Una bruja es maligna, ya sea una mujer joven, una niña pequeña, una anciana o un bebe de brazos, es un ser demoniaco que le ha vendido su alma al dios de las tinieblas y es el derecho divino de todo cazador de brujas, encontrarnos, torturarnos y asesinarnos.
– No puedo creer que de verdad se atrevieron a seguirnos, son más idiotas de lo que parecen – dijo Lucero, la invocadora de mi aquelarre aquel día de invierno.
Sí tengo que ubicar un momento en el que dio inicio mi tragedia, sería esa mañana de invierno, antes de llegar a Gladys y mirando los cuerpos de los cazadores de brujas que salieron a perseguirnos.
Por años los cazadores juraron ser emisarios de los dioses y nos acusaron de ser amantes del dios de las tinieblas, pero éramos nosotras, las brujas, quienes nos parábamos sobre la nieve con ropa holgada, libres de la ira de los dioses, y ellos, quienes morían congelados.
Porque la verdad era diferente a como la contaban.
Mi madre me dijo una vez cuando era pequeña que fueron los dioses de Verium quienes nos entregaron este poder, en una noche, ella y todas las parteras del pueblo despertaron con el susurro de sus nombres y acudieron a una reunión secreta, en ese lugar una diosa les entregó el primer grimorio, la clave de nuestro poder y el origen de todo, según ella, éramos nosotras quienes vivíamos de acuerdo a los designios de los dioses, quienes gozaban de la protección de los elementales y para enfrentarnos, los cazadores hicieron un pacto con los demonios del inframundo.
Nuestra guerra fue un desacuerdo eterno por demostrar quién representaba a los dioses y quién a los demonios.
¡Cómo si alguno de ellos supiera de nuestra existencia!
Un elemental con forma de lobo blanco se acercó a nosotras y Lucero se agachó para escucharlo – la encontró, es hacia el norte.
Las invocadoras se comunicaban con los elementales, mensajeros de los dioses con forma de bestias y también podían usar su poder. Ellos nos guiaron por la nieve, nos protegieron del frío y nos llevaron a ese viejo letrero que decía: ¡Bienvenidos a Gladys!
Pocos lugares eran tan tenebrosos.
La tragedia de Gladys comienza con el castillo en lo alto de la montaña, o ¡el castillo embrujado!, como solían llamarlo porque nadie que haya habitado ese lugar ha tenido un buen final.
Años atrás fue el hogar de la familia Linwood, un día los habitantes del pueblo de Gladys vieron humo saliendo del castillo, subieron la montaña e hicieron un macabro hallazgo, toda la familia Linwood estaba muerta, los hombres fueron arrojados al pozo y las mujeres se asfixiaron con el humo dentro del castillo, nadie sobrevivió, cada persona de la familia Linwood, hombres, mujeres, ancianos, infantes, sirvientes y amigos que visitaban la mansión, todos estaban muertos.
En los años siguientes Gladys vivió una buena fortuna, las casas se convirtieron en edificios, los mercados crecieron y una nueva familia se mudó al castillo sobre la montaña, pero entonces, algo pasó, la tragedia se repitió y cada habitante del pueblo de Gladys, desapareció.
– No me gusta este lugar – dije cuando vi el letrero moviéndose con el viento y Lucero señaló a su lobo para que entrara a buscar a Rubia, mi sobrina, la pequeña de entonces ocho años era muy rebelde y curiosa, se escondía en el bosque y desaparecía constantemente.
Caminamos entre casas abandonadas hasta que Jonás, el lobo de Lucero se detuvo frente a una cabaña, nos acercamos lentamente y escuchamos su voz.
– Ya vienen, está bien, no tienes que esconderte, no te harán daño.
Supe que era la voz de Rubia y al instante, Jonás empujó la puerta y mostró sus colmillos, Rubia se levantó del suelo cubriendo a la otra persona que se acurrucaba en una esquina de la habitación.
– Rubia, apártate – le ordenó Lucero.
Y como siempre, mi sobrina fue desobediente – lo haré cuando tu elemental se vaya.
Jonás siguió gruñendo, mirando con rabia a la persona escondida, fue la primera vez que lo vi comportarse de esa forma.
– Está sucia, apártate de ella – dijo Lucero.
– No lo está – alzó la voz Rubia.
– Mocosa, ¡cruzamos todo el valle para buscarte!, ¡así es como lo agradeces!
Viendo que la discusión iba a seguir, la detuve – tía, dile a Jonás que se vaya, hablaré con ella.
Lucero refunfuñó, llamó a su elemental y azotó la puerta, Rubia se mostró más tranquila, como si la amenaza se hubiera ido y actúo así, porque yo nunca fui peligrosa, fuerte o autoritaria, Lucero era nuestra invocadora, Sasha la curandera, Miranda la nigromante y yo, Evangelina, era la aprendiz, la bruja que salía en las noches de luna llena a recolectar hierbas, nunca le habría alzado la mano a mi sobrina.
Tampoco a su amiga.
– Hola – saludé y la miré.
Pequeña y tan delgada que podía ver sus huesos marcándose en su piel, el rostro sucio, manchas en las manos, huellas de una vida dura y en sus brazos, un libro cuidadosamente envuelto en papel amarillo. Con tan solo ver ese libro me sentí ansiosa, inquieta y mareada. Una sola vez miré la portada, tenía una flor simétrica con pétalos y símbolos ocultos que asemejaban los ojos de una criatura que me miraba escondida detrás de aquella flor.
– Ha estado viviendo en este pueblo fantasma ella sola, tía, creo que…, se parece a mí – dijo Rubia.
El nombre de mi hermana mayor era Griselda, una joven sonriente y aguerrida, nadie la vencía en las cartas y a menudo dejaba nuestro aquelarre para, “vivir aventuras”
Un día, Griselda salió, me susurró que no le dijera a mamá y a la mañana siguiente, no volvió, buscamos por todo el bosque, esperamos en vano y Miranda se fue dejándome a mí a cargo del aquelarre.
Seis meses después las dos volvieron, la expresión en el rostro de Miranda fue una que yo jamás había visto y mi hermana que solía sonreír, no volvió a ser la misma, permanecía en su habitación, encerrada, temblando ante el más mínimo toque, gritaba por las noches y le atemorizaba el fuego de la chimenea.
Muchas veces le pregunté a mamá qué le había pasado y ella me respondía con una sola palabra, “Zumbido”, el monstruo cazador que tomaba víctimas inocentes durante el invierno y las dejaba consumirse hasta la primavera, ese hombre nos arrebató a mi hermana y cinco años después, ella murió dejándonos a su hija.
Rubia sentía afinidad por las víctimas de su padre, volví a mirar a la joven y observé sus ojos, había tanta determinación en ellos que me estremecí – mi nombre es Evangelina, puedes llamarme Eva, ¿cuál es tu nombre?
Ella dudó un momento antes de responderme – Josephine.
– Josephine, ¿tienes hambre? – traté de sonar amable ante una niña a la que juzgué más joven sin saber que era más vieja que yo – tengo un poco de pan, lo dejaré aquí y me iré con mi sobrina, hay más comida en mi aquelarre y el invierno no te tocará sí nos acompañas – me levanté – estaremos afuera veinte minutos, piénsalo y decide sí quieres ir con nosotras o quedarte en este frío lugar a esperar la llegada de la noche.
Cuando el sol se apartaba, el invierno se volvía congelante y todo aquel que no tenía un refugio, moría. Tomé la mano de Rubia, dejamos la cabaña y esperamos.
Veinte minutos después Josephine salió de la cabaña cubierta por una manta, Lucero frunció los labios y le entregó un cuervo que se posó sobre su hombro para acompañarla. Rubia estaba feliz y yo, tontamente, pensé que había hecho algo bueno.
Sasha era nuestra curandera, pero desde que me pasó su grimorio se dedicó a aprender nigromancia. Ella miró a Josephine de pies a cabeza, acarició su cabello y olfateó su ropa – no me gusta como huele, no la acepto.
A Lucero tampoco le agradaba Josephine y Rubia era muy joven para que su voto valiera, pero al final, la única opinión que importaba era la de Miranda. La primera bruja, la mujer que recibió su grimorio de manos de una diosa, la misma que se enfrentó a hordas de demonios y conoció a una calamidad, si ella la aceptaba o la expulsaba, nadie se opondría.
Rubia se puso nerviosa – ya anocheció, morirá sí dejamos que se vaya.
– No es tu turno para hablar – le dijo Sasha con los brazos cruzados y todas guardamos silencio.
Miranda observó las manos de Josephine – lo que ocultas en tus brazos, ¿es el grimorio de tu aquelarre?
Josephine asintió – perteneció a mi madre y ahora es mío.
Miranda nunca lo dijo en voz alta, pero todas sabíamos cuán importantes eran los valores familiares para ella, nunca abandonaría a una niña que se aferraba con tanta fuerza al legado de su madre, y así fue, desde ese día Josephine se convirtió en una más de nosotras.
Mi vida en el aquelarre fue tranquila, vivía obsesionada con mis pociones y Lucero se burlaba de mí porque era la única que no bajaba la montaña.
Algunas brujas elegían las noches de luna llena para dejar sus aquelarres, embrujar hombres, llevarlos a la parte oscura del bosque y desecharlos a la mañana siguiente.
Lucero lo hacía sin falta todos los meses, yo jamás tuve interés.
Recuerdo que me decía, “no sabes lo que te pierdes, buscaré un buen espécimen para ti si vienes conmigo el mes entrante”, y yo desviaba la vista.
Conocer a un hombre, dormir con él y dejarlo al amanecer, la sola idea me pareció incorrecta y pensé muchas veces, si llegaba a entrelazar mi cuerpo con un hombre, ¿podría dejarlo?, estar con alguien sin involucrar sentimientos, ¡era tan fácil!
Tiempo después, en el otoño de mis treinta y tres años hubo una tormenta que me alejó del aquelarre, eran tiempos tumultuosos, los cazadores nos pisaban los talones y Roni, el cuervo que siempre me seguía me mostró el camino hacia una cabaña.
Abrí la puerta y caí sobre el suelo, los elementales nos protegían tanto como era posible, pero solo las invocadoras podían usar su poder abiertamente, yo era una curandera y estaba empapada de pies a cabeza, busqué leña en la esquina de la habitación, la lancé a la chimenea y llamé a Roni para que encendiera el fuego, fue después de eso, cuando la luz se filtró por cada rincón, que pude ver al hombre tendido sobre el suelo.
Al principio me asusté, no sabía si estaba vivo o muerto y por la vestimenta y el lugar, di por hecho que era un cazador, luego sentí su aliento y supe que estaba vivo.
¡Qué podía hacer!
¿Irme y dejarlo ahí?, no tenía pruebas de su identidad como cazador y acusarlo sin evidencia no me haría diferente de esos hombres que asesinaban mujeres por ser demasiado hermosas, tampoco quería hacerle daño, así que giré su cuerpo, lo sostuve de los hombros y lo arrastré por el suelo para acercarlo a la chimenea.
El cabello rubio brillaba con el destello de la luz y su pecho subía y bajaba muy lentamente, metí las manos a su saco y encontré un sobre grueso en el que se leía: marqués Benedict Seldwyn, dentro hallé dos aretes de diamante, los miré hipnotizada por su brillo y él despertó.
Al verme con sus pertenencias en las manos, pensó que yo era una ladrona, se levantó, se lanzó sobre mí y empujó mi cuerpo hacia el piso, escuché el sonido de los aretes al caer y su voz profunda – ¿quién eres? – al tiempo que miraba aquellos ojos tan azules como el océano.
Debí seguir la tradición, bajar la montaña, caminar por el bosque, cogerme a cualquier maldito imbécil que se cruzara en mi camino y debí hacerlo cientos y miles de veces.
De ser así, jamás me habría enamorado de ese hombre.