El mismo día
Selva del Congo
Emily
La duda es como un gusanito silencioso que se infiltra sin invitación, escurridizo, retorcido, y se queda, anidando en las esquinas menos visibles. Se alimenta de esas pequeñas inseguridades, de la falta de confianza que dejamos en algún rincón sin pensar, y va creciendo, enredándose en nuestros pensamientos. La duda no tiene lógica; se nutre de los momentos de flaqueza, y su mayor placer parece ser dejarnos a la deriva en un océano de incertidumbre, nadando entre preguntas sin respuesta.
Intentar ignorarla solo la fortalece. La duda no desaparece con palabras bonitas o racionalizaciones apresuradas; se refugia en las sombras, agazapada, esperando cualquier excusa para volver a la superficie. Cada decisión, cada palabra no dicha, cada mirada esquiva es terreno fértil para que siga enraizándose, más profundo, más intensa. No hay forma de arrancarla de golpe. Al contrario, a veces toca aprender a vivir con ella, a reconocerla y verla por lo que es, a dejar que se desplace en el límite de nuestros pensamientos sin cederle demasiado espacio. Pero la cuestión es enfrentarla, remitirnos a los hechos para que se esfume, ante todo la confianza y la certeza la dejan fuera de combate.
Aunque quise hacer oídos sordos a los comentarios de Arthur yo misma empezaba a encontrar cosas que no me cerraban sobre la historia de la familia de Jones, para sumarle más tensión no llegó Samuel al punto de encuentro solo agravando mi malestar y, mis dudas sobre este hombre. Por si fuera poco, estaba casi segura que nos seguían, esa sensación no podía quitármela. Esa idea me rondaba, insistente, desde hacía días, como una sombra al acecho.
Entonces, escuché unas pisadas rápidas aproximándose. Mi corazón dio un vuelco de esperanza, pensando, solo por un segundo, que podría ser Samuel. Pero ese momento se desvaneció con un disparo que rompió la calma de la selva. Samuel jamás desperdiciaría una bala en un disparo de advertencia; él sabía que, en este terreno, la munición podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Así que, si no era él… significaba que teníamos compañía. Cazadores, sin duda. No las tribus; ellos usaban arco y flecha, cuchillos, no armas de fuego.
Un breve silencio ensordecedor nos envolvió mientras todos estábamos alertas. Jones con una expresión fría que intentaba ocultar el destello de satisfacción en sus ojos, sus manos aferradas al machete. Arthur con una cara de pánico prendido al rifle y Fawas cuidándonos el parte posterior. De repente, como un rayo apareció una pantera moviéndose entre los árboles. Fawas no perdió tiempo tirando del gatillo ante el supuesto peligro, pero lo inquietante fue ver ese atisbo de decepción en el rostro de Jones. No era tristeza por la muerte del animal, tampoco por no encontrar a su familia, había otra razón. Para colmo, el animal tenía dos tiros en su cuerpo, lo que confirma mis sospechas, nos vigilaban, entonces debía actuar con frialdad, sin entrar en pánico.
Propuse movernos rápido improvisando que la madre de la “cría” nos podía encontrar o quien nos seguía. Aunque en realidad las panteras negras eran solitarias, no viven en manada y cazan solas, es decir era una mentira para tener un poco de ventaja sobre Jones, para retrasar nuestra llegada a Ubangi, para intentar descubrir quién nos seguía y lo más importante esperar que Samuel nos encuentren.
Finalmente, alcanzamos la sabana, un lugar donde los hipopótamos reinaban y podíamos mantener una distancia segura. Jones se había apartado un poco, observando con detenimiento el entorno mientras se llevaba un habano a los labios, con un gesto de aparente relajación. Pero yo sabía que estaba evaluando cada detalle. Fawas bebía agua con calma, mientras Arthur se me acercaba, susurrando con un tono de conspiración.
–Emily, tú eres la experta en animales, pero según lo que he leído, esa pantera no era una cría. Su tamaño, su peso... todo en ella decía que era una adulta. –Su voz temblaba, y una mezcla de temor y respeto inundaba su expresión–. Me estás dando la razón, ¿verdad? No confías en Jones y estás tratando de retrasar nuestra llegada a Ubangi.
Sentí una risa amarga escapar de mis labios, casi sin querer. Me incliné hacia él, con los ojos clavados en los suyos.
–Ahora entiendo por qué mi padre insistió en que vinieras. No era solo para darle celos a Samuel… eres astuto, observas a las personas con una precisión que yo nunca podría –repliqué, con una mueca de desdén que no podía disimular–. Pero, respondiendo a tus dudas, hay demasiadas cosas que no cuadran con Jones. Ni un solo rastro de un campamento, ni señales de Samuel… Y estoy casi segura de que nos siguen. Tal vez tres, cuatro hombres. Los mismos que dispararon a la pantera.
Arthur se quedó congelado, sus ojos bien abiertos, como si acabara de confirmar sus peores pesadillas.
–Emily, no hay rastro porque no existe tal familia. Samuel no ha venido porque Jones dio la orden para que lo mataran. Apenas pudo, lo silenció –su voz, irritada y crispada, me atravesó como una daga, y sentí un nudo formarse en mi garganta.
Tragué saliva, luchando contra las imágenes que amenazaban con apoderarse de mi mente. Negué con la cabeza, tratando de mantener la calma, aunque mi voz salió tensa.
–Samuel no está muerto –sentencié, cada palabra escapando de mis labios como un latido furioso–. No vuelvas a decirlo. Seguro que tuvo un problema con el jeep, pero pronto aparecerá entre los matorrales, con esa sonrisa confiada de siempre. Incluso le dejé señales para que pueda encontrarnos.
Intenté sonar convencida, pero el peso en mi pecho me decía lo contrario. Mi corazón estaba destrozado solo de pensar en la posibilidad de perderlo. No podía perder a Samuel, no después de todo lo que habíamos pasado, después de prometer volver a empezar. Me rehusaba a quedarme con el recuerdo de lo que fue, de lo que pudo haber sido.
Arthur suspiró, como si quisiera replicar, pero, en el último momento, se contuvo. Torció la boca, su expresión oscureciéndose con una mezcla de resignación y lástima.
–Solo digo lo que parece evidente. No quiero darte falsas esperanzas… –murmuró, bajando la voz y aclarando la garganta antes de continuar, ahora con un tono de inquietud–. Pero, volviendo a Jones, debo admitir que lo que dijiste sobre los hombres que nos siguen me intriga. ¿Cómo puedes estar tan segura?
Lo miré, y dejé que un destello de irritación cruzara mi rostro. Me acerqué un poco más, como si mis palabras fueran a traspasar la distancia.
–¿En serio lo preguntas? –respondí, controlando el tono para no perder la calma–. Sé cómo leer el bosque, distinguir huellas cuando todo está en silencio. Y si no han atacado todavía, es porque están esperando. Estoy segura de que también van hacia Ubangi.
Arthur asintió, aunque la preocupación se reflejaba en sus ojos.
–Entonces… los contrató Jones. Pero… ¿por qué? ¿Qué hay en Ubangi que le interese tanto? –preguntó, frunciendo el ceño, perdido en sus propias dudas mientras yo intentaba unir las pocas piezas de un rompecabezas que cobraba sentido.
Arthur me miraba con una mezcla de pavor y resignación, como si las piezas de nuestro destino sombrío comenzaran a encajar en su mente. Sentí un impulso de apretarle el brazo para que mantuviera la calma, pero lo que tenía que decir no dejaba lugar a suavidades.
–Arthur, Jones puede tener miles de motivos para querer llegar a Ubangi, pero eso ahora no es lo importante –expliqué, bajando la voz para que nadie más escuchara–. Lo que importa es lo que sucederá con nosotros cuando dejemos de servirle.
Sus ojos se agrandaron, y pude ver cómo tragaba saliva, procesando mis palabras.
–¡Nos va a matar! –susurró, con un tono tan amargo que sentí un escalofrío.
Me incliné hacia él, tratando de infundirle algo de firmeza, aunque yo misma apenas podía controlar los latidos acelerados de mi corazón.
–No, si escapamos antes –dije, mirándolo con decisión–. Ya tengo un plan en marcha. Nuestra mejor oportunidad es aprovechar el río Lualaba, donde comienzan las cataratas Boyoma.
Lo miré con atención, buscando algún atisbo de valentía en su mirada.
–¿Qué tan bueno eres nadando? –pregunté, con una pizca de duda, intentando evaluar hasta qué punto estaba dispuesto a correr el riesgo.
Sus ojos se abrieron de par en par, y el espanto en su expresión me confirmó que entendía la magnitud de lo que proponía.
Sí, era una jugada arriesgada. Lanzarnos al río Lualaba y enfrentarnos a las cataratas era casi suicida; el agua en esa zona tenía una fuerza implacable y las rocas podían destrozarnos. Sin embargo, si lo lográbamos, llegaríamos a Kisangani, donde las tribus locales nos brindarían refugio hasta que llegará Samuel. Era nuestra única oportunidad.
En resumen, estamos a unos pocos metros de las cataratas, con la excusa de “descansar e intentar pescar algo”, aunque ya escuché los reclamos de Jones por nuestra parada repentina. Aunque me cansé de sus mentiras, de su fachada de hombre preocupado por su familia, porque no hay ni un maldito rastro de ellos, ni un indicio que contradiga lo que sospecho. Lo arrinconé, ya sin paciencia, esperando que de una vez por todas se quite la máscara. Mis palabras lo obligaban a dar una respuesta; le exigí pruebas de que su supuesta familia llegó al Congo. Y en este instante puedo ver cómo se endurece su rostro, su mirada se vuelve fría, calculadora, y sus manos se aferran al rifle. Su respiración es errática y pesada, y cuando finalmente responde, su voz resuena en el ambiente con un filo peligroso.
–Emily, te dije que recibí una carta de mi esposa desde aquí. No hay mejor prueba que esa –replica, con un tono cargado de falsa calma.
–No es suficiente, Jones –espeto, clavándole la mirada–. Esa carta pudo haberse escrito desde cualquier sitio. Tal vez tenían problemas y fue su forma de vengarse de usted. Podría darle mil hipótesis más sobre su familia, y ninguna le dejaría bien parado.
La tensión estalla en su rostro; sus ojos se encienden y sus labios se tensan en una mueca de rabia antes de que su voz, rabiosa y llena de desprecio, atraviese el aire como un latigazo.
–¡Me importa una mierda lo que pienses, Emily! –escupe, con los dientes apretados–. Pagué para que me lleves a Ubangi, y lo harás… o me obligas a usar otros métodos. ¿Fui claro?
Su tono es un disparo directo a mi paciencia, pero no cedo. La rabia en su voz alerta a Fawas, quien se mantiene firme, observándome, esperando mi señal para intervenir. Arthur, en cambio, se levanta del suelo con la cara rígida y los labios apretados; el rifle colgando de su hombro mientras sus ojos se mueven entre Jones y yo, como si tratara de medir cada palabra y cada reacción.
Sin apartar la vista, suelto una sonrisa retorcida. Me alejo unos pasos, manteniéndome en control, pero con cada fibra de mi ser lista para lo que venga.
–Jones, haga lo que quiera, pero no obtendrá nada de esa manera… ¿o sí? –respondo, con un tono envenenado, mientras me inclino lentamente para agarrar mi mochila. Mis movimientos son precisos, calculados, y no dejo de observar la forma en que él me apunta con el arma, el ligero temblor de su dedo sobre el gatillo.
Jones aprieta la mandíbula, sus ojos oscuros, amenazantes, me observan como si estuviera midiendo la distancia entre nosotros.
–Emily, no me obligues a usar el rifle. Mejor sigamos nuestro camino, ¿de acuerdo? –dice con la voz contenida, pero sus palabras revelan un temor subyacente, aunque el arma sigue fija en mi silueta.
A mi lado, Arthur parpadea, atónito. No se atreve a moverse ni a respirar demasiado fuerte, y en sus ojos hay un reflejo de incertidumbre y desconcierto. La situación ha escalado demasiado rápido, y él lo sabe.
Sin titubear, vuelvo a desafiarlo. Le mantengo la mirada con firmeza, pero una chispa de provocación en mi tono.
–Tiene dos opciones, Jones: bajar el rifle y calmarse… o me obliga a saltar por las cataratas –mi voz es una mezcla de desafío y veneno puro–. ¿Cuál prefiere?
Por un instante, veo el impacto en su rostro, la duda que lo asalta. Mi desafío le sorprende, y eso me da el control, aunque sea por un segundo, pero no tengo idea de lo que sucederá después, lo que me sumerge en un mar de dudas.