CAPÍTULO 11

1467 Words
—Evelina—, respondió él. Su cabeza se acercó al pliegue de su cuello, donde ella se encontró cerrando los ojos y concentrándose en sentirlo contra ella. Sus manos volvieron a las caderas de ella, donde las frotó suavemente antes de subir. Ni siquiera pudo decir una palabra cuando las palmas de sus manos se movieron al espacio justo debajo de sus brazos. Incluso cuando él empezó a tirar de su toalla para echarle un último vistazo, ella se vio incapaz de decir nada. Finalmente, consiguió quitarle la toalla por completo, dejándola sin aliento. Mientras ella intentaba cubrir su cuerpo de los ojos de él, él le apartó la mano y miró su cuerpo. Por fin se armó de valor, le arrebató la toalla y volvió a cubrirse con ella. Sus mejillas se tiñeron de rojo cuando se separó de él y se dirigió al baño. —Me has vuelto a apartar—, dijo Adrián. —Lo sé—, respondió ella con toda la dulzura que pudo. Era preocupante tener que trabajar para un hombre que literalmente gritaba —buen sexo—. Era la forma en que sus ojos parecían demasiado intensos y cómo su cuerpo musculoso y lleno de calor podía hacer que cualquier chica se sintiera segura. —Si me deseas, ¿por qué no te permites tenerme? Me parece que no puedo comprender por qué las cosas tienen que ser tan complicadas—, dijo Adrián, entrando de repente en el baño. Dándose la vuelta, Evelina lo miró fijamente a los ojos que él desvió rápidamente a otra parte. —No te quiero—, mintió ella. En el fondo sabía que tenía que decirlo para que él dejara de lanzar su cuerpo sexy hacia ella. —Vale—, dijo él antes de darse la vuelta y salir de la habitación. Ella se giró hacia el espejo una vez más sólo para dejar escapar una fuerte respiración temblorosa. Era un asco que acabara de conocerle y que no pudiera saciarse de él. Exhalando un fuerte suspiro, se lavó los dientes, se peinó y se tumbó en la cama. Lo último en lo que pensaba era en lo problemático que iba a ser mantener sus hormonas bajo control. Evelina se despertó por el sonido de la alarma que no recordaba haber puesto. Podría haber sido obra de Johnathan. Una vez que sus ojos se fijaron en la hora, se dio cuenta de que eran exactamente las siete de la mañana. Según recordaba de la larga lista de reglas, a Adrián le gustaba que su comida estuviera lista exactamente a las ocho. Un gemido salió de sus labios mientras se levantaba y se ponía unos vaqueros y una camisa de pico más presentable. Era completamente diferente a la "servilleta" que tanto parecía odiar. Evelina salió de su habitación y se dirigió a la cocina donde le preparó el desayuno que Johnathan le había indicado que le sirviera. Le parecía terrible que todos los días comiera exactamente lo mismo. Le parecía demasiado uniforme y aburrido. Lamentablemente, no era su trabajo tener ningún tipo de opinión. Estaba allí para trabajar, que era exactamente lo que había decidido hacer mientras le preparaba la comida. Una parte de ella se preguntaba si Adrián todavía estaba durmiendo, y si lo estaba, ¿qué aspecto tenía exactamente? Sus muslos se apretaron ante la curiosidad de saber cómo sonaría su voz por la mañana. —Basta, Evelina—, se recordó a sí misma. Colocó la comida en un plato y volvió a subir las escaleras en dirección a su dormitorio, que encontró vacío. —Oh, no, otra vez no—, gimió. Miró el reloj y vio que aún le quedaban unos cinco minutos para servirle la comida. De lo contrario, ni siquiera se acercaría a tocarla. Bajó corriendo las escaleras y miró en la zona de la piscina, que encontró vacía. Entonces se concentró en el sonido de una suave música clásica que la hizo detenerse bruscamente y seguir el ruido. Cuanto más se acercaba al sonido, más fuerte parecía volverse. Sus pasos la llevaron a un piano donde Adrián estaba sentado con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Tenía un aspecto angelical. —Adrián, el desayuno—le dijo. Rápidamente dejó de tocar y abrió los ojos. Su mirada bajó de su cara a su pecho y luego a la comida que tenía en la mano. Mordiéndose el labio, se acercó a él donde le entregó el plato y el tenedor con una sonrisa orgullosa en la cara. —¿A qué estabas jugando?— le preguntó mientras se sentaba a su lado en el banco del piano. —Ludwig van Beethoven. El compositor y pianista alemán. Participó en la transición entre el período clásico y el romántico de la música clásica, de 1802 a 1827—, explicó. Evelina le sonrió y asintió con la cabeza. Era algo que no sabía, pero le resultaba simpático cómo se las arreglaba para retener tanta información en su brillante cerebro. —Así que te gusta la música clásica, ¿eh? —le preguntó. Él asintió lentamente con la cabeza mientras empezaba a comer lo que ella acababa de prepararle. —Puede que sea usted muy bueno, señor Adrián Dimitrov, pero le hago saber que en la escuela primaria no me llamaban la 'pianista mágica' por nada—, dijo ella, frunciendo una ceja de confianza mientras sus dedos ocupaban sus lugares en el piano. De repente, empezó a tocar. Sus dedos pulsaron teclas al azar mientras la música empezaba a sonar desordenada. —Se te da fatal tocar el piano. La persona que dijo que eras una 'pianista mágica' seguramente te mintió—, dijo con calma. Ella dejó de tocar y lo miró con la boca abierta. —Eso ha sido muy cruel, Adrián—, se rió. —No me había dado cuenta. Creía que te estaba ayudando—, dijo él. Ella notó cómo sus cejas se arqueaban por un momento, mientras la confusión se apoderaba de sus facciones. Ella le miró fijamente durante un segundo mientras ladeaba ligeramente la cabeza. —Lo dices en serio, ¿verdad? —Bueno, yo nunca miento ni bromeo ni bromeo—, explicó él. Ella asintió lentamente con la cabeza antes de volver al piano. Justo cuando estaba a punto de empezar a tocar de nuevo, él se apresuró a impedir que sus manos pulsaran otra tecla. Cuando sus manos se posaron sobre las de ella, un calor pareció invadirle todo el cuerpo. —Se supone que debes tocar así—, le susurró con los labios a escasos centímetros de su oreja. Presionando mientras usaba su dedo, la ayudó a tocar una pequeña parte de la canción que acababa de tocar. Sonaba preciosa y ella no pudo evitar la sonrisa que cubrió su rostro. De repente, se oyó una voz. Ella apartó rápidamente las manos y miró al intruso. —Señor Dimitrov—, había saludado el hombre de ayer. —Anton—, repitió Adrián sin levantar la vista en ningún momento. Evelina se levantó rápidamente y se quitó la suciedad imaginaria de los pantalones mientras miraba a Anton. —Hola, señorita Evelina. Una de las razones por las que usted es su cuidadora es para que yo ya no tenga que hablar en nombre del señor Dimitrov mientras él está trabajando. Usted será su voz y es mi deber enseñarle qué debe decir exactamente por él y cuándo debe hacerlo—, explicó Anton. Miró a Adrián antes de volver los ojos al hombre musculoso que tenía delante. —¿Por qué Adrián no habla por sí mismo? Es más inteligente de lo que yo seré nunca—, dijo encogiéndose de hombros. Anton le sonrió suavemente antes de acercarse a la ingenua muchacha. —Puede que hable contigo, pero no habla con todo el mundo. Ya te hemos dicho que el señor Dimitrov es diferente—, dijo el hombre. En ese momento, se dio cuenta de que Adrián no había dicho ni una palabra más que el nombre de Anton. Incluso mientras Anton hablaba de él como si no estuviera allí, no se molestó en levantar la vista ni decir nada. —Jefe, me hice cargo de la situación—, dijo Anton al azar dejándome completamente confundido. Adrián no dijo nada, volvió a tocar el piano con los ojos cerrados y los dedos en movimiento. Sólo que esta vez, la canción era mucho más triste que la pieza que había tocado antes. —¿Estás lista, Evelina?— preguntó Anton, apartándola de la intensa mirada que dejaba a Adrián. Ella asintió con la cabeza y le sonrió mientras él le tendía el brazo. —Estoy lista.
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