Capitulo 3

1567 Words
Aysel Miré el enorme reloj de pared del gimnasio sin creer que apenas había pasado cinco minutos pedaleando en la elíptica. ¡Pero si el corazón me latía a mil como si hubiera estado al menos media hora! Seguro que a Einstein se le ocurrió su teoría de la relatividad del tiempo arriba de unos de esos dichosos aparatos. —Si tu estrategia para convencerme de que te asesore es ponerme a pedalear como un hámster, te digo que no está resultando —le solté a Benjamin, parado a mi lado. Increíble que dejara que ese hombre a quien conocía hacía apenas dos días, me torturara de esa forma. Él rió. —¡Qué exagerada! Llevas apenas unos minutos a ritmo suave. ¿Hace cuánto no ejercitabas? —Veamos, si cuento la última vez desde la semana pasada… —fingí pensar—, pues desde hace unos diez años. Su cara de perplejidad me lo dijo todo. —¿En serio? —Sip. La última vez fue en el ramo deportivo obligatorio de la universidad. Como que el deporte no es lo mío. Las clases de educación física siempre fueron un suplicio en el colegio. ¿Recuerdan la típica niña rellenita y medio torpe que nadie quiere en su equipo? ¿La que mira al suelo cohibida mientras todas sus compañeras ya han sido elegidas para jugar? Exacto, esa niña era yo. —Hablas así del deporte porque nunca has entrenado conmigo —dijo Benjamin—, pero yo me encargaré de que lo disfrutes. La atractiva sonrisa que me dedicó me puso alerta de inmediato. Detuve la elíptica y lo miré seria. —Ah, no. Ni pienses que eso va a resultar. Benjamin puso cara de no tener idea a qué me refería. —¿Qué cosa no va a resultar? —Ya sabes… sonreírme así, usar tus encantos conmigo. No señor, no va a resultar. Abrió los ojos como si no se creyera mi respuesta y luego se largó a reír. —¿Creíste que te estaba coqueteando, Aysel? Ja, ja. No, por Dios, nada que ver. ¡Sí que tienes imaginación! Entrecerré los ojos con sospecha. —Bueno, el otro día parecías desesperado porque te ayudara. —Es cierto, pero no usaría un truco tan bajo para convencerte. Además tengo novia; mira… —Sacó su móvil y me mostró una foto donde salía él abrazado a una chica con rostro de portada de revista. —¿Es modelo? —pregunté avergonzada por haberme pasado películas. —No, es enfermera, aunque Mónica sí modeló mientras estudiaba — Guardó el móvil—. De todos modos, sé que no serviría de nada usar “mis encantos” contigo como dices, porque al parecer te van más los rubios que los morenos… y tal vez algún rubio en especial, ¿no es cierto, Aysel? — agregó con una sonrisa que lo insinuaba todo. Le lancé una mirada asesina. —Sí que eres confianzudo, ¿no? —Es bueno que haya confianza entre nosotros —respondió tranquilo mientras me tendía una botella de agua—. Después de todo vamos a trabajar juntos. —Yo no he dicho aún que vaya a trabajar contigo. —Pero te voy a convencer, soy optimista. —De acuerdo, inténtalo —lo desafié haciéndome la difícil, aunque en realidad ya estaba medio convencida. Mi impresión de Benjamin había mejorado en esta segunda ocasión. En los veinte minutos que llevábamos trabajando juntos él no había sido otra cosa más que amable y divertido. Abandonamos la elíptica y él me guió en una rutina de pesas, máquinas, abdominales e intervalos de alta intensidad. Tuve que saltar, correr y agacharme rápidamente en un minuto, los sesenta segundos más largos de toda mi vida. Cuando no había transcurrido ni la mitad del entrenamiento, ya estaba hecha una sopa y al límite de mis fuerzas. —Benjamin, me estás sobreestimando —mascullé al tratar sin éxito de bajar una barra para ejercitar los bíceps—. ¿Acaso parezco la hermana perdida de Hércules? Es imposible bajar esto. Él le quitó un poco de carga a la máquina, se paró frente a mí y cubrió mis manos con las suyas para dirigir el movimiento. Pese a que no era en ningún caso un toque sensual, de todos modos di un respingo a su contacto. Se sentía raro que Benjamin me tocara, en realidad que cualquier hombre me tocara. El último que lo había hecho era Voldemort y de eso ya habían pasado cuatro años. —Baja la barra sin mover los codos —me ordenó Benjamin—. Hazlo así para que solo trabaje el bíceps y lento para que no te lesiones. Me obligué a no prestar atención al extraño calor que había surgido en mí y me concentré en realizar la rutina de ejercicios que terminó con diez minutos más de elíptica (deberían haber sido veinte, pero no aguanté). Al terminar, nos fuimos a la zona de colchonetas. Me desparramé sobre una de ellas toda roja y sudorosa. —¿Cómo te sientes? —me preguntó Benjamin. —Como si hubiera corrido una maratón y después subido al Everest. —Los primeros días son así, pero después el cuerpo se acostumbra —Se hincó frente a mí—. Acuéstate, ya estamos terminando. Obedecí y cerré los ojos. Estaba disfrutando de la frescura de la colchoneta contra mi espalda, cuando sentí las manos de Benjamin cogiendo mi pie con suavidad. A continuación se puso entre mis piernas y llevó mi tobillo a su hombro. —¡¿Qué haces?! —pregunté alarmada y cohibida por lo íntimo de la posición. —Te ayudo a elongar. Relaja la pierna; yo iré subiendo y tú me avisas cuando no puedas más. —¿Y tiene que ser así? —¿Qué tiene de malo esta forma? —me respondió con cara inocente. Más avergonzada me sentí. El muy canalla me iba a obligar a decirlo. —Tú, mírate… ya sabes, la posición. —Detén tus fantasías calenturientas; te aseguro que no hay nada sensual al tocarte. Las palabras de Benjamin me hicieron sentir la típica amiga gordita y simpática en la que los hombres nunca se fijaban, o sea, la sensación que había tenido toda la vida. —Vaya, muchas gracias —refunfuñé. —No lo decía como algo personal, Aysel. ¿Acaso quedaría bien que un doctor se excitara al auscultar a un paciente? ¿Cierto que no? Pues esto es lo mismo. —Vale, tienes razón, lo siento. —Mira, si te sientes incómoda, elongamos de otra manera, ¿te parece? —No, adelante. Seguro sabes lo que haces. A él debió gustarle mi respuesta, porque me sonrió. Sí que es guapo, pensé. Con razón tenía una novia tan hermosa. Benjamin me ayudó a estirar las piernas, los brazos y la espalda. Al principio estaba turbada y tensa, pero de a poco me fui acostumbrando a su toque. Aunque me acomodó el cuerpo en posturas más bien sencillas, para mí que tenía nula elongación, se sentía como un precalentamiento del Kamasutra. Al fin me soltó y se sentó frente a mí en la colchoneta. —Bueno, eso fue todo por hoy, ¿qué te pareció la clase? No fue tan terrible, ¿verdad? —¿Bromeas? En cualquier momento me desmayaba. —Ya estás exagerando otra vez. Ni te atrevas a negar que lo pasaste bien. Era cierto; se me pasó el tiempo volando, lo que era toda una sorpresa porque físicamente había sido difícil. Raro, rarísimo. —Estuvo bien —respondí sin ganas de analizarlo—. La rutina me gustó excepto la elíptica. —La elíptica la podemos reemplazar por otra actividad como spinning, baile, natación. O si lo prefieres, puedes correr en el parque; lo importante es que hagas al menos treinta minutos de cardio porque es entonces cuando quemas grasas. —¿Puedo reemplazar también las máquinas? —No si quieres adelgazar y perder grasa. El trabajo con pesas te permite ganar masa muscular. Como el músculo necesita más energía para mantenerse, tu cuerpo quema más calorías. Había tomado la decisión de no volver a lucir nunca más como embarazada (a menos que lo estuviera, claro), por lo que me resigné a las pesas. Benjamin me miró expectante. —Espero que ahora que sabes que trabajamos bien juntos, consideres ayudarme —dijo. No tenía ni que considerarlo. Benjamin me caía bien, tenía energía y ganas de aprender. Era justo el tipo de emprendedor con el que me gustaba trabajar. —De acuerdo —dije—. Te ayudaré. Sonrió como si le hubiera tocado la lotería. Me dio un poco de pena verlo así porque supuse que el pobre debía estar bastante preocupado. —¡Gracias, Aysel! Estoy tan contento que te abrazaría. —Ni lo sueñes, estoy hecha un asco. Voy a irme directo a la ducha. —No te vayas todavía, mira quién está ahí… ¡Eh, Gabriel! —lo llamó. Mi corazón dio un salto cuando vi a mi angelito al otro extremo del gimnasio; sin embargo, al darme cuenta de que venía hacia nosotros, la alegría se transformó en nerviosismo. —¿Para qué lo llamaste, Benjamin? —mascullé tratando de mantener mi rostro sereno. —Un pequeño sacrificio de mi parte. Considéralo mi forma de darte las gracias —Me guiñó un ojo.
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