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El mafioso enfermo y la criada

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Blurb

Evelina se gana la vida cuidando a quienes no pueden valerse por sí mismos. Cuando le llega el caso de un hombre que necesitaba un cuidador personal, acepta. Lo que Evelina no se imaginaba era el peligroso estilo de vida que llevaba. No sólo eso, sino que tampoco esperaba que fuera tan increíblemente guapo.

Adrián Dimitrov, el mafioso ruso. Su locura y ansia de sangre lo convirtieron en el hombre más temido de todos. Todo lo que quería era poder y que los que le rodeaban le temieran. Para ser un hombre recién diagnosticado de síndrome de Asperger, todos le creían emocionalmente incapaz de amar a nadie... Imagínese su sorpresa cuando conoce a Evelina.

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CAPÍTULO 1
—Yo solía tener sexo todo el tiempo, todos los días, a cada minuto, con casi todos los hombres. No me importaba si estaban casados o solteros; yo era una mujer a la que le encantaba estar satisfecha —declaró la señorita Paola mientras Evelina terminaba de preparar su comida. —Parece que nunca te aburrías —respondió Evelina riendo entre dientes. Estaba de espaldas a la anciana, pero sabía que la señorita Paola estaba poniendo los ojos en blanco. Una burla salió de la boca de la mujer, haciendo que Evelina sonriera suavemente. —No me aburría solo porque no me pasaba el día cuidando ancianas como yo —espetó. —¿Y si te dijera que me divierto cuidando a los demás? —replicó Evelina en forma de pregunta justo cuando colocaba el Pollo Alfredo en el plato. Una vez más, la señorita Paola puso los ojos en blanco. —Entonces serías una maldita mentirosa —dijo la mujer con agresividad. Evelina dejó el plato sobre la elegantísima mesa, sin dejar de sonreír. —Yo no miento, señorita Paola —le respondió. Dándose la vuelta, Evelina miró a la mujer mayor mientras se levantaba de su asiento en el sofá. Llevaba el cabello recogido en un elegante peinado y vestía su habitual ropa de negocios. A pesar de su edad, nunca parecía mal vestida. Incluso su maquillaje parecía profesional. —¿No eres brasileña? —preguntó, acercándose a su asiento en la mesa. Evelina asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa, a pesar de que la señorita Paola parecía estar de mal humor por mucho que ella se esforzara en ser amable. —Si no hubiera pasado ya por la menopausia, estaría celosa de usted —dijo con una ligera mirada de reojo. Evelina no pudo evitar enarcar una ceja mientras procesaba sus palabras. No parecía gran cosa, pero creía que era lo más cercano a un cumplido. —¿Y eso por qué? —preguntó la cuidadora, realmente interesada. —Tienes una bonita figura y tus rasgos faciales no me dan ganas de vomitar. Creo que deberías estar por ahí dando un gran uso a tu cuerpo en lugar de estar aquí cuidándome como si fuera una especie de niño pequeño —habló enfadada. Evelina no pudo ocultar una pequeña sonrisa. Para disimularla, se dio la vuelta y empezó a limpiar los platos que había utilizado para preparar la comida. —Supongo que no soy de ese tipo. Prefiero estar en casa o fuera haciendo mi trabajo —explicó, encogiéndose de hombros. La espalda de la mujer estaba recta mientras comía con tan buena postura. Todo lo que hacía tenía que ser preciso, o estaría pensando mal de sí misma durante días. —Sabe, soy la dueña de este hotel. Lo único que tienes que hacer es venir a por una habitación y te la dejaré por esta noche —rió entre dientes después de masticar completamente la comida y tragarla. Evelina se volvió hacia ella con una mirada juguetona antes de negar con la cabeza. —Bien, renuncio a intentar vivir mi juventud a través de ti. Eres aburrida —murmuró la señorita Paola. Cuando los ojos de Evelina volvieron a los platos que tenía entre manos, la mujer ya se había levantado de la mesa y se había alejado. La señorita Paola era ridículamente rica. El hotel en el que vivía no era un simple hotel; debía de tener muchas suites en el ático, incluyendo una en la que ella habitaba. El edificio se alzaba hasta el cielo, y solo la gente más exclusiva parecía vivir en él. Evelina nunca habría imaginado que tendría que cuidar de la millonaria propietaria. La agencia de cuidados en la que trabajaba Evelina parecía haber conseguido una mejora. Pasó de cuidar a personas que vivían en apartamentos pequeños a personas que eran los más ricos entre los ricos. Lo único que le disgustaba de la mejora era que cuanto más rica era la persona, más crueles la trataban. Por suerte, ya se había acostumbrado. Cuando Evelina terminó de lavar los platos, buscó a la señorita Paola hasta encontrarla sentada afuera, en el balcón. La mujer parecía sumida en sus pensamientos mientras contemplaba todo el colorido que Nueva York le ofrecía. En silencio, Evelina salió y se colocó a su lado, dejando que el viento agitara su cabello. —Cuando era pequeña, mi madre me hablaba de Nueva York. Decía que todos mis sueños se harían realidad. Aún no se han cumplido, y no creo que se cumplan nunca —dijo Evelina al azar. —¿Cuáles eran esos sueños? —preguntó la señorita Paola. Volviéndose hacia ella, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro antes de volver la vista hacia la enorme ciudad. Los colores danzaban alrededor mientras los bocinazos y las conversaciones de la gente se mezclaban. Si se miraba demasiado de cerca, nadie sería capaz de detectar la belleza de todo aquello. —Para convertirme en alguien de quien pudiera sentirme orgullosa. Como una lagarta para uma borboleta. Como una oruga para una mariposa —le tradujo Evelina. Un recuerdo se agolpó en su cabeza al pensar en lo que su madre siempre le había dicho. Incluso una pequeña sonrisa pareció adornar sus labios. —Eres la primera cuidadora a la que no despido en las dos primeras semanas —dijo la señorita Paola al azar. Una vez más, no parecía gran cosa, pero era su forma de hacer un cumplido. Evelina agarró el picaporte de la puerta doble antes de empujarla para abrirla. —Vamos a acostarte y nos vemos mañana —dijo. La anciana dejó escapar un gemido mientras seguía a la chica al interior del ático. Subieron las escaleras y llegaron al dormitorio principal, perfumado de vainilla. Una vez más, abrió de un empujón las puertas dobles y acompañó a la señorita Paola hasta su cama. Apartando el edredón, Evelina dejó espacio suficiente para que ella se metiera bajo las sábanas. La mujer parecía irritada por el hecho de que alguien la estuviera arropando en la cama, ya que se tumbó sobre las sábanas justo antes de que Evelina cubriera su cuerpo con la manta. —Buenas noches, señorita Paola —sonrió justo antes de apagar la lámpara y salir de la habitación de la señora. Bajó las escaleras y se dirigió a la puerta principal, que cerró con llave al salir. Sus zapatos repiquetearon contra el hermoso suelo de mármol mientras se dirigía al ascensor. Jones, el ascensorista, estaba de pie dentro del ascensor esperando a un empleado. En cuanto la vio, esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza. —Evelina, ¿cómo le ha ido a la señorita Paola? —le preguntó justo cuando ella entraba en el ascensor. Ya sabía exactamente dónde tenía que estar la bella brasileña: en el piso de abajo para coger un taxi. —Ha estado mejor —le respondió con una sonrisa cortés. Evelina vio cómo él asentía con la cabeza justo cuando ambos desafiaban la gravedad al descender. Cuando llegaron al vestíbulo, las puertas se abrieron, dejándola contemplar el elegante edificio. —Buenas noches, Evelina —dijo Jones. Ella le saludó con la mano antes de salir del ascensor, pasar por delante de la recepción y salir a la bulliciosa calle. La intensa lluvia la recibió con los brazos abiertos. Cuando un taxi amarillo se acercó por la calle, Jones se apresuró a agitar la mano para avisar al taxista de que necesitaba que la llevara. El conductor del coche se detuvo casi justo delante de ella. Evelina caminó rápidamente hasta el taxi antes de abrirlo y subir. —¿Adónde? —le preguntó el taxista. Ella le dio su dirección y cerró la puerta con un suspiro. A veces, su trabajo le quitaba mucha energía. Dependiendo del cliente, volvía a casa completamente agotada. Al principio, creía que acababa tan cansada porque, además de trabajar, también tenía que ir a la escuela para terminar la carrera de enfermería. Ahora que había terminado los estudios, sabía que eso ya no era una excusa. De repente, sonó su teléfono. Dejando escapar un resoplido de fastidio, cogió el teléfono del interior de su bolsillo antes de contestar y presionarlo contra su oreja. —¿Puedo hablar con Evelina Santos? —preguntó un hombre. Arrugando las cejas, no pudo evitar preguntarse con quién estaba hablando y para qué necesitaba hablar con ella. —Al habla —respondió. —Buenas noches, señorita Santos. Soy Johnathan Miller, fundador de HomeCare. Recientemente he recibido su expediente y veo que ha obtenido el título de Licenciada en Enfermería, ¿es correcto? —preguntó. Evelina asintió lentamente con la cabeza antes de darse cuenta de que él no podía verla. —Sí, señor. —Tengo una amiga que necesita una enfermera y cuidadora todo en uno. Me encantaría hablarlo con usted en persona cuando esté libre. ¿Le parece bien mañana? Una vez más, ella asintió con la cabeza, nerviosa. Siempre parecía haber una ansiedad que se cernía sobre sus acciones cuando hablaba con personas que no conocía del todo. —Sí, por supuesto. No tengo que ver a mi cliente hasta mañana por la tarde,— le informó, pensando en la señorita Paola. —Perfecto. Nos vemos en el Java Palace sobre las diez de la mañana,— dijo Johnathan. Había una amabilidad en él que la animaba ligeramente a hablar. Su voz sonaba como si estuviera sonriendo. —De acuerdo, nos vemos allí. Buenas noches,— dijo ella justo antes de colgar el teléfono. Dejando escapar un pequeño suspiro, dejó que su codo se apoyara en el espacio junto a la ventana. Se pasó un dedo por los suaves labios mientras esperaba a que el taxi la dejara en casa. No tardó mucho en llegar a su pequeña casa adosada. Su hogar estaba conectado a varias otras casas al final de la calle. Con una sonrisa, pagó al taxista el trayecto y una propina antes de bajarse y dirigirse a la puerta. Sacó las llaves del bolsillo, las introdujo en la cerradura, abrió y entró. Había una bolsa de comida para gatos que había dejado junto a la puerta para alimentar a los gatos callejeros que deambulaban por las calles de noche. La cogió y llenó el cuenco que siempre dejaba fuera. Luego, cerró la puerta con llave. Lo único que le rondaba por la cabeza era qué querría de ella el fundador de la agencia.

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