El mismo día
Selva del Congo
Robert Jones
La mayoría de personas no saben como enfrentar lo inesperado, al punto de ver su rostro desencajado, los ojos abiertos como si buscaran una salida que solo existe en sus cabezas. Manos temblorosas, pasos torpes, y esa desesperación que los transforma en animales acorralados, dispuestos a morder y rasgar a cualquiera que se atreva a acercarse.
Y luego están los otros. Los que no parpadean, no tiemblan, no se inmutan. En su frialdad, parecen tallados en piedra, como si hubieran nacido sin la capacidad de alterarse. Actúan con una serenidad que raya en lo inhumano, como si el caos fuera solo una lluvia pasajera que no merece la pena mencionar. Conocen el arte de mantenerse imperturbables, de conservar la compostura cuando a su alrededor todos han perdido la suya.
En mi profesión los imprevistos son un día más de trabajo, donde jamás me roban mi tranquilidad, menos permito que alteren mis planes. Me mantengo impasible y enfocado para observar el escenario completo. Porque si eres hábil ese imprevisto puedes usarlo a tu favor, no lo tomes como una desventaja, sino como una oportunidad que puede cambiar el curso del destino. Recuerda que es un juego de astucia donde una decisión acertada puede marcar la diferencia entre el cañón de un arma o un vaso con whisky.
Admito que Samuel Adams me sorprendió con su repentina propuesta de unirse a la búsqueda y, sobre todo, de dividirnos en dos grupos para cubrir más terreno. Lo peor no fue la idea en sí, sino que viniera de él, no de Emily. Mientras él hablaba, una rabia silenciosa se fue acumulando en mi interior. No se movía por empatía hacia mi “familia” ni por ningún tipo de altruismo. No, lo hacía para proteger a su esposa, para intentar desacreditarme y, tal vez, para satisfacer cierta curiosidad por mis verdaderas intenciones. Era una jugada estratégica, sin duda, diseñada para debilitarme y darle una ventaja a Emily. Y, por supuesto, el hecho de que Rowan fuera su acompañante hacía esta situación aún más interesante, y lo exponía al peligro.
Y en ese momento me dije: “iluso, te has puesto la soga al cuello por jugar al héroe.” Pero mantuve la compostura, la máscara de calma bien puesta, y acepté su cambio de planes como si no me hubiera desestabilizado en lo más mínimo. De todas formas, necesitaba hablar con Rowan; darle algunas indicaciones al idiota era crucial. Así que improvisé una excusa y me acerqué a él. Apenas estuve a su lado, su voz se deslizó en un murmullo cargado de rabia contenida.
–Este idiota nos complicó los planes, Robert. Ganas no me faltan de volarle los sesos de un tiro ahora mismo –gruñó, sus ojos oscuros fulminando a Adams con una intensidad casi animal mientras yo fingía sacar cosas de mi mochila. Cada palabra era un veneno que destilaba con precisión, su mandíbula tensa como si estuviera listo para actuar en cualquier momento.
Le lancé una mirada firme y, en un tono bajo y controlado, le respondí:
–No hagas estupideces. ¿Acaso no entiendes la ventaja que nos dio el imbécil?
Rowan bufó, su expresión endurecida.
–¿Qué ventaja, ni qué nada? ¿Cómo diablos le aviso a los hombres de nuestra posición si este idiota va a estar pegado a mí como una sombra?
Suspiré, ocultando mi impaciencia, y murmuré con el tono de alguien que tiene que explicar lo obvio.
–¡Mierda, todo tengo que decirte…! Usa las bengalas cuando Adams esté dormido para avisarles a los hombres. Y, cuando estén cerca de la selva, te doy la libertad de matarlo.
Rowan esbozó una sonrisa torcida, esa sonrisa oscura y retorcida que me recordaba por qué había decidido tenerlo cerca.
–Me gusta esa idea. Quiero llenarle el cuerpo de plomo –murmuró, con una chispa de malicia brillando en sus ojos, como si ya estuviera visualizando el momento en que lo haría.
Me incliné un poco más, asegurándome de que escuchara bien cada palabra.
–Pero escucha bien, Rowan –indiqué, enfatizando cada sílaba– no admito ningún error. No puedes fallar, o todo el maldito plan se va al carajo. Y otro detalle importante: cuando te encuentres con Smith, mantén una distancia prudente. Sean sigilosos, no enciendan los motores mientras nos sigan, porque no quiero que Emily sospeche. Primero, necesitamos que nos lleve hasta Ubangi.
Él frunció el ceño, visiblemente incómodo, y bajó la voz aún más.
–No sé, Robert… esa mujer cada vez nos desconcierta más. No es tonta, y pronto va a darse cuenta de que no existe ninguna señora Jones, ni tu supuesto hijo.
Lo miré con dureza, apretando los dientes.
–¡Cállate! –espeté–. ¿No ves que nos expones con tus comentarios?
Rowan rodó los ojos, pero no pudo resistirse a replicar.
–Solo digo la verdad sobre la mujer. –Su tono era agrio, pero continuó–. Y no te olvides del idiota come libros. Ese es más peligroso que el propio Samuel Adams, aunque tú lo subestimes.
Solté una risa seca, entre el desprecio y la burla.
–Arthur no es capaz de aplastar una cucaracha, menos de disparar un rifle –respondí, aunque sabía que en algo tenía razón–. Pero es cierto que es un estorbo, alguien que podría retrasar nuestros planes si se le da la gana. Eso sí, tampoco le des demasiada importancia. Al final del día, ese idiota no será más que otra pieza caída en el tablero.
Rowan asintió, con una mueca de satisfacción oscura que reflejaba lo que ambos sentíamos: estábamos en un juego calculado para llegar a Abasi.
Las primeras horas transcurrieron en una ansiedad que me carcomía por dentro. No podía ignorar el peso de la incertidumbre. Sabía que contar con Rowan para encargarse de Samuel Adams era una apuesta arriesgada. No se trataba solo de disparar y dar por terminado el asunto. Con un hombre de recursos como Adams, no puedes cantar victoria hasta verlo cinco metros bajo tierra. Y para empeorar las cosas, noté cómo Emily y Arthur cuchicheaban con una mirada recelosa. No hacía falta ser un genio para deducir que el idiota de Arthur hablaba de mí. Su rostro reflejaba un terror apenas contenido, sus dedos se aferraban con fuerza al rifle, como si fuera su última línea de defensa. Pero no era el peligro de navegar lo que lo ponía así, sino mi mera presencia.
Quizás era paranoico, una paranoia alimentada por los comentarios de Rowan, pero Arthur no hacía nada para calmarme. Al contrario, parecía disfrutar el fastidiarme con sus preguntas, cada una de ellas una sutil invasión en mi vida privada. No era curiosidad genuina, ni tampoco un intento de matar el tiempo. Era su forma pasivo-agresiva de molestarme.
–Jones –interrumpió mi pensamiento con su tono molesto– ¿cómo puede fumarse un habano con este calor?
Solté una risa seca, permitiendo que la ceniza cayera al suelo sin prisa alguna, y lo miré, dejando que mi respuesta llegara con calma.
–Calma mis ansias por encontrar a mi familia, –mentí con descaro con una sonrisa apenas esbozada– a menos que prefieras verme gritarle a Emily para que nos marchemos de una vez.
Arthur parpadeó, evidentemente incómodo, pero no perdió la compostura.
–No creo que correrá el riesgo de perder a su guía –replicó, con ese tono moralista que me sacaba de quicio– ni de quedarse a medio camino. Eso es lo que sucedería si pierde los estribos. Más bien, debería intentar comprender la actitud de Emily al pedirle que esperemos a Samuel. Después de todo, ella también tiene una familia, igual que usted. ¿No vino a buscarlos por esa razón?
La burla oculta en sus palabras no me pasó desapercibida. Inspiré hondo, dejando que el humo llenara mis pulmones antes de responder.
–Las situaciones no se asemejan ni por asomo, Arthur –pronuncié, manteniendo la voz firme, casi fría–. Y siendo sincero, nunca imaginé que alguien como Emily pudiera estar ligada a Adams… pero ese no es el tema. Limitémonos a esperar a que aparezcan con mi ayudante, ¿de acuerdo?
Arthur asintió, pero su mirada no se apartaba de mí, evaluándome, buscando, tal vez, algún indicio de flaqueza. No sabía que ese tipo de juegos psicológicos no me afectaban, al menos no viniendo de alguien como él.
A todo esto, la tensión era insoportable mientras los minutos pasaban y Samuel Adams seguía sin aparecer en el punto de encuentro. Empezaba a preguntarme si el tipo ya estaba en el más allá. Quizás ya está muerto, pensé, sin que la idea me molestara demasiado. Decidí que era hora de avanzar; seguiríamos adentrándonos en la selva. Este sería el momento perfecto para que Smith y sus hombres pudieran seguirnos sin ser detectados.
Pero, en el peor momento posible, un disparo se oyó a lo lejos, resonando como una campanada de alarma. Fue como si todo se detuviera en seco. Nos quedamos paralizados, escuchando el eco del estruendo, mientras la adrenalina comenzaba a recorrerme. Me giré a los otros, intentando procesar rápidamente quién podría haber hecho semejante estupidez. ¿Rowan, el idiota, habría perdido la cabeza? pensé, furioso. O, peor aún, ¿Samuel Adams y su gente? ¿Algún nativo cazando… o Abasi?
Emily lanzó una advertencia, mientras sujeté el machete con firmeza, mis nudillos blancos, y veía de reojo cómo Arthur apretaba con manos temblorosas el rifle, claramente preparado para disparar. Fawas, el nativo, se colocó detrás de nosotros, con la pistola en alto, vigilando cada sombra, cada movimiento en la maleza. Las pisadas rápidas y pesadas se acercaban, retumbando contra el suelo con una velocidad casi inhumana.
De pronto, como un relámpago, una pantera negra se deslizó por las ramas encima de nosotros. Su movimiento era una mezcla perfecta de agilidad y amenaza, un destello oscuro en medio de la densa vegetación. Antes de que pudiera lanzarse, el estallido de una bala cortó el aire, y el animal cayó, inerte, en el suelo a pocos metros de nosotros.
–¡Fawas! –exclamó Emily, girándose hacia el nativo con el rostro lleno de reproche–. No tenías que dispararle, bastaba con ahuyentarla.
Emily se adelantó, sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y respeto. Se inclinó hacia la pantera, y con delicadeza, colocó una mano sobre el animal, como si quisiera asegurarse de que ya no sufría. Sus dedos trazaron un gesto suave en la piel negra de la pantera, una breve despedida.
–¡Rayos...! Es una cría –murmuró, con voz grave, alzando la vista hacia nosotros–. Su madre no debe estar muy lejos.
Mis ojos se encontraron con los de Emily, y pude ver el destello de urgencia en su expresión.
–Tenemos que movernos ahora –añadió, en un tono firme–. Antes de que su madre, o quien le disparó primero, nos encuentre.
Sus palabras se deslizaron con una mezcla de urgencia y preocupación, pero mi recelo era lo que pasaba por su mente, ¿Ya sospechaba de mi identidad? ¿Me veía como el enemigo? Todos eran conjeturas, para sumarle más tensión a nuestra travesía ni el imbécil de Rowan, ni el cabrón de Samuel aparecen.
Lo cierto es que tenemos días sorteando a la madre de la pantera, no hay rastro de las tribus. Peor, del desgraciado de Abasi, y no sé…siento que no avanzamos, pero es culpa de Arthur, por quejarse cada dos segundos del clima, de tener hambre. Al punto de estar a cerca de unas cataratas. Para colmo, Emily decide que es hora de descansar. Nos detenemos, y veo cómo deja caer su mochila en la orilla del río, ignorando mi urgencia.
–Nos quedaremos unas horas para descansar e intentar pescar algo para comer –anuncia Emily con calma, como si no estuviera consciente de la presión que siento en cada músculo–. Desde aquí corremos menos riesgos. Más tarde, bajaremos cerca de los elefantes; es menos peligroso.
Mi mandíbula se tensa. ¿Más horas aquí? La impaciencia bulle bajo mi piel; cada segundo, cuenta, y ella parece tranquila, cómoda, ignorando lo que está en “juego”. No puedo soportarlo más.
–Emily –espeto, manteniendo el tono lo más controlado posible– deberíamos avanzar hacia Ubangi ahora, mientras tenemos la luz del día. En la noche seremos presas fáciles para los animales salvajes. Ya fue mucha suerte escapar de la pantera.
Emily me clava una mirada firme, sus ojos analíticos, como si estuviera buscando algo oculto en mi expresión.
–Jones –su tono es cortante, directo– hemos seguido la ruta que supuestamente tomó su familia, pero hasta ahora no hay ningún indicio de que hayan pasado por aquí. Han pasado muchos días; eso no lo discuto, pero eso es lo de menos.
Me obliga a sostenerle la mirada. Respira, no pierdas la calma. Me repito, mientras ella analiza cada centímetro de mi reacción, buscando una grieta, algo que le dé una razón para dudar.
–No sé qué decirte, Emily –respondo, eligiendo cada palabra con cuidado–. Aquí, tú eres la guía. Quizás ellos tomaron otro camino…
Emily mantiene su postura, su mirada implacable.
–O tal vez nunca llegaron a esta zona –señala, dejando caer cada palabra como si fuera una trampa–. Es posible que ni siquiera hayan estado en Matadi. ¿Tiene alguna prueba de que su familia realmente llegó al Congo? –Su pregunta cae como una bofetada mientras me sumerjo en mis pensamientos más oscuros.