Apertura (1)
“Hubo una vez en tiempos de guerra, un caballero y su princesa”
Como todo héroe, el caballero era fuerte, cabalgaba sobre un corcel blanco sin temor a sus enemigos y aquellos que lo seguían se sentían inspirados por su fortaleza.
La princesa era hermosa, dulce, amable y amada por todos, las personas que la conocían resaltaban su calidez sin dejar de lado su valentía, porque ella jamás se rendía y siempre daba un paso al frente.
El caballero era fuerte, la princesa valiente y juntos sostenían la espada que asesinaba al dragón, ellos no corrían por los pasillos del castillo, no se escondían ni huían sin ser vistos para escapar de la realidad, ellos no se apoyaban sobre el borde de una ventana, no arrancaban una cinta de su vestido para atar su mano al soporte pegado a la pared en el que se colgaban las lámparas de aceite y no subían al marco de piedra con los pies descalzos para mirar el vacío con lágrimas en los ojos.
Los que nacían para pelear, no sucumbían a la desolación ni cerraban los ojos frente al viento, imaginando que, con un solo paso, todo el sufrimiento terminaría, como un grito de auxilio tan silencioso que solo la persona que lo emitía podía escucharlo.
La muerte, tan aterradora como era, había momentos en que disfrazaba su apariencia y se presentaba como una puerta de salida, Silvana lo sintió, por eso se aferró a la cinta de la que pendía su cordura y se preparó para dar un paso atrás.
– ¿Alteza?
En su prisa por escapar, no notó que había otra persona en ese pasillo angosto y giró la cabeza para observar la figura que se ocultaba entre las sombras.
*****
[4 años antes]
– Hubo una vez en tiempos de guerra, un caballero y su princesa – leyó la última línea del libro y lo abrazó soltando un largo suspiro.
Silvana Santes, hija del duque Agustín Santes, tenía catorce años y amaba las novelas románticas, cada semana, después de sus clases y de sus paseos por los talleres de grabado, iba a la biblioteca, colocaba cojines sobre el suelo y se tumbaba con un gran libro.
La historia que leyó esa semana, fue la mejor – profesora – volvió corriendo al salón y colocó el libro sobre la mesa frente a su maestra la señorita Cecilia Dersan – fue increíble, el caballero, el dragón, la princesa – enlistó los escenarios tratando de contener su emoción – todos creen que el caballero tiene que derrotar al dragón, pero en esta historia lo vencen juntos. Fue…
– Basura – completó Felipe Santes, hermano menor de Silvana y arruinó el momento – profesora, no puede esperar que mi padre le pague por enseñarle a mi hermana un cuento tan absurdo.
Silvana frunció el ceño – el absurdo eres tú, hace dos años no eras capaz de pronunciar la “b” y la “s” juntas, y ahora te crees un crítico literario.
Felipe se sonrojó, tenía ocho años y hablar correctamente le llevó mucho tiempo – hermana tonta – gimoteó.
La profesora Dersan cerró el libro con fuerza para atraer la atención de ambos – no está permitido pelear en horario de clases, sus padres lo hablaron con ustedes.
– Ridículo – susurró Silvana.
– Tonta – susurró Felipe – los dragones no existen.
La profesora suspiró – el joven Felipe tiene razón, no existen los dragones – anunció y el pequeño sonrió por su victoria – sin embargo, los monstruos sí – agregó y ambos voltearon a verla – hay algo muy curioso sobre ellos, los monstruos reales no son como en los libros, no tienen colmillos, garras o escamas y no se anuncian en los cielos, los verdaderos monstruos son aterradores porque lucen exactamente igual al resto de las personas, lo que los libros nos enseñan no es a reconocer a los monstruos, es a creer que pueden ser derrotados.
– Por el caballero – intervino Silvana.
– No – respondió la profesora Dersan con tristeza – él es un personaje ficticio, tan perfecto, que no es humano, porque no personifica a una persona real, sino a la esperanza, es ella quien entrega la espada y la unión – tomó las manos de ambos – es lo que les permitirá usarla, para eso tienen que dejar de pelear y actuar como lo que son, hermanos.
Ante el emotivo momento, Felipe liberó su mano – ella es la tonta.
– Él comenzó – reclamó Silvana.
La profesora Dersan se apartó para no interferir y sonrió internamente, porque sin importar cuán infantiles eran o cuán alto gritaban, la familia Santes era muy unida, ella solo esperaba que los dos jóvenes, jamás tuvieran que pararse delante de un monstruo real.
Y como si sus palabras fueran una profecía, esa misma tarde al caer el ocaso una caravana llegó a la mansión ducal, con un auténtico monstruo a bordo.
Los sirvientes se apresuraron a darle la bienvenida, el duque dejó su salón, la duquesa abandonó su costura y sus tres hijos corrieron a la entrada para ver el carruaje que se abrió paso por el puente y avanzó hacia el jardín principal cargando consigo el sello de la familia imperial. El vocero fue el primero en bajar para hacer el anuncio – su alteza, la emperatriz Felicia Gaucher.
El duque, su esposa y sus hijos bajaron la cabeza mientras la puerta se abría y la emperatriz con su gran vestido color beige bajó los escalones y observó la mansión – duque Santes.
– Alteza, es un honor contar con su presencia – respondió cortésmente y sin mencionar que aquella visita llegó de improviso, sin los avisos ni notificaciones que se acostumbraban.
La emperatriz ignoró sus palabras y sentenció – arréstenlos.
No hubo tiempo para pensarlo o para hacer preguntas, los otros siete carruajes alojaban soldados que bajaron siguiendo la orden de la emperatriz y atraparon a la familia y a los sirvientes.
Silvana soltó un gemido cuando sus rodillas golpearon el suelo, con las manos atadas en la espalda, sintió que todo su cuerpo se inclinaba hacia el frente y para no golpearse, dependía del soldado que la sujetó, a su lado sus hermanos Elsa y Felipe, estaban en posiciones similares.
– Alteza – suplicó el duque – por favor, dígame qué está sucediendo.
– ¡Es muy descarado de su parte, duque Santes! – respondió la emperatriz y miró al soldado a su lado que volvió a uno de los carruajes y lanzó al suelo un escudo – ¿lo reconoce?
La duquesa Irene alzó levemente la mirada para verlo, el escudo sobre el suelo tenía el diseño reglamentario del ejército, también el emblema grabado en ácido y en el borde un decorado de punta fina.
– Es uno de nuestros escudos – respondió el duque.
– Observe más detenidamente – agregó la emperatriz y el duque bajó la mirada sin comprender, al ver que el hombre no cambiaba su postura, la emperatriz resopló – muéstrenle.
El soldado que trajo el escudo se adelantó, alguien le pasó un martillo largo, arma comúnmente usada por los bárbaros y él golpeó el escudo, en el acto el metal se dobló, al segundo golpe perdió su forma y con el tercero se abrió salvajemente.
El duque Santes sintió que su pecho se comprimía y no le permitía respirar.
– Usted y el vizconde Grellier presentaron este nuevo escudo hace tres años, más delgado, ligero y tan resistente como los usados por la milicia, e hicieron una demostración bastante impresionante durante el festival de la cosecha, ese escudo era capaz de absorber los golpes, algo muy diferente a esto – señaló la emperatriz.
El duque bajó la mirada – alteza, no lo entiendo, personalmente supervisé los embarques y las pruebas, los procesos de fabricación, el grabado, no es posible – balbuceó.
– Alteza – intervino la duquesa.
– ¡No te di permiso para hablar! – dijo la emperatriz mirándola con desdén.
La duquesa se mordió el labio – alteza, hace seis meses mi esposo sufrió una caída, usa un bastón desde entonces, no ha podido supervisar a los herreros, el vizconde debe saber lo que sucedió, él trabajó en la fábrica desde la ausencia de mi marido, cariño, dile.
– Basta – la detuvo el duque – alteza, fue mi error, merezco morir – bajó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente.
– ¡Papá! – gimió Felipe.
– Matarte no le devolverá la vida a los veintisiete soldados que murieron porque confiaron en tus miserables escudos – habló la emperatriz.
Felipe tenía los ojos llorosos y alzó la voz – mi papá es inocente – luchó contra el soldado que lo tenía sujetado y al querer levantar la rodilla, fue empujado hacia el suelo.
– ¡Lo está lastimando! – exclamó Elsa.
Fue el turno de la duquesa de bajar la cabeza – alteza, por favor, investíguelo, mi esposo no es culpable, él ha estado descansando desde hace seis meses.
Los gritos y las quejas siguieron, en medio de una acusación de homicidio por negligencia la emperatriz miró a la familia Santes y después de la primera impresión, notó a Silvana, la segunda hija de la familia que permaneció en silencio, sin decir ni una sola palabra – enciérrenlos por separado, los interrogaré uno por uno – ordenó la emperatriz y caminó hacia los sirvientes – usted debe ser el mayordomo.
Doroteo Dalos tembló de pies a cabeza y asintió – lo soy, alteza.
– Muéstrame el estudio del duque y enséñales a mis doncellas en dónde se encuentra la cocina.
– Enseguida, alteza.
Provisionalmente la emperatriz Felicia ocupó la mansión ducal de la familia Santes, se sentó en el sillón de encaje rojo acomodado a un costado del escritorio, miró las esculturas, grabados y esperó que una de sus doncellas le llevara una bebida caliente para relajarse – comenzaremos con los hijos.
Felipe Santes, de ocho años llegó al estudio de su padre y no lo reconoció, la emperatriz mandó a retirar todos los retratos familiares, las placas de grabado y cambió los cojines, con todos los cambios a su alrededor y el golpe en su mejilla, después de dos preguntas, empezó a llorar y no se detuvo.
Elsa Santes de diecisiete tenía los ojos llorosos y las manos apretadas, tan temerosa, que jamás levantó la mirada y ante cada pregunta respondió de la misma forma – no lo sé.
– Eres casi una adulta – reclamó la emperatriz – pronto te casarás, según tengo entendido, y dices, que no sabes cómo funciona la distribución de armamento, el proceso de producción, proveedores, materia prima, niña, ¿qué haces en casa?
Los labios de Elsa temblaron – me preparo para mi matrimonio.
– ¡Qué inútil! – enfureció la emperatriz y su humor se volvió pesado – traigan a la otra.
– Mi padre es inocente – chilló Elsa – él jamás lo haría – siguió reclamando.
La emperatriz lo encontró especialmente molesto y esperó en silencio la llegada de Silvana – tu nombre.
– Silvana Santes, alteza.
La emperatriz la miró fijamente – te observé en el jardín, no dijiste ni una sola palabra, ¿por qué?
– Su alteza no se dirigió a mí ni me concedió la palabra.
Fue una respuesta que la emperatriz encontró satisfactoria – habla ahora, ¿qué sabes sobre la producción, venta y transporte de armamento?
Silvana respiró profundamente – el hierro viene de la mina, se transporta por un camino pavimentado hacia los talleres de herreros, el proceso se divide en cuatro partes, los herreros trabajan el hierro para convertirlo en acero de buena calidad, de ahí pasan a los talleres dos y tres, uno se encarga de producir espadas y dagas, el otro es para los escudos y las armaduras, de ahí pasan al campamento, los soldados los prueban en tamaño, forma, calidad y dureza, sí no pasan los ajustes de calidad son regresados a los talleres y si aprueban, se van al taller de grabado para agregar el escudo del imperio, el emblema de la familia Santes y el sello de fabricación, se usa ácido y un lápiz de punta dura, al final se empacan de acuerdo a los pedidos.
– Interesante, ¡alguien capaz de pensar! – anunció la emperatriz – ya que estás al tanto del proceso, ¿cómo explicas lo sucedido?
Silvana llevaba un largo tiempo pensándolo y para responder, negó con la cabeza – no lo hago, es imposible, hay demasiadas personas involucradas, bastaba con una sola para detectar la mala calidad, a menos que uno de nuestros artesanos renunciara, abriera una herrería y lograra alterar los envíos – cerró los ojos presionando los parpados fuertemente – alguien en el ejército se habría dado cuenta.
– Coincides en que no fue un error, ni un accidente – dijo la emperatriz – alguien disminuyó la calidad de los escudos conscientemente.
– No fue mi padre – completó Silvana.
– Niña, levanta la cabeza.
Silvana obedeció a la emperatriz.
Cabello castaño, ojos cafés, cuello largo, por estatura y edad sería una joven alta y muy hermosa.
“Lo sabrás cuando la veas”
La emperatriz sonrió – querida, sí te dijera que hay una forma de salvar a tu familia, ¿qué harías?
– Cualquier cosa – respondió Silvana.