro. Nunca había visto a un hombre tan guapo (Chris Evans en Capitán América no cuenta, me refiero en vivo y en directo). Era alto, imponente, debía medir al menos 1,80 metros. Su físico era musculoso y triangular, como el de un luchador, pero su rostro era el de un ángel: rasgos armoniosos, ojos azules deslumbrantes y sin barba. Sólo su pelo rubio, cortado al estilo comando, no coincidía con la imagen angelical. Llevaba un pantalón de chándal n***o y una camiseta de manga corta que se le pegaba al torso.
—Soy Gabriel —se presentó con una sonrisa.
Mmm, —Gabriel. Qué bonito. Hasta tenía nombre de ángel.
—Aysel —me levanté y le tendí la mano. Como era bajita y nunca llevaba tacones, tuve que inclinar la cabeza hacia atrás más de lo habitual para poder mirarle.
—Por favor, acompáñame a enseñarte las instalaciones —dijo.
El gimnasio era moderno y espacioso, con una hermosa cúpula de cristal que proporcionaba luz natural. En el primer nivel estaban las aulas y las máquinas, mientras que en el nivel inferior había dos enormes piscinas climatizadas de 25 metros, una para nadar en línea y otra equipada con chorros de hidromasaje y un jacuzzi.
En medio del recorrido, Gabriel me preguntó de dónde era, a qué me dedicaba, esas cosas... Aunque eran preguntas de lo más triviales, hacía tanto tiempo que ningún hombre se interesaba por saber de mí, que me sentí absurdamente feliz.
Al final del recorrido, la luminosa mirada de Gabriel se posó en el estampado de mi vieja camiseta.
—Así que te gusta la Guerra de las Galaxias —comentó—.
Bajé la mirada avergonzada, ¿por qué tenía que llevar esa camiseta justo ese día? Yo era un nerd de la ciencia ficción, pero no había necesidad de gritarlo al mundo.
—Es una de mis películas favoritas —respondí un poco cortante—.
—También es una de las mías. Cuando era niño soñaba con ser un Jedi —dijo como si fuera una confidencia.
Ah, qué encantador. Inmediatamente volví a sentirme cómoda.
—Apuesto a que tu deseo de ser un Jedi no era mayor que el mío.
—Pensé que las chicas preferirían ser la princesa Leia.
—Leia claro, pero no creo que nada se pueda comparar con las habilidades de los Jedi; ya sabes, pilotar naves, usar espadas láser, estar entrenado en el combate, mover objetos con el poder de la mente....
No sé cuánto tiempo estuve hablando antes de darme cuenta de que me estaba observando con una expresión humorística.
Cállate, Aysel.
—Y sobre todo, no olvidemos el poder de saber cuándo cerrar la boca —añadí avergonzada—. Ojalá lo tuviera.
Se echó a reír.
—Eres graciosa —dijo y me dedicó la sonrisa más encantadora que jamás había recibido.
¡Caramba! Lo que nunca creí posible sucedió en ese instante: la maldición de Voldemort se rompió. Voldemort era un personaje de Harry Potter tan malvado que le llamaban —el innombrable—, de ahí que ese fuera el apodo de mi ex. Desde que Alan me había dejado hace cuatro años, no había vuelto a sentirme atraída por nadie. Nada, ni un poco... Me aterraba que Alan me hubiera dañado tanto, que mi corazón hubiera perdido para siempre la capacidad de latir por otra persona, por eso no podía creerlo cuando se estremecía gracias a la preciosa mirada de Gabriel. Y eso que yo no era una mujer impresionable. Solía tratar con hombres guapos en mi trabajo y nunca me había quedado hipnotizada. Aunque estaba acostumbrada a sus cumplidos (—inteligente—, —responsable—, —eficiente—), nunca me habían llamado graciosa ni me habían sonreído así. Para ser sincera, no recibí muchas sonrisas masculinas que digamos.
Podría haberme quedado mirando a mi angelito durante horas, pero una voz masculina detrás de mí me sacó de mi trance.
—Gabriel, te necesitan en la recepción. Tu alumno de las once ha llegado.
Me giré y eché una rápida mirada al dueño de la voz, un apuesto hombre de pelo oscuro. Iba vestido como Gabriel, así que también debía ser un entrenador. Vaya, ¿de dónde sacaban a los entrenadores de este gimnasio? ¿De una escuela de modelos?
—Ya voy, Benjamín —contestó Gabriel a su colega sin quitarme los ojos de encima. Tengo que irme, Aysel, pero ha sido un placer conocerte. ¿Vas a hacer un plan de entrenador personal?
—Todavía no lo sé. La verdad es que no había pensado en ello.
—Piénsalo, es la mejor manera de conseguir resultados rápidos. Personalmente, será un placer entrenarte —sonrió.
Su encantadora sonrisa hizo que mi corazón se acelerara. Definitivamente, el placer sería todo mío.
—Te haré saber lo que decida —respondí nerviosa—. Hasta pronto y que la fuerza te acompañe —solté antes de darme cuenta.
¡Nooo! ¿De verdad he dicho eso? Perdedor.
Para mi alivio, se echó a reír.
—Que la fuerza te acompañe también, chica Jedi.
En serio, era adorable.
Gabriel se despidió de mí con un beso en la mejilla. Me quedé sintiendo un calor exquisito donde sus labios habían tocado. Tuve que reprimir un suspiro. No es que creyera que un hombre tan hermoso como él pudiera fijarse en una mujer bajita y regordeta como yo, pero el mero hecho de que hubiera roto la maldición ya me llenaba de alegría. Necesitaba conocerlo más.
Volví con la chica que me había atendido y me inscribí inmediatamente.
—Su inscripción le da derecho a que uno de nuestros entrenadores le haga una rutina de ejercicios —dijo—. ¿Está bien reservar una sesión con Gabriel el martes a las 19:00 horas?
—Creo que es perfecto.
Realmente perfecto. En menos de tres días tendría una hora completa con Gabriel, solo él y yo. Casi no podía esperar.
Benjamin
La secretaria cogió el teléfono y preguntó a su jefe si podía verme. Esperé la respuesta con el estómago hecho un nudo, rezando para no llevarme otra decepción.
—Lo siento —colgó el auricular—. No puede atender tu llamada.
Oh, mierda. Otra vez no. Llevaba meses intentando vender una línea de zapatillas importadas a las grandes empresas. Había desperdiciado miles de horas intentando conseguir una cita con los altos ejecutivos sin éxito. Ni los correos electrónicos ni las llamadas daban resultado, así que empecé a ir en persona. Era la sexta vez que alguna secretaria me despedía sin darme una oportunidad.
—Sólo serán unos minutos —insistí—. Quiero enseñarle a tu jefe unas zapatillas que seguro que le interesan.
—Para que pueda evaluar su producto, primero tiene que rellenar este formulario —me entregó una hoja antes de teclear en su ordenador—.
Me dieron ganas de romper el maldito papel. ¿Cuántos formularios había rellenado para no recibir ninguna respuesta? Respiré hondo, tratando de calmarme.
—Lo hice —dije— repetidas veces. Nadie respondió. Ni siquiera sé si lo han leído, así que tengo que hablar con su jefe. Cinco minutos, es todo lo que necesito....
—Rellene el formulario —me cortó la secretaria en tono hostil, despidiéndose—. Envíelo por correo cuando lo tenga listo. Te llamaremos si te necesitamos.
Agotado, física y mentalmente, salí de la oficina y me dirigí al aparcamiento. Me dejé caer en el asiento del conductor de mi Chevrolet usado. Mi mirada se posó en el volante mientras la sensación de fracaso me invadía de nuevo.
Nunca había dudado de mis capacidades. Aunque era mediocre en la escuela, no me importaba porque las asignaturas me aburrían. Lo que sí me gustaba era el deporte y se me daba bien. Así fue como me convertí en entrenador personal y empecé a trabajar en uno de los mejores gimnasios del país. Aunque me gustaba el trabajo y no ganaba mal, lo que realmente quería era tener mi propio negocio.
Un día en el gimnasio conocí a Roberto, el director de una gran cadena de tiendas. Esa tarde llevaba unas zapatillas de alta tecnología que había confeccionado por mi. Cuando Roberto las vio, comentó que la cadena podría estar interesada en ellas. Fue entonces cuando surgió mi idea de convertirme en proveedor de las grandes empresas. Aunque no sabía nada del tema, llevaba el espíritu empresarial en la sangre e invertí la mitad de mis ahorros importando cientos de zapatillas. Un gran error. Roberto fue despedido poco después y yo me quedé sin conocer a nadie en el mundo del retail. Me había pasado los últimos cuatro meses contactando con las grandes tiendas, pero se limitaban a ignorar mi petición y ni siquiera sabía la razón, ¿qué demonios estaba haciendo mal?
Necesitaba cambiar algo, pero no tenía ni idea de qué. Deseaba que alguien pudiera orientarme.
Con un suspiro, arranqué el motor y me puse en marcha hacia el apartamento de mi novia. Necesitaba abrazar a Mónica, necesitaba que me sonriera y me dijera que todo iba a salir bien, que el éxito sería sólo cuestión de tiempo. Llamé a su timbre anhelando desesperadamente su apoyo porque mi fe se estaba desvaneciendo.
—Dijiste que ibas a estar aquí hace una hora, Benjamin —soltó en cuanto abrió la puerta. Frunció el ceño y sus ojos verdes se entrecerraron hacia mí, algo típico de cuando estaba enfadada. Por desgracia, me había enfrentado a esa mirada de enfado unas cuantas veces en el último tiempo.
Como no quería discutir, me hice el tonto y la saludé con un breve beso.
—Perdón por el retraso —me dejé caer en un sofá, apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos—. Pasé a ver a un gerente.
—No fue muy bien, al parecer.
—Sí —respondí sin ánimo—. Ven aquí.
Mónica se sentó a mi lado. Tomé uno de sus mechones castaños entre mis dedos y lo acaricié. Estaba aún más guapa que de costumbre con aquella minifalda que dejaba ver sus largas piernas. Desde que se dedicó al modelaje para pagarse la universidad, Mónica estaba acostumbrada a presumir. No es que necesitara ayuda para estar más guapa, en todo caso.
Me miró con expresión de preocupación.
—Benjamin, ¿por qué no paras? —preguntó con voz suave.
—¿Dejar qué?
—De las zapatillas. Siempre estás ocupado y cansado. O estás pensando en alguna idea para tu negocio o estás trabajando en el gimnasio. Desde que empezaste a importar, apenas nos vemos y te echo mucho de menos.
Yo también la echaba de menos, por muy celosa que estuviera. Llevábamos diez meses juntos y no podía decir si la amaba, pero me gustaba mucho.
Alcancé su mano y entrelacé nuestros dedos.
—Yo también te echo de menos. A mí tampoco me gusta estar siempre ocupado, pero tengo que hacer funcionar las zapatillas para recuperar lo que invertí.
—No entiendo por qué tuviste que involucrarte en eso. Si hubieras cogido más alumnos en el gym habrías ganado más dinero, aunque le dedicaras menos tiempo.
—No se trata de dinero; sabes que quiero tener mi propio negocio. Además, no puedo ser entrenador personal toda la vida—, le había dicho en otras ocasiones. Los entrenadores tenían una vida profesional algo más larga que los futbolistas.
—Sí, pero eso está muy lejos. Sólo tienes veintinueve años, aún te queda al menos una década de estabilidad.
—Esa estabilidad es un engaño. Si un día la empresa no te necesita, te despedirá sin más.¿Qué sentido tiene una vida sin riesgos y aventuras?
Mónica retiró su mano de la mía, negando con la cabeza.
—Eres un idealista, Benjamin. ¿Y si no funciona?
—¿Por qué no iba a funcionar?
—Porque así son los negocios, la mayoría fracasan. Si estás cómodo en un trabajo que paga las facturas, es mejor no arriesgarse y conformarse.
Era imposible que Mónica y yo estuviéramos de acuerdo en ese punto. Ni mi familia ni ella lo entendían. Yo no quería comodidad, quería emoción. Quería ser mi propio jefe y establecer un sistema que me permitiera ganar más dinero. Quería crear una empresa y verla crecer.
—No quiero conformarme, Monita. Al menos no sin antes intentar cumplir mis sueños.
—¿Y tu sueño es vender zapatillas?
Pasé por alto la ironía de su voz y respondí:
—Mi sueño es tener un negocio. Lo de las zapatillas era sólo una idea.
—Sí, pero fue una idea que te llevó tiempo, energía y dinero.
Dime, ¿has recuperado algo de tu inversión?
—Aún no, pero estoy seguro de que lo haré si sigo trabajando duro.
Era una tremenda mentira porque en realidad no estaba nada seguro.
—Benjamin, tienes que ser realista. Puede ocurrir que lo intentes toda tu vida y acabes sin llegar a nada. Le pasa a mucha gente.
Wham! Me acababa de echar en cara mi mayor miedo. Una patada en los huevos habría dolido menos.
—Muchas gracias por el apoyo—. Aunque lo dije con ironía, no estaba enfadada sino dolido por su falta de fe en mí.
—Sólo intento que te des cuenta de cómo son las cosas. El negocio es duro. La gente te roba y te estafa. Tienes que estar siempre preocupado y alerta. Te lo advierto para que luego no sufras.
Mónica empezó a enumerar todas las cosas que podían salir mal, empeñada en dejarme claro que estaba abocado al fracaso. Estaba haciendo esfuerzos titánicos para no dejar que sus miedos hicieran aflorar los míos. Me arrepentí de haber ido a visitarla; lo que más necesitaba ese día era una inyección de confianza y al menos esa tarde no la iba a encontrar con ella. Por suerte el sonido de mi móvil interrumpió la trágica película que estaba narrando. Era el número del gimnasio.
—Hola Benjamín —me saludó Cristina, la secretaria del gimnasio—. ¿Puedes venir hoy una hora antes? Hay un nuevo alumno que necesita evaluación y no tengo entrenadores.
—Claro que puedo, voy para allá —dije inmediatamente. No quería quedarme en casa de Mónica ni un minuto más.
—Perfecto —dijo Cristina—. Te dejé agendado a las 19:00 con Aysel Reyes.
Apenas colgué, me enfrenté a la mirada furiosa de mi novia.
—No me digas que te vas, Benjamín.
—Lo siento, tengo que cubrir un turno en el gimnasio.
Nuestra despedida fue cortante. Desanimado, conduje hacia el gimnasio sin imaginar que me dirigía a un encuentro con la mujer que cambiaría mi vida.
Aysel
¿En qué estaba pensando, Dios mío?
Cuando la chica del gimnasio me dijo que Gabriel me daría una sesión de ejercicios, me imaginé exactamente eso, una sesión de ejercicios. Pero no, la sesión incluía mucho más.
—Evaluación de peso y grasa, además de la realización de un plan de entrenamiento —me informó la secretaria cuando llamé ese día para confirmar mi cita—.
¿Me acababa de decir que tendría que pesarme delante de Gabriel, el único hombre que me había atraído en años, y que él iba a medir mi grasa?
—¿Podría saltarme la evaluación y hacer sólo el plan de ejercicios? — casi imploré.
—Claro que no —respondió en el mismo tono que si le hubiera pedido que me vendiera a su madre—. ¿Cómo va a saber el entrenador qué ejercicios recomendar si no le dejas evaluarte?
Maldita sea. Se acabó mi oportunidad de estar a solas con Gabriel. Prefería comer clavos oxidados que mostrar el peor estado físico de mi vida a mi angelito. Sin nada más que hacer, cancelé la cita y pedí una evaluación con una mujer en su lugar.
A pesar del cambio, estaba nerviosa mientras esperaba al entrenador en la sala de evaluación. El lugar estaba lleno de cintas métricas, pesas y aparatos que supuse eran para medir la grasa. Aunque la caja estaba fría, me acaloré por los nervios y tuve que quitarme la sudadera gigante que llevaba.
De repente se abrió la puerta. Me quedé helada en mi asiento.
—Usted no es una mujer —le solté al recién llegado.
Pues no lo era. Era el guapo moreno que había hablado con Gabriel el día que me apunté al gimnasio. Desde que lo vi aquella vez no me había fijado en él, pero ahora me di cuenta de que era atlético, con un cuerpo tonificado y brazos definidos. No era, ni mucho menos, tan musculoso como Gabriel, ni tan alto, ya que debía de medir algo más de un metro ochenta, pero seguía siendo atractivo de una manera diferente. Aunque sus rasgos eran cincelados y serios, la sensual curvatura de su boca y la intensidad de sus ojos negros hacían de él un hombre al que cualquier mujer se volvería a mirar.
—No, no soy una mujer, soy Benjamín —dijo inexpresivo mientras se sentaba frente a mí. Aysel, ¿verdad?
—Sí —respondí con ganas de salir corriendo. Lo siento, ¿me vas a hacer la evaluación?
Levantó la vista con gravedad, alertado por mi tono incómodo.
—Sí, ¿por qué, hay algún problema?
—En realidad, yo había pedido una entrenadora. Mujer —añadí por si no había quedado claro.
—No había ninguna entrenadora disponible en este momento, lo siento —respondió impasible—, pero ya que estás aquí, no creo que haya problema en que empecemos. ¿Apellido?
Dejé escapar un suspiro resignado. Qué más da. Ya que el calvario había comenzado, más valía que terminara cuanto antes.
—Reyes. Aysel Reyes —respondí de mala gana.
Benjamín tecleó la información en un ordenador. Supuse que estaba creando mi expediente electrónico.
—¿Edad? —preguntó después.
¡Qué impertinencia! Esto se parecía cada vez más a una de esas incómodas visitas al ginecólogo; esas en las que te pregunta si eres sexualmente activa y tú respondes si un polvo de hace tres años cuenta o no.
—Veintinueve —respondí al fin.
El ligero destello de sospecha que noté en su mirada me dio ganas de estrangularlo. Era cierto que aparentaba un poco más de edad, pero treinta como mucho.
—Anotado —dijo—. Por favor, quítese los zapatos para medir su altura y su peso.
Me quité los zapatos con la sensación de ser condenada a la horca y me subí a la máquina. Se acercó y calibró la barra de altura.
—1, 58 centímetros —anotó— y peso....
Dios mío, ¡eran más kilos de los que pensaba! Maldita báscula inútil en mi baño, iba directamente a la basura.
—¿Estamos listos? —pregunté impaciente por terminar. ¿Puedo irme ya?
—Acabamos de empezar; levántate la camiseta, por favor.
—¿Qué?
—Levántate la camiseta para que pueda medir tus perímetros, o puedes quitártela si llevas ropa deportiva.
¡Quítatela! Este tipo está loco. De ninguna manera iba a mostrar mi piel flácida.
—¿Tiene que medirme?
Le vi soltar el aire con lo que sólo podía ser impaciencia.
—Sí, es necesario para evaluar tus futuros progresos, conocer tu índice de grasa corporal y crear una rutina para ti. ¿Quieres perder peso o no?
Claro que sí. Era lo que más deseaba en el mundo después de mis ganas de olvidar a Alan y hacer que Gabriel se fijara en mí (o en su defecto, Chris Evans). Ni hablar, tuve que resignarme.
Avergonzada, me levanté la camiseta y le dejé trabajar. Con la cinta métrica, Benjamín calculó el contorno de mis brazos antes de agarrar la piel de mis bíceps con una especie de pinza que apretaba como un demonio (adipómetro, supe después que se llamaba este instrumento de tortura). Luego me midió los muslos, temblando como la gelatina, y remató el calvario agarrando el gran rollo de mi vientre para medirlo con el maldito calibrador. ¡Qué vergüenza, por el amor de Dios! Aunque sus manos se movieron sobre mí de forma impersonal, no pude sentirme más humillada.
Después de cinco horribles minutos que parecieron más bien horas, Benjamín dejó por fin los instrumentos a un lado, se sentó y me indicó que hiciera lo mismo.
—¿Tienes alguna lesión física, Aysel, o te has operado?
—Me operaron de la rodilla hace dos años, del menisco izquierdo —respondí, aún avergonzada.
—¿No haces deporte porque te duele la rodilla? —dijo mientras anotaba la información en mi expediente. Te lo pregunto porque tu cuerpo no es el de alguien que entrena.
Ja, este tipo es un genio, ¡como si no lo supiera!
—Mi rodilla está bien —respondí molesta—. Hice rehabilitación con un kinesiólogo.
—De todos modos, nos ocuparemos de ello. Para eso tenés que fortalecer los muslos, están flácidos porque no tienen masa corporal.
¿He oído mal o me ha dicho que mis muslos están flácidos?
—Además, tendremos que controlar tu dieta y tu peso —continuó tan tranquilo—. Tu porcentaje de grasa es de 40. Tienes mucha grasa, lo que es peligroso para tu salud. Cualquier porcentaje superior a 30 lo es.
¡Y ahora insinúas que estoy gorda! ¿Quién cree que es ?
—Haremos una rutina que incluya cardio y pesas —dijo—, ¿te parece?
—No, no lo creo —dije enfadada—. Gracias por tu tiempo, pero prefiero terminar la evaluación ahora.
Benjamín frunció el ceño.
—¿Estás enfadada? No creo que haya hecho nada para incomodarte.
—¿Crees que no basta con decir que tengo los muslos flácidos? Además, no tenías que llamarme grasienta para nada.
—Tal vez no debería haberme expresado así, pero sabes que es verdad. Sólo quería ser sincero.
Si intenta darme una disculpa, fue la peor de todas.
—Bueno, encontraré otra forma de solucionarlo, muchas gracias.
—No me ando con rodeos con la gente que entreno, pero te aseguro que mis métodos funcionan. Excelentes resultados.
—No creo que me sientan bien tus métodos.
Benjamin se recostó en su silla y se cruzó de brazos.
—Bueno, como quieras. Supongo que entonces hemos terminado.
Me puse las zapatillas, sintiendo el peso de su mirada furiosa sobre mí y el exasperante tic—tac del reloj en la pared.
—Tampoco tengo tiempo para entrenar —dije para romper el incómodo silencio.
—Supongo.
Idiota. Cogí mi sudadera que estaba abandonada en la silla y me la puse rápidamente para salir de allí cuanto antes.
—Espera, Aysel —dijo de repente Benjamín con una voz llena de asombro. Sus ojos se fijaron en el logotipo de mi empresa bordado en la sudadera. ¿Trabajas en Mentoring?
—Así es, yo soy una de las socias fundadoras.
Estaba tan orgullosa de que mi empresa de consultoría empresarial se hubiera hecho tan conocida.