Esa mirada llena de brillo, esos ojos vivaces tan azules como las aguas del mediterráneo se quedaron clavados en la mente de Gianfranco, y ni hablar de aquella hermosa sonrisa amplia y sincera que dibujaban esos hermosos y tentadores labios, que le nublaron el pensamiento, tanto que no recordó que era un hombre comprometido.
—Vamos, dime de dónde saliste —insistió sin dejar de mirarla.
Marypaz no se daba cuenta que estaba muy cómoda encima de él, hasta que sus manos palparon aquel firme pectoral y un extraño corrientazo le recorrió el cuerpo.
«Ay Dios, creo que hasta aquí escucho las campanas del Vaticano» se mordió los labios en un gesto inocente.
Sin embargo, ese gesto y la cercanía con esa bella chica que Gianfranco tenía encima empezó a avivar sus sentidos, él se aclaró la garganta.
—¿Te quedaste muda? —Arqueó una de sus cejas, y siguió reflejándose en los ojos de la bella mujer.
—¿De dónde salí? —Se colocó los dedos en la barbilla—, pues de dónde todos salimos del vientre de nuestra madre. —Soltó una risotada.
Gianfranco puso los ojos en blanco, sin embargo, no pudo evitar reír también.
—Veo que eres muy graciosa, y que hablas con un acento extraño, ¿de dónde eres?
—¡Ave María pues! —exclamó con su particular acento colombiano—, vengo del paraíso, de un lugar mágico, de la tierra donde se produce el mejor café del mundo. ¡Ay hombe!
—¿Eres de Etiopía? —preguntó Gianfranco arrugando el entrecejo.
Marypaz soltó un resoplido, y hasta gruñó.
—Veo que eres bonito, pero bruto. —Volvió a sonreír—. Vengo de la tierra de la cumbia y el vallenato: Colombia —indicó con seriedad.
—Así que eres la prima de Joaquín —advirtió él, volvió a contemplarla. Marypaz sintió de nuevo un estremecimiento, era como si los ojos de él delinearan su rostro, sus labios.
Entonces ambos se dieron cuenta de que estaban muy cerca uno del otro, y muy cómodos en la posición en la que se encontraban, ella encima de él.
—Creo que las presentaciones deberíamos hacerlas de pie.
—Ups. —Marypaz sonrió—, aunque yo estoy muy cómoda —expresó con sinceridad, y con una amplia sonrisa, ella era así, espontánea, decía las cosas sin filtro—, lo lamento, espero no haberte lastimado.
Se retiró y quedó de rodillas sobre la baldosa, Gianfranco se puso de pie y cuando se dio cuenta que la toalla estaba en el piso fue demasiado tarde.
—¡Por Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador Marco Aurelio, y por todos los gladiadores romanos, vaya que eres…todo un dios del Olimpo! —exclamó Marypaz haciendo alusión a la frase de la película el Gladiador, al contemplar a Gianfranco en toda su desnudez.
Gianfranco sacudió la cabeza, parpadeó, no pudo evitar que sus labios dibujaran una amplia sonrisa, además irguió su postura, orgulloso como un pavo real.
—No sé si sentirme halagado o avergonzado, nunca una mujer me había dicho esas cosas —expuso—, me doy cuenta de que te gusta lo que ves —mencionó sin ningún pudor.
Marypaz reaccionó, abrió sus ojos de par en par al darse cuenta que como siempre su mente la traicionó y terminó diciendo lo que pensaba, lo peor no era eso, sino que ella estaba de rodillas, y su boca frente a la firme virilidad de él.
Gianfranco también reaccionó y miró a la chica en esa posición, su mente lo traicionó, imaginó esos labios seductores, carnosos, succionando su falo, la respiración se le cortó por segundos, soltó un jadeo, y de pronto el miembr0 en cuestión aumentó su tamaño.
—¡Ave María Purísima! —exclamó Marypaz, sus mejillas se volvieron carmín, pero la muy descarada ni siquiera se cubrió los ojos, al contrario, se relamió los labios, imaginó lo mismo que él.
—¡Gianfranco! ¿Qué ocurrió?
La voz del señor Rossi se escuchó en el vano de la puerta del balcón, interrumpió a ambos jóvenes de golpe, entonces Franco al mirar la escena se volteó para no ver lo que pensó que estaban haciendo, se llevó la mano a la frente, indignado.
—¡Gianfranco! ¿Cómo es posible? —gruñó, indignado. —¡Señorita Duque, hablaré con sus padres, esto yo no lo puedo aceptar!
—Pa-pá —balbuceó Gianfranco avergonzado, agarró la toalla y se cubrió—. No es lo que estás pensando —mencionó hablando con nerviosismo, fue tras de su padre con rapidez, y entró a la alcoba.
—No, si no lo pienso, lo estoy viendo. ¿Piensas que nací ayer?
—Estás en un error, déjame explicarte.
Franco soltó un bufido.
—¿Existe alguna explicación?
En ese momento entró Susan al escuchar los gritos.
—Franco, ¿qué ocurre?
El señor Rossi soltó un bufido, Marypaz ya se había puesto de pie, y estaba parada en el vano de la puerta.
—Tu hijo, y la señorita Duque, estaban…
—Conociéndonos —añadió ella con naturalidad.
Franco soltó un bufido, arqueó una de sus cejas.
—Claro, veo que conoció a mi hijo más de la cuenta.
—Y como Dios lo trajo al mundo —respondió ella con sinceridad, y sonrió.
Gianfranco abrió sus ojos con amplitud. Marypaz en vez de ayudarlo, lo estaba condenando más, y a esa mujer parecía no importarle las consecuencias, claro que él le había seguido la corriente. Sacudió la cabeza, él no era ese tipo de hombres, se había dejado llevar y no sabía los motivos.
Susan separó los labios, miró a su hijo semidesnudo, y a Marypaz con el cabello alborotado, la blusa que traía puesta estaba por encima de los pantalones y arrugada, además que aún sus mejillas estaban enrojecidas.
—Siento que hay alguna confusión. —Agarró del brazo a su esposo para tranquilizarlo—, déjalos hablar.
Franco carraspeó, miró a su hijo y a Marypaz.
—Hablen —ordenó.
—¡Epa! —exclamó Marypaz—, ni mi papá me da órdenes —reclamó, y resopló—. A ver don Franco, no se esponje, le van a salir arrugas, mire pues, le voy a explicar lo que paso, pero en vez de enojarse debería sentirse orgulloso de los atributos de su hijo.
Franco miró a Susan con los ojos bien abiertos, y luego su profunda y seria mirada se clavó en el rostro de su hijo, soltó un bufido. Gianfranco se movió con rapidez por la alcoba, sacó de uno de los cajones de la cómoda unos pantalones tipo jogger, se metió al baño y se los puso como pudo.
—Señorita Duque, me ha costado años acostumbrarme a la manera de ser tan liberal que tienen las personas en América, pero usted rebasa mi paciencia.
—¿Insinúa que somos unos libertinos, señor Rossi? —Marypaz lo miró con seriedad y frunció el ceño.
Susan observó a su esposo, lo fulminó con la vista.
—Vamos responde, así que te cuesta trabajo acostumbrarte a la gente americana —recriminó—, que aburrida sería tu vida, si no me hubieras conocido —bufó, volteó molesta.
—Susan, cariño, no me refería a ti…—Franco intentó disculparse.
—Si ve señorita Duque, ahora mis padres están discutiendo por su culpa —reclamó Gianfranco con seriedad a Marypaz, cuando regresó a la alcoba.
Ella lo observó con esa mirada desafiante, y aniquiladora que solía poner, colocó sus manos en la cintura.
—Tus padres son adultos, no tengo la culpa que el señor Rossi, sea tan… impulsivo, en fin, les debo una disculpa, las cosas no son como usted piensa don Franco —expresó y narró cómo llegó a caerse encima de Gianfranco—, cuando usted nos encontró, nos estábamos levantando del piso, es todo.
—Pues espero que no se repita estas escenas —ordenó.
—Tranquilo papá, por mi parte no volverá a ocurrir nada parecido —aclaró Gianfranco.
«Yo no estaría tan segura» pensó la joven colombiana y sonrió en su interior.
Marypaz miró a Susan, se veía enfadada, y en verdad empezó a sentir culpa por sus comentarios y por esa manía de decir siempre lo que pensaba, sin medirse, enseguida se acercó hacia la señora Rossi.
—No quiero causar discrepancias entre ustedes, el señor Rossi parece un ogro, pero se ve que es muy buena persona, caso contrario usted no se habría enamorado de él —advirtió Marypaz—, a veces cuando nos enfadamos decimos las cosas sin pensar, los dos hacen una bonita pareja, son distintos, pero se complementan, muy bien.
Susan miró con ternura a la bella chica, suspiró profundo, Marypaz tenía la habilidad de calmar las más grandes tempestades con su particular y dulce forma de ser. El corazón de Susan se estremeció, sabía de la enfermedad de la chica porque Paula le había pedido que cuidara de su hija, claro que todos desconocían que el tiempo se iba agotando, y que esa magia que ella transmitía se iba desvaneciendo día a día.
Gianfranco quedó impresionado con la particular forma de ser de aquella chica, esa mujer que le cayó del cielo sacudía su alma como un trueno, sin embargo, no podía sentirse atraído por ella. Él tenía novia, y sus prejuicios sociales estaban muy arraigados en su mente. Marypaz era como un torbellino, y no estaba dispuesto a dejarse arrastrar.
Entonces recordó una frase célebre de un libro que él leía de Sean Covey.
«El torbellino es todo aquello que nos consume energía y nos distrae de lo verdaderamente importante»
«Debo mantenerme alejado de esta mujer» sentenció en su mente, sin embargo, eso no iba a ser tan sencillo como él pensaba.