UN VERANO PARA RECORDAR
El sol abrasador de julio caía con fuerza sobre el pequeño pueblo costero de San Isidro, un lugar que parecía existir fuera del tiempo. Con casas de fachadas blancas, balcones llenos de geranios y calles empedradas que terminaban en una vasta playa de arena dorada, el pueblo emanaba una tranquilidad contagiosa. Para algunos, era un refugio perfecto, pero para Lucía, de 18 años, era un castigo.
Había llegado la noche anterior en el bus más incómodo que podía imaginar, cargando una maleta llena de ropa que había empacado sin entusiasmo. Su tía abuela, Doña Carmen, la recibió con los brazos abiertos en una casa que olía a hierbas secas y madera vieja. Lucía había sido enviada allí por sus padres con la esperanza de que unas “vacaciones en el campo” la ayudaran a aclarar su futuro. A punto de entrar a la universidad, Lucía no sabía si debía seguir su pasión por el arte o cumplir con las expectativas de sus padres y estudiar derecho.
—Ya verás, querida, este lugar tiene su magia —le dijo Doña Carmen al servirle una limonada en la vieja cocina, cuyos azulejos mostraban el paso del tiempo.
Lucía no estaba convencida. Desde la ventana, solo veía las calles tranquilas del pueblo y un horizonte lleno de mar.
Gabriel, en cambio, nunca había conocido otra vida fuera de San Isidro. A sus 18 años, trabajaba junto a su padre en un pequeño taller de carpintería al lado del mercado principal. Con manos fuertes y callosas, era conocido en el pueblo por su habilidad para reparar lo que fuera: muebles, puertas y hasta las viejas barcas de los pescadores. Sin embargo, detrás de su semblante tranquilo, Gabriel sentía una insatisfacción que no podía expresar. Su madre había fallecido cuando él era un niño, y desde entonces había asumido un rol de adulto antes de tiempo. Los días para él eran todos iguales: trabajo en el taller, cenas en silencio con su padre, y ocasionales escapadas nocturnas para sentarse solo en la playa y mirar las estrellas.
El primer encuentro entre Lucía y Gabriel ocurrió en el mercado del pueblo. Doña Carmen le había pedido a Lucía que comprara frutas para el desayuno, y Lucía, que no conocía a nadie, deambulaba confundida entre los puestos llenos de mangos, piñas y guanábanas.
—¿Te ayudo? —preguntó una voz detrás de ella.
Lucía se giró y vio a un joven alto, con el cabello castaño despeinado y ojos oscuros que parecían demasiado serios para alguien de su edad. Era Gabriel, que había ido al mercado a entregar unas reparaciones.
—Estoy buscando algo para mi tía, pero no tengo idea de cuánto pedir ni cuánto cuesta.
Gabriel esbozó una sonrisa breve, más tímida que burlona. Señaló un puesto cercano y la ayudó a elegir. Mientras lo hacía, Lucía no pudo evitar notar sus manos: fuertes, con cicatrices leves, pero cuidadosas. Gabriel, por su parte, se fijó en los ojos de Lucía, llenos de una mezcla de curiosidad y cierta rebeldía.
Cuando terminaron, Lucía le agradeció y se marchó, pensando que el joven era amable, pero reservado. Para Gabriel, en cambio, fue un momento inolvidable. Había algo en esa chica de ciudad que lo intrigaba, algo que lo hacía sentir fuera de lugar en su propio mundo.
Esa tarde, se encontraron de nuevo en la playa. Lucía había salido con un cuaderno de dibujo para intentar capturar el paisaje. Estaba sentada bajo la sombra de un viejo árbol cuando Gabriel apareció, cargando herramientas para reparar una barca. Al principio, ambos se ignoraron, pero la curiosidad de Gabriel lo llevó a acercarse.
—¿Eres artista? —preguntó, señalando el cuaderno.
Lucía, algo sorprendida por la pregunta, levantó la mirada.
—Estoy aprendiendo. Me gusta dibujar, pero no sé si soy lo suficientemente buena.
Gabriel se sentó a cierta distancia, observando cómo trazaba líneas rápidas y precisas.
—¿Puedo ver?
Ella dudó por un momento, pero luego le mostró el boceto. Era un dibujo del horizonte, con el mar extendiéndose hasta encontrarse con el cielo.
—Es hermoso —dijo Gabriel, con una sinceridad que desarmó a Lucía.
A partir de ese momento, comenzaron a pasar más tiempo juntos. Gabriel le enseñaba lugares escondidos del pueblo: un faro abandonado donde los pescadores solían contar historias de fantasmas, un manglar lleno de aves exóticas, y un acantilado desde donde se podían ver los atardeceres más impresionantes. Lucía, por su parte, le hablaba de sus sueños de viajar, de pintar murales en grandes ciudades y de vivir aventuras lejos de la monotonía.
En las noches, Gabriel la llevaba a la playa, donde se sentaban junto a una fogata improvisada. Una noche en particular, bajo un cielo estrellado, Lucía se atrevió a preguntarle:
—¿Qué quieres hacer con tu vida, Gabriel?
Él tardó en responder, mirando las olas romper en la orilla.
—No lo sé. Creo que siempre he pensado que mi vida ya está decidida. Trabajar en el taller, quedarme aquí…
—¿Y si pudieras hacer otra cosa?
—No estoy seguro. Nunca lo había pensado.
En ese momento, Lucía sintió una extraña conexión con él. Aunque venían de mundos diferentes, ambos compartían una incertidumbre sobre el futuro que los unía de maneras que no podían explicar.
Ambos miraban el mar en silencio, sintiendo por primera vez que el verano que apenas comenzaba podría cambiar sus vidas para siempre.