La misma noche
Matadi, el Congo
Samuel
Las palabras salen desde que nacemos, es nuestra forma de comunicarnos, un espejo de lo que deseamos repetir. Sin embargo, no siempre dicen la verdad, no manifiestan lo que pensamos en realidad, ni que se diga de lo que sentimos. Al contrario, muchas veces, se convierten en un disfraz que usamos cuando lo creemos conveniente, también como consecuencia de su ausencia, en su lugar los silencios se presentan, mientras ellas se quedan atrapadas, cautivas en nuestra mente, esperando el momento para juntar el coraje para escapar de nuestros labios.
Aun así, tienen un poder decisivo en nuestro destino cuando se liberan de su maldita carcelera. Pueden ser tan devastadoras como un huracán o tan suaves como una caricia. Una sola palabra, dicha en el momento justo, puede enderezar el curso de una vida o desviarlo para siempre. Son peligrosas, decisivas. Y, sin embargo, la gran mayoría somos torpes, incapaces de hablar con el corazón en la mano, nos cuesta poner en palabras nuestras emociones. Entonces recurrimos a los silencios, a las miradas, a los gestos, como si fueran suficientes para comunicarnos.
Supongo que soy el mejor ejemplo, no puede hablar de mi dolor por la pérdida de Nicholas, lo más grave fue no saber cómo parar el sufrimiento de Emily. En esa época pensé que sería suficiente el silencio entre nosotros, enfocarme en el trabajo esperando que todo pasé. Tal vez fue inmadurez, miedo a perder a Emily, aunque lo que conseguí fue acabar con nuestro matrimonio, se marchó sin un adiós. Supongo que esos son los errores o cagadas que te siguen atormentando, pero al parecer la vida me estaba dando el mejor regalo al traer de nuevo a mi vida a mi esposa.
Emily estaba delante de mí clavando su mirada llena de rabia, estaba furiosa y odiándome, pero también encontraba en sus ojos algo que no podía asegurar: amor o era mi necesidad de saber que aún no todo estaba perdido, pero dependía de mí, de abrirle mi corazón.
No fue fácil hablar de la muerte de nuestro pequeño, me derrumbaba con cada palabra pronunciada, sentí el nudo en la garganta consumiendo, un dolor en el pecho que aumentaba cada segundo, como si me atravesaran miles de cuchillas al mismo tiempo, pero mi ser entero me exigía enfrentar el pasado, hablar de esas cosas dolorosas, pedirle perdón a la mujer que amo y sí tenía que escuchar sus reclamos o soportar sus insultos, lo haría sin dudarlo. Ella tenía todo el derecho de desahogarse, de sacar años de rabia, dolor y lo que quedaba era intentar reparar el daño.
Aunque admito que quería mucho más que escuchar: “te perdono”, no tenía intenciones de volver a dejarla escapar de mi vida, entonces le pedí una oportunidad, comenzar de cero, pero no creí que lo tomaría al pie de la letra, o mejor dicho estaba dándome un poco de mi propia medicina, como tal estallé por su frialdad, ¿Qué más tenía que hacer para demostrarle que la seguía amando? ¿Ponerme de rodillas? ¿casarnos de nuevo?
Y sí, reconozco que perdí los estribos, cuando me di cuenta estaba gritándole que la amo, un desastre, pero no sé…con ella nunca hubo un manual, solo éramos espontáneos. Lo cierto es que en un arrebato la aprisioné entre mis brazos, percibiendo su respiración acelerada, sus piernas temblorosas, todo me indicaba que aún había algo allí, algo que se resistía a morir. Ella como siempre buscando enloquecerme me salió con unas absurdas exigencias: citas, cenas, compromiso o tal vez si eran razonables.
Sin embargo, tenerla tan cerca embriagándome de su perfume, rozando su delicada piel, fue mucha tensión, me adueñe de sus labios, en un beso que supo a gloria. Estaba atrapado en el dulce néctar de su boca, sintiendo como la pasión, el deseo y amor me envolvían por volver a recorrer su piel, quería darles voz a sus gemidos, sentirla estremecer bajo mi cuerpo, necesitaba terminar de acabar con los muros, con esa maldita distancia que yo mismo puse al fallarle. Así cada segundo la sensatez escapaba por la ventana.
Mis manos se atrevieron a deslizarse por sus nalgas, escuchando un leve gemido, y ese fue el detonante para enloquecer. Mi erección apareció incontrolable, mientras los besos se volvieron más ardientes y desenfrenados. Pero ella lo notó. De forma abrupta, detuvo el beso colocando su mano en mi pecho, se separó un poco con su respiración agitaba.
–No vamos a tener sexo –exclamó con voz entrecortada, pero firme–. Quiero mis citas, saber que puedo volver a confiar en ti. ¿Entendido?
Su mirada intensa me desarmó por completo, y no pude evitar sonreír como un tonto.
–Mi vida, no voy a mentir. Te he echado de menos, y lo notaste, pero quiero mucho más que sexo contigo. Quiero despertar cada día a tu lado, volver a ser el dueño de esas miradas traviesas, perderme en tus pupilas, ser tu compañero. –hablé con sinceridad prendido en la oscuridad de sus ojos.
Ella se mordió el labio inferior, nerviosa.
–Quiero hechos, no solo palabras –replico con determinación–. Y ahora, hablemos de lo que has hecho. ¿Aún tienes esa vieja embarcación? ¿Sigues siendo guía o ya te convenció Abasi de ayudarlo con su causa? –preguntó con una mirada llena de curiosidad y mi corazón estallaba de felicidad, era la mejor muestro que no le era indiferente.
–Veo que todavía te importo –contesté, sonriendo de oreja a oreja–. Sentémonos y charlemos.
Señalé la cama, pero ella me lanzó una mirada de reproche. –Me comportaré replique entre risas–. Intentaré no seducirte.
–Eres terrible, no pierdes oportunidad de insinuar lo que quieres –pronunció medio riendo–. Ahora, respóndeme.
–En mi defensa, eres mi esposa, y esa ventaja la aprovecho.
Me acomodé en la cama y la rodeé con mi brazo cuando se sentó a mi lado.
–No vendí mi embarcación –le conté–. Aún tiene su encanto. La uso para llevar a algún idiota millonario por el río. No me va mal, pero las cosas están algo tensas en la región. Abasi sigue exigiendo que el gobierno reconozca a las tribus como legítimas dueñas de los territorios cercanos a Ubangui. Y no, no me ha reclutado. ¿Satisfecha? –informé con voz serena mientras llevaba mi mano libre a su rostro para acariciarlo.
–Todavía no, pero es tu turno –respondió con frialdad, observándome con expectación y mi pulgar rozo sus labios.
"¡Diablos!" No sabía por dónde empezar. Tenía mil cosas que preguntarle, pero solo una me vino a la mente: Jones. ¿Quién era ese hombre? ¿Mi rival? ¿Su prometido? Aunque me frené, porque no quería escuchar esas malditas palabras: "Hay otro hombre en mi vida". Llevábamos años separados, y ella aparece de repente en África. No era para darme una oportunidad, ni siquiera para cerrar ciclos. Así que mis dudas eran razonables. Aun así, intenté sonar casual.
–¿Te gusta tu vida en Londres? –averigüé, prendido en sus ojos, me incliné un poco para robarle un beso, luego continue– ¿Cómo van las conferencias en la universidad? ¿Sigue siendo un imbécil Marcus? ¿No me extrañabas? –murmure en un hilo de voz hechizado en sus labios.
–Eh… Londres no está mal –respondió, como si nada–. Las conferencias me entretienen, pagan las cuentas. Pero creo que eso ya lo sabes. ¿Mantienes contacto con mi padre? ¿Por qué? –su tono cambio de calmado a inquieto, sus ojos clavados en los míos.
–Conoces la respuesta, Emily, porque te amaba, quería saber si era feliz sin mí, si me olvidaste –dije en un susurro sobre sus labios.
Si bien hubiera dado todo porque permanecer en la quietud de la casa, ser solo nosotros. Emily arruinó mis ilusiones cuando mencionó que debía regresar al lugar donde se hospedaba. Pero ni loco perdería la oportunidad de descubrir si había algún imbécil rondando su vida. Y ahí fue cuando lo conocí. Arthur, el “asistente de mi suegro”.
No sé qué cara habré puesto, pero al mirarlo, el tipo estaba blanco como un papel. Sus ojos llenos de miedo, como si supiera algo que yo no. Me di cuenta en un instante que no era mi rival, pero esa chispa de desconfianza ya había prendido en mí. ¿Qué demonios le habrá contado Emily sobre mí?
En resumen, respiré hondo. “Vamos a empezar con las benditas citas”, me dije. Tenía que demostrarle a Emily que esta vez las cosas iban a ser diferentes. La cantina de Luke parecía una buena opción. Lo sé, no es el lugar más romántico, pero podríamos pasar un buen rato, relajarnos, y luego quizás dar una caminata. Pero en un parpadeo se arruinaron mis planes.
Conocí a Jones. Creí que era otro idiota más, de esos que se creen aventureros por la selva, pero algo en él me hizo desconfiar de inmediato. No solo era su apariencia, con esa ropa que parecía más para impresionar que para sobrevivir en la jungla, sino también su actitud ruda, envuelta en una cortesía tan falsa que daba ganas de vomitar. ¿Y para colmo? ¡Había contratado a Emily como su guía! Mi esposa.
–¿Quién demonios contrata a una mujer para meterse en la selva? –mascullé, sin poder contener la rabia.
No es que dudara de las capacidades de Emily, para nada. Ella podía recorrer la selva con los ojos cerrados, conocía el territorio mejor que nadie, incluso mejor que yo. Pero este tipo no me daba buena espina. Algo no encajaba. Y en este instante siento esa desconfianza hirviendo en el pecho, y la indignación sube a mi cabeza. Tengo que hablar. Tengo que impedirlo.
–Esto es ridículo –elevo la voz, esperando que Emily sea sensata y rechace la idea de llevar a ese imbécil a la selva–. ¡No vas a hacerlo!
El silencio que sigue es sepulcral. Miro de nuevo el rostro endurecido de Jones, su mirada desafiante. Me hierve la sangre, aprieto los puños, las ganas de partirle la cara a ese imbécil son cada vez más intensas. Pero entonces, la voz de Emily rompe el ambiente tenso, calmada, pero con ese tono que usa cuando no quiere discutir más.
–Samuel, déjame hablar con Jones a solas. Será solo un momento. Después seguimos con nuestros planes, ¿sí? Y…. pide una cerveza para mí, ¿te parece?
La forma en que lo dice, con esa dulzura mezclada con determinación, me desarma por un segundo. Pero mi rabia sigue ahí, hirviendo.
–Hazle caso a tu mujer, Samuel –interviene Jones, con esa voz serena que solo enciende más mi rabia.
Tenso la mandíbula, mis dientes crujen de la fuerza. Lo miro con unos ojos que deben parecerle los de un demonio. ¿Quién mierda se cree este imbécil? Emily, como si sintiera la tormenta que está creciendo dentro de mí, roza mi brazo con suavidad. Ese pequeño gesto, su tacto familiar, me calma lo suficiente como para no perder los estribos del todo. Me lanza una mirada profunda, como si me rogara que confíe en ella.
–Mi vida, te espero afuera –replico a regañadientes, la voz cargada de frustración. Mi pecho arde de furia contenida, pero sé que no puedo hacer otra cosa.
Salgo de ahí, aún enfurecido, lanzando una última mirada que casi grita “esto no ha terminado”. Jones no me gusta un pelo, y algo en mi interior me dice que esto no va a ser tan simple como una charla entre ellos dos.
Un rato después
Vuelvo a dar otro sorbo a mi jarro de cerveza, el amargor no me calma. Sigo maldiciendo por lo bajo, apoyado en el barandal de la entrada de la cantina, mirando por encima del hombro hacia adentro. Ahí está Emily, todavía charlando con el idiota de Jones, mientras la rabia me recorre como un veneno en las venas. No puedo dejar de preguntarme qué demonios están hablando. ¿Va a aceptar su propuesta? ¿Va a llevar a ese imbécil a la selva?
De pronto, escucho una voz detrás de mí. Arthur. No lo veo venir, pero su tono preocupado llena el ambiente antes de que siquiera lo mire.
–Samuel, en tu lugar no estaría tan tranquilo dejando a Emily con ese sujeto –exclama, con una especie de advertencia en su voz.
Me giro lentamente, clavando los ojos en él. ¿Tengo cara de estar tranquilo? No puedo contener mi mal humor y mi voz sale cortante, casi como un gruñido.
–¿Te parece que estoy tranquilo? –lo corto, casi escupiéndole las palabras–. Estoy desesperado por saber qué tanto está hablando ese imbécil con mi esposa. Pero... –lo miro de arriba abajo, buscando cualquier pista en su expresión– tú debes saber algo. ¿Qué quiere el tal Jones con Emily? –mis ojos clavados en los suyos, esperando o más bien, exigiendo respuestas–. ¿Es un pretendiente?
Arthur se queda congelado por un segundo, su mirada es una mezcla de sorpresa y algo más que no puedo descifrar de inmediato.
–¡¿Qué?! ¿Ella te dijo que Jones es su novio? –pregunta, casi con incredulidad. Niego con la cabeza, furioso.
–No, pero algo no me cuadra. –Mi voz sigue tensa, la desconfianza goteando con cada palabra.
Arthur suelta un suspiro, se pasa la mano por el cuello, como si estuviera incómodo con lo que está a punto de decir.
–Ese sujeto es un “supuesto millonario”, Samuel –informa con un tono lleno de escepticismo–. Anda buscando a su esposa y a su hijo, que desaparecieron en la selva hace un tiempo.
Frunzo el ceño, no estoy seguro de si debería creerlo o no.
–Todo ha sido raro desde el principio –continúa Arthur, mirándome de reojo, como si no quisiera meterme en más líos, pero sintiera que es su deber–. Desde cómo contactó a Emily, hasta cuando lo conocimos en altamar. Nada encaja bien. Y no me gusta el gorila que lo acompaña, tiene cara de mercenario.
Mi estómago se revuelve al escuchar eso. Un mercenario. Las piezas comienzan a juntarse en mi cabeza, pero ninguna termina de encajar del todo.
–Si fuera tú –murmura Arthur, su voz baja, casi como si temiera ser escuchado– evitaría que Emily lo lleve de excursión. O mejor aún... la acompañaría, pero sigue siendo tu decisión.
Me quedo callado por un momento, midiendo mis opciones. Las palabras de Arthur giran en mi cabeza como un enjambre de abejas, ¿Qué mierda hago? ¿Cómo confirmo la versión de Jones?