Capítulo 16

1234 Words
—Ah, ¿y crees que está bien ponerme en una situación de culpabilidad sólo porque eres mi madre? —grito, retorciéndome una mano en el pelo mientras los sentimientos me suben a la garganta. Las lágrimas inundan mis ojos rápidamente y me nublan la vista, los naranjas, rosas y amarillos del cielo se funden frente a ellos. —¡Será mejor que cuides tu boca cuando me hables, Rebecca! Tienes la puta boca de tu padre. Todo lo de hoy. Las palabras que me han escupido. Los insultos. Los que fueron nivelados y cubiertos con una fina capa de disculpa por él. Ahora, está la de ella. Las miles de palabras que odio leer y escribir. Toda la falsa alegría. El maldito tráfico. Todo lo que se sienta sobre mis hombros me tira hacia abajo. Mi cabeza cae y va a parar a mis brazos cruzados mientras lágrimas calientes caen por mis mejillas, otras nuevas escuecen en mis ojos. —Sí, bueno, ¡al menos papá nunca me ha puesto en una situación de culpabilidad como los cientos que tienes! Me lo dijo, ya sabes. Me dijo que quería ir a verlo por última vez, pero que tú no le dejaste. ¡También es su familia, sabes! ¿Y me llamas egoísta? —Le respondo con un mordisco, con la voz quebrada, ahogada por las lágrimas que cubren mis mejillas. —Siempre has estado de su lado, sin importar la edad. No puedo... —¿Por qué siempre se habla de él? Siempre tienes que hablar de él y de cómo hizo esto y aquello. Dios, mamá, han pasado once años, ¡supéralo ya! —Un trago, uno especialmente duro—. He terminado de hablar de esto contigo, estoy en el trabajo ahora mismo. En realidad, tengo un trabajo que hacer, mamá. Uno que dijiste lo feliz que estás por mí de conseguir, y lo mucho que querías que consiguiera. Tal vez deberías recordar eso, mamá, y dejar de ser tan hipócrita. Y por Dios, por favor, deja de llamarme al trabajo, o me van a despedir y no estoy bromeando. Mi jefe ya la tiene tomada conmigo, no necesito darle más munición. No te molestes en decirle a nadie que te saludo. Con eso, me quito el teléfono de la oreja y aprieto —fin. Los mocos abandonan mi nariz y los sollozos se atascan en mi garganta mientras me limpio las lágrimas de la pantalla. Mi pecho se eleva con una respiración fallida, sólo para disolverse en un hipo—. A la mierda el día de hoy —murmuro para mí misma, con la voz entrecortada y débil. Sólo quiero ir a casa y meterme en mi cama o darme una ducha de una hora. Parpadeo un par de veces rápidamente y mi visión se aclara. Ante ella, los imponentes edificios de Londres se me presentan un poco más nítidos. Las lágrimas me presionan en la parte posterior de los ojos, pero me las limpio esperando que mi maquillaje no esté demasiado estropeado. Haciendo lo mejor que puedo con la función de cámara de mi teléfono y mis pulgares, arreglo la pérdida de rímel. Respirando hondo lo mejor que puedo, me quedo allí unos instantes más antes de meterme el teléfono en el bolsillo -gracias a Dios por los vestidos con bolsillos- y dar media vuelta. Todas las cosas me golpean a la vez. Como si mis sentidos se inundaran de nueva información, una que no me gusta. Un poco. Está de pie, a unos tres metros de distancia, con los ojos grandes y las cejas juntas. Se me corta la respiración y las lágrimas luchan por volver. Tienes que estar bromeando. —¿Cuánto tiempo llevas ahí parado? —grazno, y los papeles en sus manos hacen ruido al moverse. Además de eso, es el silencio. —Bien, ¿entonces cuánto has oído? — Sus finos labios de chicle se separan, y cuando mis ojos se vuelven borrosos, lo sé. No puedo hacerlo. —¡Becky! —exclama cuando paso corriendo junto a él, con los labios temblando. Los ojos me escuecen y el rímel probablemente se ha jodido, otra vez. —¡¿Qué?! Dios, ¿por qué no me dejas en paz? —exclamo, mi voz se rinde ante la palabra. Mientras me detengo para dar la vuelta. Sus labios se vuelven a juntar, pero la mirada extraña permanece. La preocupación. La preocupación. No, no, no hay que hacer esto de repente. —¿Por qué? Me tratas como una mierda un día, y al siguiente eres como una persona diferente preguntándome qué te pasa y todas esas cosas que no son propias de ti. Luego, vuelves a ser un idiota, y es tan jodidamente confuso. Lo odio. —Sollozo, moqueando e hipando y cerrando los ojos antes de darme la vuelta con los brazos apretados a mi alrededor. —Becky, por favor. Sólo quiero ayudar. —No puedes, ¿vale? Sólo eres mi jefe. No se supone que te importe, ni que intentes ayudar —respondo, con los pies plantados dándole la espalda. Quiero vagabundear. Quiero correr. No sé qué más. Otra cosa me viene a la cabeza por un breve momento, pero no me entretengo con la idea antes de expulsarla. Creo que tal vez quiera abrazarlo porque, con esos brazos, parece que daría uno bastante bueno. —Bueno, no puedo si sigues alejándome así. —No tienes sentido, ¿no lo entiendes? —volviéndose, el verde de sus ojos es suave hasta que miran hacia otro lado. Rápidamente, la culpa se instala, porque realmente no puedo hacer una maldita cosa bien—. Ni siquiera te conozco, ¿vale? Eres mi jefe, se supone que no debo conocerte, ni ser tu amigo. Eres un gilipollas conmigo, y lo aguanto. No eres amable conmigo, y así es como es. Es como se supone que debe ser, ¿de acuerdo? Sé que lo que digo no tiene sentido. Las palabras salen en forma de sollozos húmedos y mi garganta está cada vez más seca y desgarrada. Apenas puede mirarme, pero yo tampoco puedo mirarle a él. —Por favor, déjame en paz. Eso es lo que quiero, ¿de acuerdo? Quiero que te detengas. No quiero más preguntas ni ninguna de esas tonterías de cuidado. Sólo déjame en paz. Por favor, olvida que esto ha pasado, y lo que sea que hayas oído. Su manzana de Adán se balancea en su garganta y hace un leve movimiento de cabeza. Lo tomo y me voy. Pasando junto a él y limpiándome las mejillas, cojo mis cosas del escritorio con la cabeza baja. Casi me olvido de fichar, pero una vez que lo hago, es el ascensor y a casa. Nada más. Con James Blunt sonando a todo volumen en el coche, un sollozo me golpea una vez que me pongo al volante. Se mantiene durante todo el trayecto a casa, incluso cuando me meto en la cama después de quitarme la ropa de trabajo. Me pongo una camiseta de gran tamaño, me acuesto en las mantas y me escondo bajo ellas mientras el rímel se me corre por la cara, si es que me queda algo. Con cada sollozo, me resulta más difícil lidiar con la culpa de haberlo alejado. Con él, llega la enloquecedora curiosidad por saber qué habría pasado si le hubiera dejado entrar.
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