Los días en San Isidro transcurrían con una calma que Lucía no sabía si detestar o disfrutar. El aire salado y los sonidos del mar llenaban sus mañanas, mientras las tardes parecían derretirse bajo el sol abrasador. Desde su llegada, algo en ella había cambiado. Las charlas con Gabriel y los lugares que le mostraba comenzaban a despertar algo nuevo: una sensación de pertenencia, como si este pequeño pueblo escondiera una parte de su esencia que había estado dormida.
Gabriel, por su parte, también estaba inquieto. Las visitas a la playa y las caminatas con Lucía lo hacían sentir más vivo. Nunca había conocido a alguien como ella: directa, apasionada, y con una curiosidad insaciable por el mundo. Sin embargo, algo lo retenía. ¿Qué podía ofrecerle él, un simple carpintero, a alguien que soñaba con ciudades llenas de arte y aventuras?
Un paseo inesperado
Una tarde, mientras trabajaba en el taller, Gabriel recibió una visita inesperada. Lucía apareció en la puerta, con el cabello recogido y un cuaderno en la mano.
—¿Siempre trabajas aquí? —preguntó mientras se apoyaba contra el marco de la puerta, observando las estanterías llenas de herramientas y maderas de diferentes tipos.
—Casi siempre. Aunque también hago reparaciones para los pescadores —respondió Gabriel, dejando a un lado un trozo de madera que estaba lijando.
—¿Y nunca te cansas?
—Es lo que sé hacer. A veces cansa, pero… no hay muchas otras opciones aquí.
Lucía frunció el ceño. Para ella, el mundo estaba lleno de posibilidades, pero Gabriel parecía atrapado en una rutina sin salida.
—Ven conmigo —le dijo de repente.
—¿A dónde?
—A dibujar. Quiero mostrarte cómo veo este lugar.
Gabriel, aunque dudoso, aceptó. Caminó junto a ella hacia el acantilado que daba al mar, un lugar que él había visitado muchas veces, pero que nunca había mirado con los ojos de un artista. Lucía se sentó en la hierba y comenzó a dibujar. Gabriel se sentó a su lado, observando en silencio cómo trazaba líneas en el papel.
—¿Cómo haces para que todo parezca más… bonito? —preguntó después de un rato, inclinándose para mirar el dibujo más de cerca.
—No es que lo haga más bonito. Es que me enfoco en lo que me inspira. A veces, las cosas más simples son las que tienen más magia —respondió ella, sin apartar la mirada de su trabajo.
—¿Incluso aquí? —murmuró Gabriel, mirando el horizonte.
Lucía se detuvo y lo miró fijamente.
—Aquí hay más magia de la que imaginas. Solo tienes que dejar de mirar las cosas como siempre lo haces.
El silencio que siguió fue cómodo, cargado de una energía que ninguno de los dos podía explicar. Gabriel se dio cuenta de que, por primera vez, veía el pueblo a través de los ojos de Lucía: los colores de las casas, la textura de las olas, la forma en que el sol se reflejaba en las ventanas al atardecer.
La confesión de Doña Carmen
Esa noche, de regreso en casa, Doña Carmen observó a Lucía con una sonrisa. La joven estaba distraída, dibujando en su cuaderno, pero había algo en su rostro que revelaba un cambio.
—Te estás adaptando, ¿verdad? —preguntó la anciana, sentándose junto a ella con una taza de té.
—Supongo que sí. El pueblo tiene su encanto —admitió Lucía, aunque no estaba segura de cuánto de ese “encanto” tenía que ver con Gabriel.
Doña Carmen suspiró, mirando hacia la ventana que daba al jardín lleno de flores.
—Este lugar tiene una forma curiosa de atrapar a las personas. Muchos vienen aquí buscando algo, aunque no siempre saben qué.
Lucía levantó la vista de su cuaderno, intrigada.
—¿Y tú? ¿Qué buscabas cuando llegaste aquí?
La anciana sonrió con nostalgia.
—Una segunda oportunidad. Hace muchos años, dejé todo atrás para venir aquí. El pueblo me dio la paz que necesitaba para empezar de nuevo. Tal vez tú también encuentres algo que no sabías que estabas buscando.
Lucía reflexionó sobre esas palabras durante horas, acostada en su cama, escuchando el sonido de las olas en la distancia.
Gabriel y las estrellas
Esa misma noche, Gabriel salió de su casa después de cenar. Tenía una rutina: caminar hasta la playa y sentarse en una roca junto al mar para mirar las estrellas. Pero esta vez, el cielo parecía diferente. Quizás era porque no podía dejar de pensar en Lucía y en cómo su llegada había sacudido su mundo.
De repente, escuchó pasos detrás de él. Era Lucía, que había decidido salir a caminar.
—¿Siempre vienes aquí por las noches? —preguntó, acercándose con cuidado para no resbalar en las rocas húmedas.
—Siempre. Es el único lugar donde puedo pensar con claridad.
—¿En qué piensas? —insistió ella, sentándose a su lado.
Gabriel dudó antes de responder.
—En cómo sería la vida si no tuviera que quedarme aquí. Si pudiera hacer algo diferente.
Lucía lo miró sorprendida.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque mi familia necesita que me quede. Mi padre… el taller… es mi responsabilidad.
—A veces, quedarse por responsabilidad no es lo mismo que quedarse por amor —dijo Lucía en voz baja, más para sí misma que para él.
El silencio que siguió fue profundo, pero no incómodo. Ambos miraron el cielo estrellado, sintiendo que compartían algo que no necesitaba palabras.
Un vínculo que crece
A medida que las noches de conversaciones en la playa se volvieron más frecuentes, Lucía y Gabriel comenzaron a entenderse de maneras que ninguno había experimentado antes. Sus diferencias los complementaban, y las barreras que los separaban parecían desmoronarse lentamente.
Sin embargo, ambos sabían que el verano no duraría para siempre, y esa certeza empezaba a pesar sobre sus corazones.