Un pasado que vuelve
1935 Londres, Inglaterra
Emily
Los misterios de la vida muchas veces nos ponen a prueba, nos dejan caminando sobre la cuerda floja, nos ponen en una encrucijada donde el corazón clama por ser escuchado, pero la razón toma el control, porque no siempre basta con amar para resolverlo todo, más bien es parte de madurar, de entender que nos merecemos más. No se trata de cobardía, ni escoger la salida fácil, es pensar en ti, en amarte a ti sobre todas las cosas. Y claro que dolerá esa decisión, no somos de acero. Aunque como dicen el tiempo es nuestro mejor aliado para sanar las heridas, para dar vuelta a la página, para dejar de llorar y parar de sufrir. Asúmelo, lo que mereces es una buena bofetada de realidad, para dejar de aferrarte a un futuro que no existió ni en sueños.
Lo asumí hace mucho tiempo, comprendí que esos futuros que me imaginaba junto a él, nunca se harían realidad. Donde hubo promesas rotas, charlas que no llegaron, sueños que quedaron en el aire. Y me cansé de ceder, de ser yo quien debía vivir con el corazón en un puño, de sentirme en segundo plano. Hasta que un buen día con el alma hecha miles de pedacitos me dije: “¡Basta Emily! Deja de intentar unir lo que ya está roto, es hora de seguir sin él, no puedes seguir dándole oportunidades”. Lo hice, me fui dejando atrás toda la vida que conocía. Me subí en el primer barco rumbo a Londres. Y ya de eso como cinco años, pero mentiría si dijera que él ya no navega en mis pensamientos, que no añoro el calor de su cuerpo, su aliento en mi cuello, nuestras charlas hasta el amanecer, al contrario, cada tanto se cola en mis sueños, como si hubiera tatuado su nombre en mi corazón, porque lo que vivimos fue demasiado intenso, un amor que flotaba en el aire.
En fin, la vida sigue, un día más de mi rutina diaria, una conferencia más en el auditorio de la facultad. Las preguntas comunes no faltan, y tampoco los comentarios idiotas que arrancan risas a la sala mientras proyecto las diapositivas, pero es parte del trabajo, igual no me dejo intimidar, mi voz sigue llenando el ambiente.
–Señores, me refiero a los estímulos cognitivos de los primates, no a sus métodos de reproducción –espeto con una sonrisa profesional, aunque siento el sarcasmo burbujeando por dentro–. Si no hay más preguntas, los invito a revisar mis ensayos sobre la vida salvaje en África. ¡Buenas tardes! –añado con mi pose formal.
Los aplausos me rodean, acompañados por el ruido de las bancas al moverse y el sonido de los estudiantes abandonando el auditorio. Respiro hondo, sintiendo que puedo relajarme por fin. Empiezo a recoger mis notas y mi bolso, lista para irme. Pero entonces escucho un carraspeo detrás de mí. Levanto la mirada, y allí está Marcus, con esa expresión inquieta que conozco demasiado bien. Frunzo el ceño, sabiendo que viene algo que no quiero escuchar.
–Te felicito, Emily –pronuncia Marcus, acercándose con esa sonrisa que me resulta insoportablemente condescendiente. Sus ojos brillan con entusiasmo que me repugna. No puedo evitar rodar los ojos, sintiendo una mezcla de agotamiento y frustración que hierve bajo mi piel–. Captaste la atención de los chicos. Aunque, siendo honesto, es un desperdicio que te quedes solo en esto. Hay formas más interesantes de usar tu potencial.
La manera en que lo dice, ese tono lleno de una seguridad que raya en la arrogancia, hace que mi paciencia se agote.
–¡Ilústrame, Marcus! –respondo, y el sarcasmo se filtra por cada palabra. Mi sonrisa es burlona, casi despectiva, mientras lo miro sin ganas de seguirle el juego–. ¿Qué propuesta brillante tienes esta vez? ¿Ser asistente del decano? ¿Dar más clases en la facultad? ¡Ah, ya sé! ¿Será ser consejera estudiantil?
Me cruzo de brazos, como si estuviera preparándome para lo que sigue. Pero Marcus no parece notar el filo en mi tono. Su sonrisa se apaga lentamente y su expresión cambia, volviéndose seria, lo que me pone en alerta.
–Deja el sarcasmo, Emily –replica, y esta vez su voz tiene un peso distinto, más grave, más serio–. Esta vez va en serio. Tengo una propuesta diferente. Escúchame, no pierdes nada. Al contrario, creo que te interesará.
Lo miro, con el ceño fruncido. Suspiro, resignada. Sé que no me dejará en paz hasta que lo escuche, pero cada palabra que sale de su boca ya me fastidia. Aun así, decido dejarlo hablar.
–Si no me das más opción, lo haré –le digo, mi voz cargada de impaciencia–. Pero ya te aviso, no me interesa. Me gusta lo que hago. Estas conferencias me llenan y me dejan tiempo para mis cosas.
–El asunto es el siguiente: apareció un hombre llamado Robert Jones en mi despacho –continúa, sin inmutarse por mi desinterés. Habla como si mi respuesta no importara, y eso me molesta aún más–. Necesita ayuda para localizar a su esposa e hijo. No ha sabido de ellos en más de dos semanas.
Parpadeo, sorprendida por el giro de la conversación. ¿Qué demonios tiene eso que ver conmigo?
–¿Acaso tengo cara de detective? –mi voz suena mordaz, pero también confundida–. ¿Soy una especie de Sherlock Holmes? Por si lo has olvidado, soy zoóloga. Estudio el comportamiento de los animales. Pero si ya estás sufriendo de Alzheimer, te lo pongo por escrito.
Mis palabras lo hieren, lo noto en la leve tensión de su mandíbula. Pero sigue adelante, obstinado.
–Lo sé muy bien –responde, su tono ligeramente más áspero–. Pero el asunto es otro. Conoces mejor que nadie la zona del Congo. Sobre todo, dominas la lengua de los nativos, y la última carta que recibió Jones de su familia fue enviada desde allí.
¡El Congo! La palabra retumba en mi mente y, de inmediato, siento que algo se quiebra dentro de mí. Retrocedo un paso, como si la mera mención del lugar fuera suficiente para aplastarme bajo su peso. Mi pecho se oprime, el pasado golpea con fuerza, y todos los recuerdos que intenté enterrar comienzan a emerger, invadiendo mi mente. ¿Por qué ahora? ¿Por qué tiene que aparecer esto ahora?
–¡No! –mi respuesta sale más aguda de lo que pretendía, llena de rabia y algo más profundo que no quiero admitir–. ¡No pienses ni por un segundo que voy a regresar a África! –mi voz tiembla, una mezcla de furia y miedo entrelazándose en cada sílaba–. No tengo interés en ser la guía de un safari, ni en jugar a la detective por ayudar a un desconocido. Amo mi vida aquí, en Londres. Me gusta lo que hago. ¿Por qué demonios iría a buscarme problemas?
Mi mirada está cargada de malestar, pero Marcus me observa con una calma que me exaspera. Es esa maldita serenidad lo que me vuelve loca.
–Jones ofrece una buena suma de dinero por tu ayuda –insiste, su voz suave pero cargada de esa persuasión que sabe manejar tan bien–. Todos los gastos pagados, viajando en primera clase. En tu lugar lo pensaría dos veces, porque es una pequeña fortuna que podrías invertir en tus proyectos. Y solo por unos días de trabajo en África, ni siquiera se considerarían como tal, serán más bien unas pequeñas vacaciones.
Hace una pausa, sus ojos fijos en los míos, midiendo cada palabra que está a punto de decir.
–A menos que tengas otro motivo para rechazarme semejante propuesta de trabajo –añade con un tono más frío, y su siguiente frase me golpea como un puñetazo. Le lanzo una mirada de reproche para intimidarlo y frenarlo.
–Unas vacaciones serían si yo pudiera elegir el destino, pero en su lugar pretendes que viaje con un millonario excéntrico que le dio un ataque de culpa por la distancia con su familia, si eso es verdad. Quizás la mujer le pidió el divorcio y se marchó con su hijo para no ver su detestable rostro, ¿Lo has pensando? –comento con un tono de malestar provocando una sonrisa burlona en su rostro.
–Lamento informarte que no es como sugieres, y si fuera el caso no es tu problema. Enfócate en lo esencial, en la propuesta, ¿o será que tienes miedo de volver a ver a Samuel? ¿De escuchar algunos reclamos por tu abandono? ¿o quizás darte cuenta que te olvidó y continuo con su vida? ¿Cuál es la respuesta correcta?
Su mirada se clava en la mía, buscando respuestas. Mi corazón se detiene por un instante y me sumerjo en mis pensamientos más profundos.