El mismo día
Matadi, el Congo
Robert Jones (Jeffrey Lewis)
Alguien mencionó una vez que para ganar una batalla necesitas paciencia. No puedes lanzarte de cabeza creyendo que un ataque feroz lo resolverá todo. Eso es lo que hacen los que se desesperan, los que creen que la fuerza bruta lo es todo. Te aseguro que, si quieres ganar, debes saber cuándo tirar del gatillo, y eso lo aprendes con tiempo y paciencia. No se trata de la cantidad de golpes que das, sino de cuándo los das.
Entonces, aguarda entre las sombras, observa, esperando ese momento exacto que definirá la victoria, sobre todo conoce a tu enemigo, entiende sus puntos débiles, anticipa sus movimientos. Recuerda que cada decisión que tomarás debe ser calculada, y cada acción tiene su propósito. Allí es que la paciencia se convierte en nuestra mejor aliada, nunca olvides que no interesa ser el más rápido o el más ruidoso, interesa ser el último en pie.
Tenía clarísimo que necesitaba paciencia si quería vengarme de Samuel Adams, pero un simple tiro en las sienes no era lo que buscaba, sino que se retorciera de dolor, que suplicara por su vida miserable antes de que todo acabara. Pero no era estúpido. Conociendo su reputación como un hombre temerario, audaz, y sin miedo a la muerte, ese tipo de final no iba a ser sencillo. Necesitaba tiempo, estrategia, y allí entraba como mi carta triunfadora: Emily. Sin saberlo era el mejor anzuelo para cazar al maldito de su esposo, entonces no había motivos para apresurar las cosas con sugería Rowan.
Un silencio expectante nos envolvía. Podía ver cómo la mandíbula de Rowan se tensaba, mientras su pie golpeaba el suelo en un compás nervioso. Finalmente, con mi voz ronca, se presentó en el ambiente.
–Rowan, te equivocas. –Mi tono era bajo pero cargado de determinación, mi mirada fija en él–. Ese encuentro entre Emily y su esposo es nuestro anzuelo. No lo arruinemos. Samuel Adams tiene que venir a nosotros, no podemos ir a buscarlo como si fuéramos unos imbéciles. Además, matarlo aquí, en el pueblo, sería una maldita locura. Nos señalarían como los primeros sospechosos, y el comisario no nos quitaría los ojos de encima.
Rowan me miró con rabia contenida, sus labios apretados, mientras cruzaba los brazos sobre su pecho sudoroso.
–¡Robert! Su muerte podría parecer un ataque de un animal salvaje –gruñó, su voz era grave–. Lo dejo tirado en el río y asunto arreglado. Nos deshacemos de Adams, matamos al líder rebelde, luego a la mujer, y volvemos a Londres. Clifford nos pagará el doble. ¡El doble, Robert!
Rodé los ojos, sintiendo la frustración hervir en mi interior. La mente de Rowan siempre iba directo a la violencia, sin pensar en las consecuencias. Si actuábamos de forma impulsiva, todo se iría al infierno.
–¿Y arriesgar que alguien nos vea? –solté entre dientes, clavando mi mirada en la suya–. No voy a ser tan estúpido como para matar a Adams en el pueblo. No. Lo haremos en la selva, donde no tiene adónde correr ni quién lo ayude. Allí podré torturarlo hasta que me ruegue por su vida. Y créeme, lo hará. –Apreté los puños y sentí cómo mi sangre hervía ante la idea–. Escríbelo, Rowan. Samuel Adams tiene los días contados. Pero lo haremos a mi manera.
Rowan me miró con los ojos entrecerrados, sus dedos tamborileando sobre la mesa de madera agrietada, y finalmente, tras un largo y tenso suspiro, asintió.
–Como quieras –murmuró, con la mandíbula apretada–. Pero no digas que no te lo advertí si las cosas se complican.
Al final, decidí dar una vuelta por el pueblo, donde las calles de tierras se mezclaban con el sudor y calor sofocante, pero no era obstáculo para las actividades, como en el puerto, donde el caos era habitual, un caótico flujo de mercancías, gritos y miradas desconfiadas. Todo encajaba perfectamente en mi fachada de hombre desesperado por su familia. Fingí angustia, preguntando a cualquiera que se cruzara por mi camino sobre el paradero de mi supuesta esposa e hijo. Nadie me prestó mucha atención, tal y como esperaba. O al menos, eso creía, porque de la nada apareció Arthur, el amigo de Emily. Ese idiota come libros, siempre fisgoneando en asuntos que no le correspondían, se materializó a mi lado como una sombra que no podía sacudirme. Su charla era tan molesta como un zumbido de mosca en el oído, siempre bordeando lo pasivo-agresivo.
–Jones, no se esfuerce preguntando a los nativos por su esposa e hijo –exclamó con su típica calma venenosa–. La mayoría de ellos detestan a los extranjeros. No le dirán nada, y si lo hacen, solo será para sacarle dinero.
Mantuve la compostura, pero sentí la rabia hervir bajo mi piel. No podía perder los estribos; tenía que seguir siendo el hombre roto que buscaba a su familia. Sonreí apenas, un gesto vacío que no llegaba a mis ojos.
–Te agradezco el consejo, Arthur –respondí, cargando mis palabras con un peso de aparente sufrimiento–, pero estoy preocupado. No quiero ni imaginar lo que están pasando mi esposa y mi hijo en medio de la selva.
Arthur se acomodó las gafas con deliberación, evaluándome. Sabía que estaba tratando de sacarme más información, pero seguía con su voz neutra, como si no le importara.
–Si ellos vinieron hasta aquí, sabían a lo que se exponían –continuó–. Lo que no logro entender es por qué los dejó venir solos. ¿Por qué no los acompañó? ¿Puede saciar mi curiosidad? –añadió con su mirada fija en mí, buscando mandar abajo mi fachada.
Apreté los puños, controlando el impulso de hacerle callar con un golpe. Sonreí, esta vez con un toque más cínico.
–Simple, Arthur. Mis negocios me lo impidieron. Y ya sabes cómo son las mujeres cuando se encaprichan. No hay nadie que las soporte. Así que tuve que ceder a este maldito safari –mentí con descaro midiendo mis palabras.
Arthur inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera analizando mis palabras.
–Debe amar mucho a su esposa para consentirla de ese modo– señaló con un tono inquieto, torció la boca fingiendo frustración. –Disculpé, olvidé su nombre. ¿Cómo me dijo que se llama? –añadió y tensé mi rostro, mi mirada impasible.
–No te lo dije –respondí, deteniéndome un instante antes de sonreír con frialdad–. Tal vez Emily lo mencionó. Su nombre es Carol, y mi pequeño campeón, Thomas.
Arthur sonrió ligeramente, pero sus ojos lo traicionaban. Rowan había tenido razón sobre él. Era más astuto de lo que parecía, siempre atento a lo que ocurría a su alrededor, pero no dejaba de ser un cobarde. Sabía que no tendría el valor de tirar del gatillo si llegaba el momento. Y esa sería mi ventaja.
Lo cierto es que me cansé de que aparezca el idiota de mi ayudante por el hostal, también de esperar alguna señal de Emily, como tal vine a la cantina para indagar un poco sobre Abasi con cautela, porque no confió en la información que me dio Clifford, tampoco quiero sorpresas a la hora de llegar a su campamento. Es obvio que el gobierno africano no busca eliminar a Abasi por mero capricho. Debe ser una verdadera amenaza para el régimen, algo que Clifford, en su maldita arrogancia, no dejó claro. No es un simple salvaje como lo pintó.
Remojo la garganta con otro trago de cerveza mientras observo a mi alrededor. El cantinero se mueve entre los nativos, intercambiando chistes ásperos, hasta que finalmente sus ojos se encuentran con los míos. Su mirada es fija, y no tarda en dirigirse a mí con voz ronca.
–Amigo, no te he visto por aquí antes –comenta, su tono casual pero vigilante–. ¿Recién llegado? ¿A qué viniste? ¿Por los diamantes? ¿O eres de esos locos que quieren meterse en la selva? ¿Tal vez de los que apoyan la causa?
Lo miro con calma, tomándome un segundo, antes de responder.
–Sí, acabo de llegar, pero no vine por los diamantes ni por la selva. Fue por culpa de mi esposa –hago una pausa breve, dejando que la curiosidad crezca en él–. Pero no hablemos de eso. ¿Qué causa mencionas?
El cantinero frunce el ceño, como si probara qué tanto decirme.
–En pocas palabras –murmura mientras seca un vaso con desinterés fingido– el gobierno quiere quitarles las tierras a las tribus nativas. Dicen que van a construir vías para el tren, pero es pura mentira. Esa zona está llena de diamantes, y esa es la causa de Abasi, el jefe de las tribus.
Un jefe de tribus. Interesante. Hago como que me sorprende la idea, pero ya sabía más de lo que el cantinero creía.
–Un jefe de tribus –repito, como si procesara la información–. Debe tener mucho apoyo de los nativos. Será difícil quitarle las tierras si los tiene a todos de su lado.
Antes de que pueda responder, una voz grave interrumpe. Es un hombre corpulento, con la piel curtida por el sol, el cabello castaño y una barba espesa. Los ojos, azules y afilados, no me dejan de vigilar.
–Fawas, deja de hablar con los clientes. Atiende las otras mesas.
El hombre, que evidentemente es el dueño, se acomoda detrás de la barra. Su mirada se posa en mí, inquieta, penetrante.
–Amigo –dice con una voz baja pero firme–, soy Luke, el dueño de esta cantina. Si necesitas algo, soy el hombre que te puede ayudar. ¿Buscas diversión? ¿Un recorrido por la selva, tal vez? Conozco al mejor guía de la zona. Puedo ponerte en contacto con él.
Lo miro de reojo, midiendo sus intenciones. No tengo intención de caer en su juego.
–No creo que haya mejor guía que el que ya contacté –replico con firmeza y Luke deja escapar una carcajada áspera, como si supiera algo que yo no.
–Pues te equivocas. El mejor guía de esta zona es Samuel Adams, y hoy es tu día de suerte. Acaba de entrar en mi cantina –sus ojos brillan con malicia mientras me observa–. ¿Quieres que te lo presente?
Mi cuerpo se tensa al escuchar ese nombre. El maldito de Adams está aquí. Esto no puede ser una simple coincidencia. Pero mantengo mi rostro impasible, como si la idea no me afectara. Tal vez sea bueno, veamos si puedo sacar partido de la situación.
–Hazlo –respondo con calma, aunque por dentro, la sangre me hierve.
Con un gesto casi imperceptible, Luke señala al frente. Deduzco que es Samuel, pero no me giro. Intento que mi desinterés parezca genuino, no dándole más importancia de la que merece. Aun así, los pasos se acercan, y pronto la voz áspera de Samuel Adams retumba lo suficientemente cerca como para que pueda escuchar su charla.
–Luke, si vienes a preguntarme por Emily, te quedarás con las ganas de saber lo que sucedió entre nosotros –su tono es mordaz–. Deja de ser una vieja chismosa, hazte un favor.
Luke suelta una risotada seca, como si no le afectara en absoluto.
–¿Qué pasó? No merezco ese trato, ya sabes que me preocupo por ustedes. Aunque, por esa sonrisa, deduzco que has estado portándote mal. No me respondas, mejor ven, que te he conseguido un cliente.
No pasan ni dos segundos, y Luke ya está junto a mí, con ese imbécil de Adams a su lado. Samuel me mira de pies a cabeza, tratando de descifrar quién soy, su mirada calculadora no esconde la desconfianza.
–Samuel, nuestro amigo aquí busca un guía para explorar la selva –informa Luke, con una sonrisa ladina–. Y yo le dije que tú eres el mejor. Nadie más conoce esos sitios a los que nadie se atreve a ir. Además, le darás una tarifa razonable por tus servicios, ¿verdad? Hablen y lleguen a un acuerdo.
Mido a Samuel con la mirada antes de soltar con frialdad:
–He oído hablar mucho de ti, Samuel. Tu reputación te precede. Pero debo decir que ya tengo un guía excelente, a la par de ti– anuncio con firmeza.
La sonrisa de Samuel se tuerce en una mueca cargada de desconfianza.
–¿En serio? –pregunta, su voz teñida de incredulidad–. No puede ser. ¿Cuál es el nombre de mi rival? –averigua con curiosidad.
Antes de que pueda responder, el ambiente se tensa al ser interrumpidos por una presencia inesperada. Emily aparece de la nada, con ese aire siempre resuelto.
–Samuel, ya solucioné el asunto con Arthur y estoy libre... –hace una pausa al verme–. Jones, no esperaba verlo aquí.
Su tono tiene un filo de sorpresa, pero no escapa del todo la frialdad. Samuel, confundido, nos observa a ambos.
–Emily te estaba buscando, ¿Existe algún cambió de planes? –pregunto con mi voz formal, como si no me afectará la presencia de Samuel, aunque su silencio me sumerge en un mar de dudas.