El príncipe Jonás era un hombre apuesto, inteligente, centrado, hábil y un ejemplo a seguir. Según la señora Stephen.
Con el paso de los meses Silvana recibió el primer retrato del príncipe heredero, con una apariencia destacable, sin embargo, ya había sido testigo de los “detalles” que los retratistas agregaban a sus obras a petición de las familias nobles y escogió no creer en esa imagen pulcra y varonil.
– El príncipe volvió a ausentarse – leyó la señora Stephen – la emperatriz organizó un banquete importante con la delegación de Kalan, y él volvió a escapar, entiendes el problema.
Lo hacía, el príncipe heredero tenía un severo problema de desobediencia y rebeldía que no iba a desaparecer dándole una nueva prometida. Porque el príncipe Jonás Audrey, terminó su anterior compromiso durante el aniversario de bodas de sus padres, delante de todos.
– ¿Quién es ella? – preguntó mientras miraba por la ventana.
– Sofía Renoir – respondió la señora Stephen – mi señora la envía.
La emperatriz le dio las amistades que necesitaba y debía tener antes de su viaje y una tras otra, desfilaron durante su primer año en el monasterio.
Durante el segundo año una mujer nueva llegó a su pequeño círculo para ondular su cabello atendiendo una nueva moda que surgió en el extranjero y por la cual el príncipe se sintió atraído.
Silvana se despidió de su cabello lacio.
Tres meses más tarde un comentario del príncipe sobre los cítricos hizo que todos los perfumes de Silvana fueran lanzados a la basura y en su lugar, se acostumbró a oler como una mandarina.
Por tres largos años la vida que llevó, no fue la suya, sino la de alguien más.
Y una tarde veraniega el carruaje de la emperatriz se desvió debido a los daños en la carretera por deslaves y se detuvieron frente a un monasterio. Los monjes fueron amables y hospitalarios con sus invitados, compartiéndoles el pan, los granos y las verduras que conformaban su dieta, y disculpándose por no ser capaces de ofrecer un banquete digno.
La emperatriz se mostró muy complacida y entre todas las personas que habitaban el monasterio conoció a una hermosa y devota joven que cada mañana, religiosamente, iba a la capilla a rezar, ella era Silvana Santes, la hija más joven del duque Santes a quien la misma emperatriz investigó años atrás, y al verla, notó lo mucho que había cambiado.
Como una señal divina que fue guiada por la casualidad la emperatriz encontró a la pareja perfecta para su hijo y terminada la ridícula escena, Silvana preparó su equipaje y subió al carruaje que la llevaría al palacio imperial.
– Ten más cuidado – reclamó la señora Stephen y miró a Denis – se asemeja más a un bárbaro que a un hombre – se quejó en voz alta – no sé por qué lo trajiste contigo.
– Es eficiente – respondió Silvana.
– Yo creo que es un bárbaro – pensó la señora Stephen en voz alta – tomará cuatro días llegar al palacio, la primera noche nos quedaremos en una posada, la segunda acamparemos, son nuestros últimos días para prepararnos.
Silvana tenía diecisiete años, era más alta, con el cabello ondulado y una mirada aguda que no dejaba espacio para su versión del pasado. La niña inocente que se escondió bajo el escritorio de su padre ya no estaba ahí.
– Repasemos, serás presentada ante el príncipe heredero en cuanto lleguemos, después irás al palacio de la emperatriz, desde ahí tendrás muchas oportunidades de encontrarte con su alteza, tienes que ocupar muy bien tu tiempo.
– Sí – porque el príncipe heredero rechazaba todo lo que venía de su madre, desde una fruta hasta una prometida.
El aire que venía de la ventana se volvió frío y al caer la noche el carruaje se detuvo en una posada, era la primera vez en mucho tiempo que Silvana veía un escenario diferente al monasterio con personas reales que bebían hasta caerse y un aire viciado.
Un niño fue empujado desde la puerta de un bar hacia el suelo – no vuelvas por aquí – le gritó la dueña y escupió.
La señora Stephen ajustó su abrigo mirando al chico con desdén y caminó hacia el portón de una posada limpia, con seguridad y una barda alta que la separaba del resto de los locales insanos de la calle.
Silvana se mantuvo detrás para entrar a la posada y restarle una noche más a su vida.
No podía dormir.
El ruido que venía de la calle, la música, las peleas, todo aquello que se escuchaba era tan real y luego, ella, dentro de una habitación con paredes gruesas para que nadie pudiera verla.
La segunda noche fue más larga y al llegar el cuarto día Silvana miró por la ventana.
Si gritaba, nadie la escucharía.
El carruaje se detuvo al llegar al palacio y un caballero abrió la puerta, la señora Stephen bajó pesadamente – vamos, de prisa – llamó a Silvana. Tuvieron un retraso inesperado y llegaron al palacio después de la hora marcada – la emperatriz valora la puntualidad, tenemos menos de una hora para arreglarte y dejarte lista.
– Entiendo – respondió Silvana y apenas abrieron la puerta de la habitación, ella se quitó el sombrero y las cintas del cabello, luego tiró de los broches de su vestido.
La tina estaba lista, para apresurar el tiempo Silvana tomó los jabones y ayudó a las doncellas, lavó su rostro tallando con fuerza y miró a la señora Stephen llegar con un gran vestido azul y una blusa blanca.
– El peinado será sencillo, no tenemos mucho tiempo.
Silvana salió del baño y se probó la ropa, desde la blusa blanca con mangas de varias capas, el talle y el vestido con el que se presentaría hasta el tocado con hojas azules y la gargantilla de encaje blanco.
Era sofocante.
– Estamos listas.
Silvana levantó la falda de su vestido y caminó apresuradamente por el pasillo.
El momento había llegado, ya no había marcha atrás, no más días en el monasterio, ni instrucciones precisas de lo que sería el resto de su vida, el futuro la alcanzó, o ella alcanzó su futuro en el momento en que las puertas se abrieron y vio a su futuro esposo.
El príncipe heredero Jonás Audrey.
Los retratos fueron bastante exactos, el cabello rubio, la frente profunda, el porte elegante y las cejas gruesas, él era exactamente como Silvana lo había imaginado.
– ¡Aquí estás! – sonrió la emperatriz y se adelantó hacia la puerta para tomar las manos de Silvana – ven, cariño, ella es Silvana Santes, la conocí hace un mes y supe que era la mujer ideal para ti – acarició la mejilla de Silvana – también necesitas conocerla – la atrajo con fuerza sin darle tiempo para respirar.
– La conociste hace un mes – repitió Jonás con una voz grave e intensa – me pareció extraño que dejaras de presentarme mujeres, así que esto era lo que tenías preparado – miró a Silvana muy fijamente y pasó de ella para concentrarse en la emperatriz – no acepto, no me casaré con tu marioneta – se apartó – es mi última palabra, devuélvemela a dónde sea que estaba y sácala de mi vista.
La emperatriz apretó las manos en puños – Jonás, vuelve aquí.
Era de esperarse, Silvana, la señora Stephen e incluso la emperatriz lo anticiparon porque esa era la personalidad del príncipe heredero y sabiéndolo, Silvana reunió fuerzas para su discurso y corrió por el pasillo para alcanzarlo – mi nombre es Silvana Santes, me recluí en un monasterio después de la muerte de mi padre y…
– No eres una marioneta – dijo el príncipe Jonás – es lo que estás a punto de decirme, junto con un largo discurso sobre seguir tus propias reglas y principios, o de cómo eres una persona individual diferente de mi madre que toma decisiones, y harás lo que sea para evitar decir la única verdad importante, la emperatriz te ordenó convertirte en la princesa heredera y tú aceptaste, sin conocerme ni importarte qué clase de persona soy, porque no eres una marioneta – dio la vuelta – fue un gusto conocerla.
Silvana soltó los pliegues de su falda.
Durante tres años y medio vivió escondida del resto del mundo, siguiendo un patrón de engaños orquestados por la emperatriz, todo para ese momento, no sabía cómo vivir de otra forma ni qué hacer sí no tenía el apoyo de la emperatriz, lo único en ese mundo que le daba esperanza a su familia.
Silvana no lo dejó ir, dio una larga zancada y habló en voz baja – su alteza ya está enamorado de otra mujer.
El príncipe se detuvo y miró a los caballeros que lo acompañaban para que se apartaran, después retrocedió y empujó a Silvana hacia la pared – ¿qué fue lo que dijiste?
Silvana mantuvo la espalda recta – su alteza está enamorado de una mujer que la emperatriz no aprueba.
Su primera pista llegó con el libro de partituras, las melodías favoritas del príncipe eran suaves, delicadas y envolventes, en cuando comenzó a tocarlas sintió que eran de su gusto y no coincidían con la personalidad del príncipe Jonás que todos le habían contado. La segunda pista fue el perfume y al final, el cabello. No se trataba de modas, o de tendencias de la capital, sino de una mujer en particular que tocaba el violín, usaba perfume con cítricos y tenía el cabello ondulado.
El príncipe Jonás frunció el ceño y Silvana se puso nerviosa – ¡mi madre te lo dijo!
– Usted lo hizo – declaró Silvana – negándose a conocerme. Lo hace porque ya hay una mujer en su corazón, o, ¿me equivoco?
El príncipe miró hacia el pasillo y la puerta desde dónde la emperatriz lo miraba – camina – le ordenó, dándole permiso de permanecer a su lado y ella se apresuró – mis decisiones no son tu problema.
– Intento que lo sean, alteza, desconozco la identidad de la mujer que tiene su corazón, pero sé que la emperatriz jamás permitirá su unión, no lo hizo antes y jamás lo hará – habló mientras caminaba de prisa para igualar el paso del príncipe – a menos que usted haga algo diferente.
Jonás se detuvo para mirarla – te escucho, qué es, según tú, lo que debería hacer para que mi madre apruebe mi relación.
– Casarse conmigo.
En silencio, el príncipe admitió que Silvana tenía agallas, pero no estuvo demasiado impresionado – eso te ayudaría a ti, no a mí.
– Sí se casa conmigo podrá seguir viendo a su amante, yo no me interpondré y le ayudaré a ocultar la relación para que la emperatriz tampoco se involucre, ella estará satisfecha y usted podrá seguir los deseos de su corazón, o – agregó de pronto – podría continuar con lo que ha hecho hasta ahora, rechazarme, esperar por la siguiente prometida y continuar con una interminable lista, la emperatriz es una mujer muy paciente, dispuesta a esperar el tiempo que sea necesario y usted es el príncipe heredero, no hay urgencia en cuanto a su matrimonio, sin embargo, su amada, alteza, no estará soltera eternamente.
El príncipe frunció el ceño.
– La presión familiar no puede ser subestimada, sí la joven a la que su alteza pretende se ve acorralada, terminará por ceder a la presión, es por eso que mi solución es la mejor.
– Mi propósito es convertirla en esposa, no en amante.
– Y ese sueño es, sí me permite decirlo, imposible, usted lo sabe alteza, y creo que ella también, así como yo sé que será imposible para mí casarme con un hombre que no sea usted, todos cedemos a una de dos grandes causas, el amor o el deber, algunos tienen la libertad de elegir y otros como nosotros, no tenemos ese privilegio. Piénselo, consúltelo con ella y tome una decisión, o – enfatizó – continúe con su método, tal vez la emperatriz cambie de opinión – agregó con sarcasmo – muchas gracias por escucharme, alteza – le dedicó una reverencia y dio la vuelta para marcharse.
Al final del pasillo la esperaba la señora Stephen – ¿de qué hablaron?
– De música – mintió Silvana.
El príncipe heredero Jonás Audrey miró a Silvana hasta que ella desapareció al doblar el pasillo. No era la primera prometida que su madre le presentaba, todas con la misma fragancia y discursos ensayados que repasaban sus gustos, pasatiempos e intereses, sobraba decir que las mujeres que estaban listas para casarse con él lo conocían a la perfección y ninguna entendió su corazón tan bien como Silvana lo hizo.
Había otra mujer, una que su madre jamás aceptaría – ve por ella – se refirió a Silvana.