El mismo día
Matadi, el Congo
Samuel
El pasado para muchos es solo un eco lejano, una serie de momentos que preferirían olvidar, un cúmulo de errores que no quieren revivir. Y claro, también hay cosas buenas: risas compartidas, amistades que marcaron, esos amores que en su momento parecían perfectos. Pero lo complicado es cómo esos errores se vuelven una carga, cómo te persiguen. Vives reclamándote por lo que no hiciste, por esas oportunidades que dejaste escapar, por las palabras que callaste o las decisiones que te llevaron por el camino equivocado.
Es como si una parte de ti siempre quisiera retroceder, como si pudieras arreglar lo roto o borrar lo que no salió bien. Pero esa no es la realidad. No hay vuelta atrás, no hay forma de deshacer lo hecho. Solo queda seguir, cargar con ese peso que, aunque te abruma, se convierte en parte de ti, esperando que, con el tiempo, con los días que pasan uno tras otro, el dolor se vaya apagando.
No puedo repetir que el pasado no me persigue, que dejó de doler. Mentiría porque cada noche Emily volvía entre mis recuerdos, en palabras no dichas, en susurros que acariciaban mi soledad, en gritos ahogados de impotencia, pero pienso que la cobardía me ganó, no luché por nosotros, o más bien no sabía si me perdonaría, si me seguía amando. Y, tras su partida, me rendí. Me ahogué en el alcohol durante días, y cuando ya no quedaba más que vacío, tomé la decisión de subirme al siguiente barco con destino a Londres. No sabía qué le diría, ni cómo repararía el daño hecho, pero el simple hecho de verla una vez más era todo lo que podía pensar.
Aquella tarde a unos pasos de su casa estaba con el corazón a toda máquina, con un sudor recorriendo mi espina dorsal, mis manos temblorosas y húmedas, pero respiré hondo. Cuando toqué la puerta, la sensación de peligro era palpable. El que me abrió fue Albert, su padre, con esa mirada impenetrable, una pose que irradiaba distancia y eso ya era un mal presagio.
–Hola, Albert, vine a ver a Emily... ¿Puedo hablar con ella? –intenté mantener la calma, pero mi voz sonó más apagada de lo que esperaba.
–¡Hola, Samuel! Pasa, charlemos un momento –su voz fue cortante, áspera, su rostro más endurecido de lo que recordaba.
Su invitación fue más una orden que una cortesía, y sabía lo que venía. Mi suegro no se andaba con rodeos, tampoco tenía pelos en la lengua. Te decía tus verdades en tu cara, aunque siempre me trató como respeto, incluso con afecto, pero Emily era su hija y como su padre escucharía un sermón. Apenas me acomodé en el sillón de la sala, sentí su voz resonar en el aire como una sentencia.
–Muchacho, siempre te consideré un hijo, por eso te confié a Emily. Creí que serías el hombre que la cuidaría, que la haría feliz. Me decepcionaste, Samuel. Ni siquiera estuviste en el velorio de Nicholas. ¿Por qué?
Su pregunta fue como un puñetazo en el estómago. Nicholas… mi pequeño. Murió antes de cumplir los dos años, víctima de un virus extraño que lo arrebató de nuestras vidas en cuestión de horas. No hubo tiempo, no hubo advertencias, solo uno de los muchachos yendo a buscarme y la desesperación de correr al hospital para encontrarlo agonizando. Murió en los brazos de Emily, sin que pudiera hacer nada.
–Albert, no quiero que esto suene como una excusa… pero no tenía fuerzas para ver el ataúd de mi hijo, y… –intenté, pero él no me dejó terminar.
–¡Y nada, Samuel!? ¡Nada! Mi hija te necesitaba, ¿y dónde estabas tú? ¿Con ese maldito trabajo que tanto te importa? –su voz era dura, pero también cargada de un dolor que podía entender. Me miró con los ojos llenos de una mezcla de rabia y decepción–. Dime la verdad, ¿acaso culpas a Emily de la muerte de Nicholas? ¿Es eso?
Su pregunta me atravesó como una lanza. No había día en que no me atormentara esa posibilidad. Pero no, no culpaba a Emily. La amaba demasiado para eso.
–¡Claro que no culpo a Emily! –respondí, mi voz quebrada–. Entiendo que esté molesto conmigo, Albert, pero necesito ver a mi esposa.
Él soltó un suspiro, como si llevara meses esperando ese enfrentamiento. Su expresión no cambió, pero sus palabras me sacudieron.
–¿Para qué, Samuel? ¿Para llenarla de falsas promesas otra vez? –Su tono era seco, cortante–. Si de verdad crees que puedes darle lo que merece, ve a buscarla a Escocia. Está en casa de mi hermana.
No respondí, no tenía las fuerzas. Sabía que él tenía razón. Emily merecía algo mejor, una vida más estable, sin el constante miedo de perder lo poco que quedaba entre nosotros. No fui a Escocia. En su lugar, regresé al Congo. Me sumergí en mi trabajo, buscando cualquier distracción para olvidarla, para olvidar que la había perdido por mi propia incapacidad de estar a la altura.
Lo cierto es que quise darle una lección a Emily, aunque lo que conseguí es estar a su deriva. Su perfume embriagador, sus miradas traviesas, sus risas, todo era un bello peligro, para colmo las palabras de Luke sobre un sujeto en su vida me dejaron con el corazón estrujado, lleno de rabia e impotencia. Y el trayecto a casa fue extraño, la contemplaba una y otra vez mientras ella cantaba desenfrenada todavía bajo los efectos del alcohol, en cambio yo me preguntaba: ¿Será que aun puedo recuperarla? ¿Me habrá olvidado?
Sin embargo, lo peor estaría por venir después, porque apenas pusimos un pie en el interior de la casa ella se soltó de mi agarre, empezó a caminar tambaleándose por la sala.
–Linda casa… ¿es tuya? ¿Y tú esposa? –preguntó con una sonrisa torpe en sus labios–. ¿Dónde está esa tonta que te dejó libre?
Su comentario me golpeó como un balde de agua fría. Me quedé en silencio por unos segundos, intentando procesar lo que acababa de decir.
–Ella me dejó por imbécil, pero… quiero pedirle perdón, repetirle que la siga amando, que nunca la olvide –repetí con sinceridad y Emily me miró, con una sonrisa pícara que no supe cómo interpretar.
Se tropezó con uno de los muebles y corrí a sujetarla antes de que cayera.
–¡Ups! –exclamó riendo entre dientes–. Tal vez necesitarás algo más… no sé, tal vez darle celos, y yo puedo ayudarte –susurró, mientras deslizaba sus manos alrededor de mi cuello, con esa sonrisa de embriaguez.
Sentí cómo su cuerpo se aferraba al mío, y un nudo en mi garganta me impedía respirar con normalidad.
–No quiero darte celos… quiero tenerte a mi lado, Emily. Quiero volver a empezar, porque aún te amo –confesé, la voz rota.
Ella retrocedió un poco, su rostro se contrajo en confusión. Sus ojos, turbios por el alcohol, se despejaron lo justo para que una chispa de realidad se encendiera en ellos.
–¿Me amas… a mí? ¿No a tu esposa? –preguntó, desconcertada. Se separó un poco más, sacudiéndose como si quisiera salir de un sueño–. Yo… yo te amaba, Samuel… amaba lo que teníamos. Pero un día… un día se fue, y ni me di cuenta cuándo. Tú… tú lo mataste –su voz se quebró, y el eco de sus palabras me golpeó como una condena.
–Reconozco que fui un idiota alejándome de ti, lo sé –admití, incapaz de sostenerle la mirada–. Pero nunca he podido olvidarte. Démonos otra oportunidad.
Las palabras se me atragantaban, cada una más difícil de decir que la anterior. Di unos pasos por la sala, buscando el coraje para continuar.
–Emily… ¿me escuchaste? –pregunté, mientras me giraba, solo para descubrir que se había desplomado en el sillón, dormida.
Un suspiro pesado escapó de mis labios. Lo sé, pensé. Debí haberme sincerado cuando ella estaba consciente, cuando sus palabras podían golpearme como se merecían, pero tenerla tan frágil entre mis brazos… Fue el detonante que necesitaba para soltar todo lo que había guardado por años. Sin embargo, una parte de mí sabía que no estaba listo para asumir lo que me dijera, mucho menos para descubrir el verdadero motivo de su estadía en el Congo.
Si bien, me quedé sentado como un imbécil en el sillón, observándola dormir en nuestra cama. Su rostro, relajado por el sueño, su piel estaba salpicada de esas pequeñas pecas en sus hombros, su cabello enmarañado y libre sobre la almohada, eran una bella escena que se recreaba ante mis ojos. Había algo de verdad, la tenía tan cerca… y, al mismo tiempo, tan lejos. Y sí, fue un castigo no poder abrazarla, no poder robarle siquiera un beso. Así la imagen de su respiración pausada me venció, y el cansancio se apoderó de mí.
Al despertar de un brinco, lo primero que pensé fue que su regreso había sido un sueño, pero verla allí, aun descansando, me hizo recuperar el aliento. Y hay costumbres que no se pierden, porque al rato ya estaba en la cocina, listo para prepararme el desayuno, aunque en un acto de inconciencia volví a la habitación para desayunar juntos como solíamos hacerlo. Fue entonces cuando la vi. Estaba sosteniendo la foto de Nicholas entre sus manos. Su rostro estaba cubierto de lágrimas. ¡Mierda! No sabía qué hacer, cómo reaccionar. Solo se me ocurrió improvisar, intentar hacerla rabiar, cualquier cosa para borrar la tristeza que veía en sus ojos.
Di media vuelta, salí por la habitación antes de quebrarme junto a ella, luego me dije una taza con café me sentará bien, despejará mis pensamientos, no fue así, porque escuchar de sus labios: “Como dos personas que una vez se amaron muchísimo” mató mis esperanzas de recuperarla, sentí miles de dagas en mi corazón clavándose, tanto que la rabia emergió como un volcán. ¡Diablos! Estaba furioso conmigo mismo, no sabía que mierda repetirle y solo fui directo, también mis celos hablaron, no pude ser maduro. Por último, necesitaba honestidad, conocer quien carajos era Jones.
En resumen, en ese instante, mi mirada sigue clavada en la oscuridad de sus ojos, tratando de descifrar lo que esconde ese silencio opresivo que me consume. Lo que parece una eternidad termina cuando veo sus labios entreabrirse, dejando escapar su voz.
–No tengo por qué responderte, no tienes derecho a nada. –Su voz es dura, casi gélida–. ¿Acaso yo te estoy preguntando por tu vida? ¿Por tus "amiguitas"? –Me lanza las palabras como dagas, cada sílaba cargada de resentimiento. La rabia en su tono es tan palpable que me golpea en el pecho como un mazo.
Mi mandíbula se tensa. Siento la rabia hervir bajo mi piel, pero me obligo a contenerla, a mantener la compostura, aunque sea por un segundo.
–Mi vida –respondo con una sonrisa sarcástica que apenas puedo contener–. No tengo "amiguitas", mucho menos una relación formal como lo insinúas. ¿Será que estás celosa? –La provocación resbala de mis labios, aguda, afilada.
Emily suelta una carcajada amarga, sus ojos se llenan de desprecio.
–¿Celosa yo? –escupe, cruzándose de brazos, tensando el cuerpo como si fuera a atacarme–. No seas ridículo.
La furia en mi pecho se aviva. Me acerco un paso, mis ojos clavándose en los suyos.
–Y te corrijo –digo, mi voz ahora un gruñido bajo–, aún eres mi esposa, mi mujer. Me debes explicaciones.
Sus ojos se abren un poco más, su respiración se vuelve errática. Por un segundo, pienso que he logrado romper su máscara, pero entonces su rostro se endurece y me lanza una mirada que podría congelar el infierno.
–¡¿Qué?! –grita, incrédula–. No te debo nada. Además, dejé de ser tu mujer hace mucho tiempo. Solo estamos unidos por un maldito papel, pero eso tiene solución. –Sus palabras son como cuchillos, y siento cada una cortando más profundo de lo que me gustaría admitir.
Mi sonrisa burlona vuelve a aparecer, pero esta vez está teñida de algo más oscuro. La ironía se enrosca en mis palabras como veneno.
–¡Perfecto! Ahora mismo lo arreglamos, pero no como tú crees.
Antes de que pueda reaccionar, me levanto rápido y, en un movimiento ágil, la atrapo. La elevo en mis brazos y la coloco sobre mi hombro con facilidad. Su grito de sorpresa es instantáneo, seguido por una cascada de insultos.
–¡Salvaje! ¡Bájame de inmediato! –grita, golpeando mi espalda–. Y no te atrevas a ponerme un dedo encima, ¡ni pienses que tendremos algo!
Camino por el pasillo con pasos firmes, ignorando sus golpes, sus empujones. Cada insulto que lanza solo me hace apretar más los dientes, mi determinación crece con cada palabra.
–¡Eres un maldito imbécil! –vocifera, mientras seguimos avanzando hacia la habitación.
Empujo la puerta de la habitación con el hombro y, con un movimiento cuidadoso, la bajo de mis brazos. Al tocar el suelo, Emily me empuja con fuerza, su rostro encendido de ira, sus ojos llameantes.
–¿Así es como tratas a las mujeres ahora? –gruñe, el odio visible en cada línea de su rostro–. ¿Cuándo te volviste un patán? –Su voz tiembla, pero no por miedo, sino por rabia. Está temblando de furia.
Me acerco a ella, nuestras respiraciones chocando, y veo sus labios temblar de indignación. Mi mano roza suavemente su brazo, y ella se estremece, pero no retrocede.
–Golpéame si quieres –espeto, mi voz baja, llena de una calma peligrosa–. Pero no sales de aquí hasta que arreglemos lo nuestro.
Mis palabras son una promesa, un desafío. Y en sus ojos veo el choque de emociones: odio, rabia... y algo más profundo, algo que no puede ocultar dejándome sumergido en un mar de dudas.