LOS HILOS DEL DESTINO

1168 Words
El verano avanzaba en San Isidro, llevando consigo la fragancia salada del mar y el eco de risas lejanas que flotaban en el aire caliente. Lucía y Gabriel se habían convertido en figuras inseparables, a pesar de las miradas curiosas de los habitantes del pueblo. El joven carpintero y la chica de ciudad parecían sacados de dos mundos distintos, pero algo en ellos resonaba con una intensidad que ni ellos mismos entendían. Una invitación inesperada Era una mañana calurosa cuando Doña Carmen, mientras preparaba un guiso en la cocina, le pidió a Lucía un favor: —Hoy es la fiesta de San Isidro Labrador, el santo patrono del pueblo. Necesito que lleves esta cesta de pan al mercado para la ofrenda. Lucía, quien ya comenzaba a familiarizarse con las costumbres del lugar, aceptó de buena gana. Le gustaba la idea de observar la celebración desde cerca, aunque no era particularmente devota. Cuando llegó al mercado, el lugar estaba transformado. Guirnaldas de colores colgaban entre los puestos, y el aire estaba lleno de música, risas y el aroma de comida recién hecha. Gabriel estaba allí, ajustando una de las mesas que había construido para la ocasión. Su rostro se iluminó al verla acercarse. —¿Vienes a la fiesta? —le preguntó, mientras colocaba un último clavo en la estructura. —No estaba segura, pero parece que todo el pueblo estará aquí. Gabriel le sonrió. —Tienes que quedarte. Es lo más animado que ocurre en todo el año. Lucía no pudo negarse, especialmente porque la calidez de su mirada la invitaba a quedarse. La danza de las estrellas Cuando cayó la noche, la plaza central se llenó de luces y música. Los habitantes del pueblo se reunieron para bailar y compartir historias, mientras los niños corrían alrededor de la fuente. Gabriel, que no era precisamente alguien dado a los eventos sociales, se mantenía al margen, pero no podía apartar la vista de Lucía. Ella parecía brillar bajo las luces festivas, con un vestido sencillo pero elegante, y una sonrisa que iluminaba más que las linternas colgantes. En un impulso que no entendió del todo, Gabriel se acercó a ella con cierta timidez. —¿Quieres bailar? —preguntó, extendiendo su mano. Lucía lo miró sorprendida. —¿Tú bailas? —No mucho, pero creo que puedo intentarlo —respondió él, algo avergonzado. Ella rió, pero aceptó su mano. Mientras giraban torpemente al ritmo de la música, el mundo pareció desvanecerse a su alrededor. Era como si el tiempo se detuviera, dejando solo el sonido de sus risas y el latido de sus corazones. —Eres mejor bailarín de lo que pensaba —dijo Lucía, mirándolo directamente a los ojos. —Y tú haces que todo parezca fácil —respondió Gabriel. En ese momento, sintieron que algo había cambiado entre ellos. Era un momento simple, pero lleno de significado, como si el universo les estuviera susurrando que su conexión era más profunda de lo que imaginaban. Un conflicto inesperado La tranquilidad del momento no duró mucho. Al terminar la música, apareció Don Ernesto, el padre de Gabriel. Era un hombre robusto, con un rostro endurecido por los años de trabajo y una mirada que reflejaba más cansancio que alegría. Al ver a su hijo con Lucía, frunció el ceño. —Gabriel, ven aquí un momento —ordenó, con un tono que no admitía discusión. Gabriel lanzó una mirada de disculpa a Lucía y se acercó a su padre. —¿Qué haces perdiendo el tiempo? Mañana tienes trabajo temprano, y esas mesas no se ajustan solas. Además, deberías recordar que no somos como ellos. —¿Como ellos? —preguntó Gabriel, sintiendo una punzada de frustración. —No te engañes, hijo. Esa chica es diferente. No es del pueblo, y no entiende nuestra forma de vivir. No te metas en problemas que no puedes manejar. Gabriel quiso responder, pero sabía que discutir con su padre solo empeoraría las cosas. Asintió en silencio, aunque las palabras de su padre se quedaron clavadas en su mente. Un paseo nocturno Después de la conversación con su padre, Gabriel decidió alejarse de la multitud. Encontró a Lucía sentada en la playa, con los pies descalzos en la arena y el cabello ondeando al viento. —¿Todo bien? —preguntó ella, notando la sombra en su expresión. Gabriel dudó antes de sentarse a su lado. —Solo cosas de familia. Lucía esperó, dándole espacio para que hablara si lo deseaba. Finalmente, él suspiró y rompió el silencio. —Mi padre cree que no debería pasar tanto tiempo contigo. Dice que no somos iguales. Ella lo miró con incredulidad. —¿A qué se refiere con eso? —A que tú vienes de otro lugar, con otras costumbres, otras aspiraciones. Él piensa que no hay futuro en algo como esto. Lucía sintió una mezcla de indignación y tristeza. —Eso es una tontería. Tú eres más que este lugar, Gabriel. No tienes que limitarte por lo que otros piensen, ni siquiera tu padre. —Es fácil decirlo —respondió él, con una sonrisa triste—. Pero para él, todo lo que soy está atado a este pueblo. Lucía se quedó en silencio, comprendiendo la profundidad de sus palabras. En ese momento, más que nunca, sintió la necesidad de demostrarle a Gabriel que podía soñar con algo más grande. El descubrimiento del taller Al día siguiente, Lucía decidió visitar el taller de Gabriel. Quería entender más sobre su mundo, sobre las cosas que lo hacían quedarse en un lugar que a ella le parecía demasiado pequeño. Al entrar, se sorprendió al ver una esquina llena de figuras talladas en madera. Había animales, flores y formas abstractas, todas con un nivel de detalle impresionante. —¿Tú hiciste esto? —preguntó, sorprendida, cuando Gabriel apareció detrás de ella. —Sí, pero es solo un pasatiempo. —¿Un pasatiempo? Gabriel, esto es arte. Es increíble. Él se encogió de hombros, como si no creyera en sus propias habilidades. —No es nada comparado con lo que tú haces. Lucía lo tomó de la mano y lo miró fijamente. —No vuelvas a decir eso. Esto es hermoso, y deberías estar orgulloso de ello. Las palabras de Lucía hicieron eco en Gabriel, despertando algo en él que había estado dormido durante mucho tiempo: la posibilidad de soñar. Una promesa bajo la luna Esa noche, volvieron a la playa. Lucía llevó uno de los barcos tallados por Gabriel y lo lanzó al agua como si fuera un símbolo de los sueños que podían ir más allá de San Isidro. —Prométeme algo —dijo ella, mirándolo fijamente. —¿Qué cosa? —Que no dejarás que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer. Gabriel dudó, pero finalmente asintió. —Lo prometo. Ambos sentados bajo la luz de la luna, mirando cómo el pequeño barco de madera se alejaba en el horizonte, llevándose consigo los primeros destellos de un futuro que todavía no podían imaginar.
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