Al día siguiente
Matadi, el Congo
Emily
Hay cosas que vivimos aplazando para no enfrentarlas. Es más fácil mirar hacia otro lado, evitar el dolor o el conflicto, convencernos de que todo estará bien si lo dejamos para después. A veces lo hacemos por cobardía, otras por comodidad, y muchas veces simplemente porque no estamos listos. Sea cual sea la razón, hay algo que siempre es cierto: algún día, esas cosas que evitamos terminan por alcanzarnos. Tocan a tu puerta, y no hay más salida.
Tal vez con el tiempo podamos ser más maduros, tener la entereza de enfrentar la situación, de tener esa charla sincera que tantas veces pospusimos. No te diré que será fácil, porque nada te prepara para el dolor de revivir lo que pensabas que habías dejado atrás. Ningún escenario que hayas imaginado te da la respuesta correcta. Lo que toca es dejar de huir, dejar que fluya la charla y esperar sobrevivir en el intento, pues a pesar de todo lo que siempre deseamos es cerrar ciclos, coser heridas y seguir sin que el pasado siga doliendo.
En lo personal, quise dejar atrás ese pasado doloroso, pero una parte de mí se aferró durante semanas a la esperanza de que Samuel aparecería en mi puerta, dispuesto a pedirme perdón, dispuesto a tener esa charla sincera que nos debíamos. Pero nunca lo hizo. No vino a buscarme a Londres. Lo sé, fui yo quien lo abandonó, agotada de su distancia, de sentirme siempre relegada. Así, el tiempo pasó, con ese vacío constante en mi pecho, con el anhelo de lo que nunca fue. Y, a pesar de todo, como una tonta, seguía pensando en lo que sería volver a encontrarnos.
Imaginaba discusiones llenas de gritos y reproches, donde en el fondo tendría la esperanza de que aún le importaba. O, en otro escenario, me veía obteniendo solo una mirada fría, para luego verlo alejarse de nuevo. Y en el último, el más improbable, nos visualizaba charlando como dos viejos amigos, entre risas y bromas, cerrando nuestra historia de una vez por todas.
Pero, claro, las cosas nunca son como las imaginamos. Y ahí estaba yo, en la cantina de Luke, queriendo que la tierra me tragara al encontrarme cara a cara con Samuel. Él me observaba, con esa expresión de desconcierto que conocía tan bien, esos ojos azules que tantas veces me desnudaron. Llevaba el cabello rubio, ondulado, y la barba recortada que le daba esa apariencia más varonil, justo como a mí me gustaba. Su piel, más bronceada por el clima del lugar, y su cuerpo, aún marcado por esos brazos fornidos que se asomaban a través de su camisa ajustada. Los años le habían sentado bien, demasiado bien, para mi desgracia. Estaba mucho más atractivo de lo que lo recordaba, y eso solo hacía todo más difícil.
Lo cierto es que intenté tener una charla civilizada, pero su actitud infantil lo arruinó todo. ¿Por qué siempre tiene que comportarse así? Al final, no me quedó más remedio que seguirle el juego, aunque sabía que era un error. Me creí ingenua, pensando que una ronda de dardos bastaría para distender el ambiente. Pero mientras lanzaba, notaba cómo él cruzaba los brazos con fastidio, su mandíbula apretada, su mirada fija en mí, como si estuviera siendo torturado. Esa tensión en sus gestos me provocaba un nudo en el estómago, algo que intentaba disimular con una sonrisa arrogante.
–A pesar de no practicar, sigo siendo buena –dije, tratando de sonar confiada, mientras levantaba el vaso de whisky y me lo llevaba a los labios–. Te gané, como siempre. –Esbocé una sonrisa que intentaba parecer triunfal, pero la verdad es que me temblaban las manos.
Retrocedí unos pasos, pero antes de que pudiera procesarlo, sentí cómo él se acercaba peligrosamente, hasta que su aliento rozó mi cuello. Su voz ronca y provocativa me sacudió desde lo más profundo.
–Te corrijo, mi vida –susurró, con ese tono malicioso que conocía demasiado bien–. Nunca me has ganado. Te dejaba hacerlo... para llevarte a la cama.
Sus palabras me golpearon como un latigazo, y mi piel reaccionó al instante, erizándose bajo su proximidad. Cada parte de mi cuerpo recordaba ese tono, ese roce, pero no podía dejarme caer de nuevo. Sentí cómo el calor subía por mi pecho, y apreté los dientes para no dejar que mi respiración acelerada delatara lo que me estaba pasando por dentro. Me giré apenas, lo justo para encontrar sus ojos azules fijos en mí, una chispa burlona en su mirada que me encendía la rabia.
–Esa tonta ya no existe –espeté, alzando el mentón y tensando los labios en una sonrisa forzada–. Esa etapa quedó atrás. Ahora reconozco a un imbécil a kilómetros. Lástima por ti, porque no habrá sexo.
Quise sonar firme, pero la sensación de su aliento aún quemaba mi piel. Me odiaba por sentir cómo mi cuerpo reaccionaba a su cercanía, pero me negué a dejar que lo notara. Él, en cambio, soltó una carcajada profunda, una de esas que solía desarmarme en el pasado. Su risa resonó en mis oídos mientras él se echaba hacia atrás, cruzando los brazos, con una expresión que mezclaba burla y complicidad.
–Pues te recuerdo que sigues casada con este imbécil –pronunció, ladeando la cabeza y arqueando una ceja–. ¿Otra ronda de whisky, mi vida? No seas aguafiestas.
Mis manos se tensaron alrededor del vaso, y el fuego que hervía en mi interior se mezclaba con una sensación amarga en la garganta. En algún momento, sin saber bien cómo, dejamos la rabia a un lado. Entre bromas y risas, la tensión pareció disolverse, y me encontré riendo como antes. Era una trampa, lo sabía, pero no podía evitarlo. Me maldecía a mí misma por seguirle el ritmo, pero el alcohol nublaba mis sentidos, y cada carcajada me hacía sentir un poco más cerca de lo que fuimos.
En fin, en este instante despierto con el dolor de cabeza latiendo como un martillo. Mis párpados pesados me cuesta abrirlos, y mientras me estiro, siento el inconfundible aroma de Samuel impregnado en las sábanas. ¡Dios! No puede ser tan débil.... El estómago se me revuelve, y las dudas me invaden. ¿Qué hice? ¿Tuvimos sexo?
Parpadeo varias veces, luchando por adaptarme a la luz que se cuela a través de la ventana. Mi vista borrosa comienza a aclararse, y lo primero que noto es mi cuerpo, cubierto solo por lencería. El frío del suelo al contacto con mis pies descalzos me despierta aún más, pero la confusión sigue nublando mi mente. Me tomo un momento para respirar hondo, intentando no entrar en pánico. ¿Qué hice?
Ruedo al borde de la cama, y mis ojos recorren la habitación. Nuestra habitación. Todo sigue exactamente como lo recordaba: la ropa cuidadosamente colgada, los muebles en el mismo lugar... nada ha cambiado. Es como si el tiempo aquí se hubiera detenido, congelado en el pasado, esperando mi regreso. Mis ojos se detienen en una foto, la nuestra, la de Nicholas. La agarro con cuidado, y una presión dolorosa se instala en mi pecho. ¿Por qué? ¿Por qué seguir castigándose así, aferrándose a este pasado que nos destruyó?
Avanzo lentamente hacia el mueble donde está la foto de nuestro hijo. Siento el nudo en mi garganta crecer con cada segundo que sostengo ese retrato. Su carita inocente y su risa siempre viva siguen atormentándome. Su ausencia... No hemos podido superarla. No pudimos superar lo que pasó. Nos ahogamos en nuestro propio dolor hasta que no quedó nada de nosotros, y todo terminó... Incluso nuestro matrimonio.
De repente, el chirrido de la puerta me saca de mi trance, y limpio mis lágrimas rápidamente. La voz de Samuel, tan despreocupada, me golpea como un balde de agua fría.
–Buenos días, Emily –pronuncia con una sonrisa traviesa, entrando como si nada–. Fue lindo recordar los viejos tiempos, pero creo que me debes algo de dinero. A ver, hagamos cuentas: el licor, la habitación. Oh, claro, la noche de sexo desenfrenado... ¿qué más?
Su tono es casual, como si estuviera hablando del clima, y una ira abrasadora sube por mi cuerpo, anudándose en mi garganta. ¿Cómo puede decir eso tan tranquilamente?
–¿Qué demonios estás diciendo? –escupo, furiosa, mientras me esfuerzo por mantener la compostura–. ¡Soy tu esposa! No me puedes exigir dinero por estar en nuestra casa, ¡y mucho menos por sexo! Además, dudo mucho que haya pasado algo entre nosotros.
Samuel me observa con una chispa de malicia en sus ojos, recorriendo mi cuerpo con su mirada. Instintivamente, cruzo los brazos sobre mi pecho, como si eso pudiera protegerme de su escrutinio. Pero él, lejos de inmutarse, suelta una carcajada baja y divertida.
–Si eres mi esposa –dice, con una sonrisa que parece un desafío– entonces me apetece desayunar. Huevos, tocino, café, y tostadas. Y, por cierto, tu ropa está en el sillón... o puedes andar como gustes por la casa. Te espero en la cocina.
Lo veo salir con esa seguridad arrogante que tanto detesto y, por un momento, me quedo congelada en el lugar. ¿Cómo puede actuar como si nada hubiera pasado?
Un rato después
Me metí en la ducha, dejando que el agua caliente cayera sobre mí, intentando disipar los estragos de la resaca y los pensamientos confusos que me atormentaban. Al salir, agarré mi ropa y me vestí lentamente, preparándome no solo para enfrentar el día, sino también a Samuel. Necesito que deje de actuar como un niño. Esto no puede seguir así. Tengo que hablar con él, pero, sobre todo, necesito su ayuda para encontrar a la familia de Jones.
Me detengo por un momento, tomando aire profundamente. No es momento para dudar. Enderezo los hombros, sintiendo el peso de la conversación que estoy a punto de tener. Puedo hacerlo. Con esa determinación, giro la perilla de la puerta y avanzo por el pasillo, dejando que el aroma fuerte del café me guíe hacia la cocina.
Cuando entro, allí está Samuel, como siempre lo recuerdo: sentado en la mesa, con una taza entre las manos, perdido en sus pensamientos. Sus dedos envuelven el borde de la taza, y su mirada parece lejos, en algún lugar donde no puedo alcanzarlo.
Aclaro la garganta, rompiendo el silencio que nos separa. El sonido de la silla contra el suelo resuena en la habitación mientras me siento frente a él. No aparta los ojos de mí, su rostro inmutable, pero sé que por dentro está calculando cada gesto, cada palabra.
–Hablemos como dos personas civilizadas, Samuel –comienzo, mi voz firme, aunque siento que mi corazón está a punto de salirse del pecho–. Como dos personas que una vez se amaron muchísimo, ¿sí?
Él no responde de inmediato. El ceño se le frunce ligeramente, su mirada se endurece. Inclinándose hacia adelante, sujeta la taza con más fuerza, como si estuviera buscando una respuesta en el fondo del café. Sé que este gesto es típico de él cuando está a la defensiva.
–¿Qué quieres de mí, Emily? –Su voz sale áspera y cargada de una indiferencia que me atraviesa como una daga–. ¿Qué haces aquí, en el Congo?
Su pregunta, directa y cortante, me sacude. Esa frialdad, esa distancia... no era lo que esperaba. Pero me esfuerzo por mantener la calma, por no dejar que mis emociones se desborden. Necesito que esta conversación salga bien, que entienda lo que está en juego.
–Samuel… –empiezo, intentando suavizar la tensión, pero antes de que pueda continuar, me interrumpe bruscamente.
–No es tan difícil lo que te pido, Emily –replica, su tono afilado como un cuchillo–. Dame un maldito motivo de tu presencia aquí. –Deja la taza sobre la mesa con un golpe seco, y se inclina hacia adelante, clavando sus ojos en los míos, cargados de reproche–. O mejor aún, yo lo hago. ¿Quién mierda es Jones? –pregunta con rabia contenida sumergiéndome en un mar de dudas por su actitud.