Charlas, dudas y más (1era. Parte)

2612 Words
El mismo día Matadi, el Congo Robert Jones (Jeffrey Lewis) La ambición siempre ha tenido mala prensa. La gente la asocia con falta de escrúpulos, crueldad, egoísmo, y maldad. Pero, ¿sabes qué? Solo los ingenuos piensan así. Solo los imbéciles se conforman con migajas, con lo que sobra. En este mundo despiadado, no hay lugar para los débiles, para los que esperan que la vida les regale algo. No. Los fuertes somos los que dominamos, los que entendemos que el poder no se da, se toma. En la escala de poder, los que se arrastran, los que sueñan con un mundo justo y equitativo, están al final. Son los eslabones más débiles, las piezas desechables del tablero, en cambio los pragmáticos, los calculadores, los que no tememos ensuciarnos las manos, estamos arriba. Somos los que movemos los hilos, los que manejamos el destino de los que creen en la moral y la ética. Ellos son simples peones. Claro, te ganas enemigos, ¿y qué? Es inevitable. La gente odia lo que no puede ser, lo que no puede tener. No soportan ver a alguien como nosotros tomar lo que quiere, hacerse con lo que le pertenece por derecho. Admito que la reputación de un hombre ambicioso es un precio pequeño por llenar los bolsillos de dinero, por asegurarse de que, cuando se caiga el telón, tú sigas de pie mientras los demás imploran por migajas. Recuerda que ser ambicioso no es un defecto. Es una virtud en un mundo donde solo los despiadados sobreviven. En lo personal, no tengo los escrúpulos, ¿Cuál es el propósito? Mas bien soy un hombre pragmático y ambicioso que se mueve por sus propios intereses, como el dinero y la venganza. No soy un sujeto nacido en cuna de oro, menos tuve suerte en los negocios, al contrario, soy un sobreviviente que toma cualquier oportunidad para enriquecerse y por esa razón tengo una reputación que me precede de hombre cruel y ruin. Lo cierto es que estaba entrado a mi casa, todavía traía el polvo del Cairo en la maleta y una sensación de triunfo zumbando en la cabeza por mi último golpe. Pero el olor a tabaco me hizo fruncir el ceño; no era mi tabaco habitual. Entonces lo vi: Clifford, sentado con descaro en mi silla favorita, con uno de mis habanos en la mano, como si la casa fuera suya. Sentí cómo la rabia me subía por la columna, haciendo que me tensara de inmediato, pero antes de que pudiera soltar la primera palabra, él habló con su tono arrogante, ese que siempre me crispaba. –Nada mal el habano, pero prefiero los cubanos. Son mejores. Tardaste esta vez, ¿fue bueno el viaje? –Soltó el comentario con una sonrisa despreocupada, como si no estuviera violando mi espacio. Apreté los dientes y dejé caer la maleta en el suelo, tratando de contener las ganas de estrellar ese cigarro contra su cara. Clifford siempre tenía esa maldita habilidad de encender mi furia sin hacer esfuerzo alguno. –Deja mis cosas en su lugar, Clifford, y corta con esa falsa cordialidad de mierda –espeté, mi tono más cortante de lo que pretendía–. ¿A qué viniste a mi casa? ¿Cuál es el trabajo esta vez? Y, más importante, ¿cuánto dinero hay de por medio? Mis manos estaban crispadas, y tuve que meterlas en los bolsillos para evitar que notara lo tensas que estaban. Él, sin inmutarse, echó una última bocanada de humo antes de aplastar el habano en mi cenicero. –Tenemos un pequeño problema para ingresar a territorio africano. Hay que neutralizar a un sujeto que está metido en la selva. –Su tono seguía relajado, como si estuviera comentando sobre el clima. Lo miré con incredulidad, sintiendo cómo la impaciencia hervía bajo mi piel. –Sabes cuál es la solución. Manda a tus hombres y asunto resuelto –repliqué, sin darle mayor importancia al asunto. Clifford tenía más recursos que el mismísimo diablo, ¿por qué carajo venía a mí con esto? Pero entonces su rostro cambió. Su habitual cinismo se desvaneció por un momento, y su tono bajó una octava. –El tema es más complicado, Lewis. Mi gente no conoce la zona, y el hecho de pisar el Congo pondría sobre aviso a Abasi. Lo que queda es contratar un guía... o, mejor dicho, a Samuel Adams. ¿Lo recuerdas? En ese momento, toda la sangre me subió a la cabeza. Mi mandíbula se tensó tanto que pensé que se me partirían los dientes. Recordaba perfectamente a Samuel Adams, ese bastardo que me había jodido un cargamento de diamantes. Había perdido una fortuna por su culpa. ¿Y ahora Clifford esperaba que lo buscara como si nada? –¡Claro que lo recuerdo! Ese hijo de puta me costó una fortuna –gruñí, levantando la voz sin poder contenerme–. ¿Pretendes que hable con ese imbécil? No lo haré, me relacionará con el embarque de los diamantes apenas le de mi nombre. Y peor aún si conoce el verdadero propósito de estar en África, no nos ayudará. –Me incliné hacia él, casi desafiándolo. Clifford me observó con esa frialdad suya, impasible. Siempre había sido un manipulador nato, y esta vez no era diferente. –No te adelantes, Lewis. No tendrás que hablar con Samuel Adams –dijo con calma, casi disfrutando de mi frustración–. En su lugar, contratarás a su esposa, Emily Scott. Ella estuvo viviendo en África mucho tiempo, es zoóloga y conoce cada maldito rincón de esa selva. Además, habla las lenguas de las tribus. Nos llevará directo a Abasi. Me quedé inmóvil por un momento. ¿Su esposa? La idea de involucrar a una mujer me hizo fruncir el ceño. –¿Confiar en una mujer? –pregunté, escéptico–. No lo sé, Clifford, no estoy seguro de tu plan. Es arriesgado. Había demasiadas variables en juego, y jugar con una desconocida en terreno enemigo no me parecía la mejor opción, pero entonces Clifford soltó una risa seca, cargada de ironía. –¿Desde cuándo te preocupa eso? ¿No eras tú el hombre al que solo le interesaba el dinero? ¿O ya dejaste de ser un mercenario y te volviste un ciudadano honrado y respetable? –Sus palabras estaban llenas de veneno, intentando tocarme donde más dolía. Respiré hondo, controlando el impulso de romperle la cara. Tenía razón, claro. Siempre me había movido por el dinero, y esa maldita reputación de "cruel y ruin" no había sido gratis. –Clifford, bien sabes que te has enriquecido con mi ayuda –escupí, clavándole mi mirada fría– pero lo que pides no es fácil. Samuel Adams no es un novato. Es un tipo peligroso. Clifford asintió, tranquilo. Tenía la respuesta lista. –No te preocupes por Samuel. Lleva años separado de su esposa, y ella vive en Londres. Emily da conferencias en la universidad. No te será difícil ubicarla, aunque tendrás que ser... creativo para que te ayude. –Sus labios se curvaron en una sonrisa astuta antes de continuar–. La paga es excelente, y como plus, puedes vengarte de Samuel. ¿Aceptarás el trabajo? Me quedé mirándolo en silencio. El veneno que Clifford escupía siempre venía con un atractivo gancho. Dinero, venganza, y un golpe limpio en territorio enemigo. Era arriesgado, pero diablos, ¿cuándo había dicho que no a un buen desafío? –Considera el trabajo hecho –gruñí, sintiendo la anticipación correr por mis venas. Al final, fui yo quien se hizo pasar por un excéntrico millonario. Sabía que presentarme directamente ante Emily Scott con mi verdadero propósito sería un error. Así que, en su lugar, contacté a uno de sus colegas, alguien que podía hablarle de mi "búsqueda familiar", una historia lo suficientemente conmovedora y convincente para que aceptara el trabajo sin sospechar. Esa fue la trampa perfecta para que cayera. Solo la conocería cara a cara cuando ya estuviéramos a bordo del barco, con todo en marcha y sin posibilidad de retroceso. Pero lo que no esperaba era encontrarme con Emily Scott, tan diferente de la imagen que me había formado de ella. Pensé que sería una mujer fácil de manipular, alguien acostumbrada a la vida cómoda, alejada de los peligros reales. Me equivoqué desde el primer momento en que la vi. No era ninguna frágil zoóloga. Apenas vi el destello en sus ojos, supe que me enfrentaba a alguien con más agallas de las que me habían advertido. Me desconcertaba, y esa sonrisa que me lanzó, serena pero cargada de desafío, me dejó claro que no me lo pondría fácil. Llevaba mi atuendo habitual de hombre peligroso: chaqueta de camuflaje militar, pantalones oscuros y botas gruesas. Ese aspecto normalmente intimidaba a cualquiera, hacía que la gente me reconociera como alguien con quien no debías jugar. Pero Emily... ella no reaccionó como los demás. No mostró ni un ápice de miedo, sino que me sostuvo la mirada con esa calma insolente que me hizo apretar la mandíbula. Detesto que intenten leerme, mucho más si es alguien que, a simple vista, parece tan lejos de mi mundo. Pero Emily Scott, con esa agudeza que podía ver en sus ojos, lo intentaba. En un principio pensé que no duraría. Esperaba que se bajara en el primer puerto, que encontrara alguna excusa para alejarse del peligro, como suelen hacer muchos cuando comprenden el riesgo real. Pero no fue así. En vez de huir, lo que hizo fue lanzarme un reto, cuestionando mi juicio sobre ella, desafiándome. Era astuta, lo admito, mucho más de lo que me esperaba. Emily Scott era peligrosa, no por su fuerza, sino por su mente. Había subestimado su capacidad de ver más allá, de leer las situaciones, y aunque eso me irritaba profundamente, también me emocionaba. Cuando habló de la selva del Congo, lo hizo como si fuera un lugar familiar, como si entrar allí no fuera más que otro día de trabajo. Pero yo sabía lo que era ese lugar. El Congo no era para cualquiera, mucho menos para una mujer. A pesar de todo, Emily no mostró ni un rastro de duda. Su determinación y frialdad rivalizaban con las mías, y eso me molestaba tanto como me intrigaba. Era una mujer acostumbrada a los retos, y no era alguien que se dejara intimidar por el entorno o por mí. Aun así, lo importante era que necesitaba su ayuda. No importaba si me gustaba o no, lo que contaba era que Emily Scott me llevara al interior de la selva. Mi objetivo siempre había sido claro: encontrar a Abasi y matarlo. Pero también estaba la oportunidad de vengarme de Samuel Adams, y eso hacía que todo fuera aún más dulce. Sin embargo, para llegar hasta allí, debía seguir en mi papel de hombre preocupado por su familia, mantener a Emily cerca hasta que ya no me fuera útil. En resumen, llegamos ayer al caer el sol a tierras africanas. Apenas pusimos pie en este lugar polvoriento, le indiqué a Emily que me quedaría en el hostal mientras ella salía a buscar cualquier rastro “de mi esposa e hijo”. Todo parte de la fachada que he construido, claro. Mientras tanto, mi leal compinche, Rowan, debía encargarse de sobornar a algunos imbéciles para que corrieran el rumor de que habían visto a una mujer con un niño merodeando la zona. Es un plan bien armado, pero siempre hay margen para que algo salga mal. Y el calor asfixiante me acaba de despertar. El cuarto es un maldito horno, así me levanto de la cama con el ceño fruncido, el cuerpo pegajoso de sudor. Camino hasta la pequeña palangana de agua que encontré anoche y me echo un poco en la cara, pero el alivio es mínimo. Agarro la toalla y me seco a regañadientes cuando la puerta cruje al abrirse. Rowan entra sin previo aviso, su figura recortada por la luz tenue del pasillo. No me da tiempo de reaccionar antes de que su voz áspera retumbe en el ambiente. –Lewis, hablé con unos nativos –anuncia, sin bajar el tono, como si estuviéramos en medio de la selva en lugar de este agujero de hostal–. Corrí el rumor de que vieron a una ricachona y a su hijo en el puerto hace unas semanas. El sonido de mi verdadero nombre hace que todo dentro de mí se tense, como un resorte a punto de explotar. La toalla vuela de mi mano, lanzada con rabia contra la pared. En dos pasos ya lo tengo frente a mí, lo suficiente cerca como para sentir mi respiración entrecortada chocando contra su cara. La furia me arde en los ojos. –No vuelvas a llamarme por mi nombre –gruño, la voz baja, pero cargada de amenaza. Mis músculos se tensan aún más–. ¿Quieres arruinar todo el maldito plan? Mi mandíbula se aprieta al hablar, sintiendo la rabia hervir en mis venas. Mis manos, firmes a los costados, se crispan, resistiendo el impulso de golpear algo. –Soy Robert Jones aquí, un maldito millonario que vino en busca de su familia, ¿Fui claro? –escupo, las palabras empapadas de veneno. Mis ojos no se apartan de los suyos ni por un segundo, desafiándolo a que me provoque de nuevo. Rowan, sin inmutarse, sonríe con esa calma irritante que siempre me saca de mis casillas. Se deja caer en un viejo sillón, chasquea la lengua, tranquilo, como si no hubiera sentido la amenaza en mi voz. –Pero si eres un maldito mercenario –dice, tan relajado que la sangre me hierve aún más. El control me cuesta. Siento cómo la rabia empieza a nublarme la vista. ¿Cómo puede ser tan insolente? –De acuerdo, señor Jones –remarca con ironía, bajando la mirada solo para enfocar el polvo en sus botas. Su provocación me deja los puños tensos, pero me controlo. Debería mandarlo al infierno por ese comentario, pero es útil. Por ahora. –¿Qué sucede ahora? –pregunto con impaciencia, mientras mis ojos siguen fijos en su semblante despreocupado. Algo no cuadra y lo sé. Rowan frunce el ceño por primera vez desde que entró. Su tono cambia ligeramente, con un matiz de preocupación que rara vez muestra. –Me preocupa el tal Arthur que acompaña a Emily Scott –responde, su voz ahora algo más seria–. El capitán del barco me comentó que estuvo investigándote. Y aunque creas que no es peligroso, yo de ti tendría los ojos bien abiertos. Algo me dice que ese mequetrefe va a darnos problemas. –Es un don nadie, Rowan. Un tonto con la nariz metida en los libros –señalo, tratando de sonar convencido. Aunque por dentro, una chispa de preocupación se enciende–. Mejor enfócate en conseguir más municiones, armas, y una cuadrilla de hombres que nos siga a una distancia prudente sin que sospeche Emily. No quiero que nada salga mal. Rowan asiente, pero no se mueve. Sus ojos vacilan, algo más le inquieta, lo veo. –Ahora que mencionas a la mujer... –repite finalmente, levantando la vista con una sombra de duda–. No te traigo buenas noticias. La vi anoche en la cantina en compañía de Samuel Adams. Mi cuerpo se tensa al escuchar ese nombre. Adams. Ese maldito siempre metiendo las narices donde no debe. –¿Quieres eliminarlo o esperamos hasta adentrarnos en la selva? –averigua Rowan, sin emoción, como si me ofreciera elegir entre el menú de la cena, dejándome sumergido en mis pensamientos más oscuros.
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