Comienza a doblar sus labios hacia arriba, y los hoyuelos caen en sus mejillas pellizcadas.
—Tú... Dios, Holte, me frustras hasta el maldito final, no tienes ni idea de lo agravante que eres. Ya es bastante difícil acostumbrarse a un nuevo ayudante, sobre todo cuando no se queda mucho tiempo aquí. ¡Pero es aún más difícil cuando eres tú! Eres muy testarudo, y tan malditamente testarudo. ¿Pero sabes qué? Me gusta. Me gusta que te defiendas, incluso a mí. Me gusta que tengas las pelotas para hacerlo, aún más. No me gusta la actitud, pero es bueno que no dejes que te machaque como todos los malditos asistentes que he tenido. O son tímidos y se arreglan con el menor contacto posible conmigo, o son demasiado sensibles y se rinden... Me gustas, Holte. No voy a despedirte, pero vas a tener que cuidar la actitud todavía. Me gustas bastante. Tienes potencial, sabes.
—¿Estás bromeando conmigo ahora mismo? —Casi me río, mis labios se separan en una sonrisa vacilante. Mi mirada cambia casi por completo, pero él sigue igual. Unos labios sonrientes que encierran tanto pensamiento y poder justo dentro de esas dos líneas.
Un par de labios que me hacen sentir muchas cosas.
—No, estoy siendo bastante serio, en realidad. Me gusta que te defiendas, Holte, pero no quiero más de esa actitud basura, ¿entiendes? No es divertido para los dos.
—Sí, lo entiendo —respondo, asintiendo.
—Creo que yo también te debo una disculpa —murmura mientras me miro las manos húmedas, después de haber estado girando la banda alrededor de mi dedo índice durante los últimos minutos. Mi cabeza casi se levanta demasiado rápido cuando escucho lo que dice. No sé qué decir. Está el querer dejarle continuar, y un extraño sentimiento que me hace querer decirle que no es necesario—. Siento no haberte creído esta mañana cuando te dije que habías mentido sobre lo del café. Fue mi culpa, y no debí haberme apresurado a acusarte de mentir. Lo siento, Holte.
—Gracias, señor Steele —respondo en voz baja, con la voz entrecortada por la inquietud de la situación y las palabras que acaban de salir de su boca.
—De nada, amor.
Le ofrezco una pequeña sonrisa porque no sé qué coño decir. Y mucho menos cómo podría decir algo con todos los sentimientos y pensamientos que corren por mi cabeza.
—Voy a..—. empiezo a decir, y más bien a tropezar, pero el fuerte tono de la marimba me corta. Después de un segundo me doy cuenta de que es el mío, al no haber puesto el teléfono en mi escritorio cuando volví. Mierda—. Oh Dios, lo siento. Lo siento mucho.
—No, está bien. De todos modos, estás bien para el día, así que adelante, tómalo —dice, despistándome con todo ese rollo. No es propio de él, en absoluto. Está haciendo un buen trabajo para asustarme.
—Gracias, me llevaré esto fuera.
—Sí —murmura, y siento que su mirada me sigue mientras me escabullo fuera de la habitación y en el pasillo.
—¿Hola?
—Hola, cariño. Es tu madre.
—Lo sé, lo vi en el identificador de llamadas cuando llamaste —respondo, echando el pelo hacia atrás, detrás de la oreja, mientras mis pies avanzan por el pasillo. Mis brazos se extienden sobre el pequeño balcón al fondo del pasillo, con vistas a la parte superior de Londres fuera de la enorme ventana. Una parte de mí quiere disculparse por mi maldad, pero cuando lo pienso, ella nunca lo hizo. No, no cuando dijo que no podía hacer un recital mío, o cuando dijo algo improcedente sobre mi padre.
—Lo siento, Becky —responde, y yo espero más. Sé que hay más, y me temo lo que es, incluso con mi indicio de sospecha—. Sólo quería alcanzarte antes de hacer el viaje a casa.
—¿Cómo está?
—Los dos hemos estado mejor —bromea, y yo sacudo la cabeza ante sus palabras. Siempre es ella la que lo hace todo sobre sí misma cuando, para empezar, nunca lo fue. Mis ojos se entrecierran cuando vuelvo a tener esa extraña sensación de que se me erizan los pelos de la nuca, y eso me hace girarme. Cuando lo hago, no hay nada. Se oye el débil sonido de los teléfonos que suenan y alguna que otra voz, pero todo está muy lejos. Mis ojos se desvían hacia la puerta esmerilada del señor Steele, pero está cerrada. Dios, ha sido un día de lo más extraño, y me temo que está a punto de empeorar con esta llamada telefónica.
—¿Estaba tu novio contigo hoy, o tenía que trabajar otra vez?
—No, Kevin ha podido tomarse la tarde libre, así que hoy ha estado conmigo —responde, poniendo énfasis en el nombre de su nuevo novio. Como si pudiera seguir la pista de todos sus nombres, ya que ella tiene uno nuevo cada poco mes. Ni siquiera he conocido a éste, ni pienso hacerlo.
—Está bien —digo, tragando saliva. Es como si hoy me hubieran robado todas las palabras.
—Yo también. Se está despidiendo, así que pensé en llamarte rápidamente para ver cómo te fue el día. Siento que no haya sido bueno, cariño. ¿Tu jefe te sigue haciendo pasar un mal rato?
—Sí —suspiro, inclinándome hacia delante con los brazos apoyados en la barandilla mientras el sol se pone sobre el precioso horizonte de la ciudad. El Big Ben en la esquina, y el London Eye no muy lejos de él. Distraerme con las vistas de la ciudad hace un trabajo peor del que quería para librarme de mis espantosos pensamientos. Por favor, deja de intentar entablar una conversación trivial y de preguntarme cómo estoy. Perdiste ese derecho hace mucho tiempo.
—¿Has hablado con él como te sugerí? Podría ayudar.
—Sí, está bien, no te preocupes.
—Me seguiré preocupando, no importa si dices eso, conejito —responde, y ahí está. Siento que mis entrañas se mueven ante ese nombre.
—Estoy bien... estoy más preocupado por él.
—No puedes pedir un día libre, cariño —dice mi madre, y debería haber sabido que iba a venir, pero nada de esto tiene sentido. Ni un poco.
—Mamá, ya he dicho que no puedo. Sabes que lo haría si pudiera. Acabo de empezar aquí, y estoy en un periodo de prueba durante un tiempo, como en cualquier trabajo. Todavía no tengo días de vacaciones, y necesito el dinero para, bueno, todo.
—¿Sabes lo egoísta que estás siendo ahora mismo? ¡Se está muriendo, Rebecca!
—¿Y crees que no lo sé? Odio absolutamente estar a dos horas de distancia y no poder estar allí, ¡pero ya tengo suficiente mierda con mi jefe, mamá! Me odia a muerte, y nada de lo que hago hace mella en que me quiera. Así que pedirle tiempo libre cuando acabo de empezar aquí no va a suceder, y no va a ayudar a su primera impresión de mí —exclamo, subiendo el volumen, pero no me importa. Apenas hay cinco despachos a mi alrededor, y la mitad de la gente está fuera por el día en el juzgado o lo más probable es que ya se haya ido. Entonces, ¿qué sentido tiene?
—¡Rebecca Holte, esa no es forma de hablarle a tu madre, jovencita!