Tres días después
Matadi, selva del Congo
Emily
Muchas personas son adictas al peligro, se lanzan al abismo con una mezcla de osadía y testarudez. Les gusta vivir al límite, como si cada riesgo fuera una prueba de su coraje, pero no solo buscan un momento de adrenalina, es más bien una necesidad por demostrar que tienen el control, que pueden enfrentarse a lo desconocido y salir ilesos. La realidad, es que hay algo en ellos que los impulsa o los empuja a retar al destino, como si les gustará la oscuridad del peligro, convirtiéndola en su compañera fiel.
Para ellos, el miedo es un murmullo que aprenden a silenciar. No es que no teman, sino que han entrenado su mente para que el miedo no los frene. Aunque olvidan lo más importante, no son invencibles, tampoco de acero, sino de carne y hueso, sangran como cualquier, entonces allí debería asomar la sensatez para prevenir desastres.
Desde la primera vez que vi a Samuel sabía que era un amante del peligro, todas las señales lo gritaban, desde el tipo de trabajo que hacía hasta su pose temeraria. Aunque no era para impresionarme, sino que era parte de su naturaleza, pero ya era muy tarde para escapar de él, habíamos creado una conexión mágica que en poco tiempo se convirtió en amor. En otras palabras, me enamoré hasta las trancas, al punto de casarnos de inmediato.
Y no sé…pensé que en esta ocasión su deseo de cuidarme y su desconfianza hacia Jones lo impulsaría a acompañarme en la embarcación. No fue así, me di contra la pared cuando escuché de sus labios que Fawas viajaría en su lugar, en ese instante sentí una punza en el pecho, una corazonada de que algo estaba por suceder o ya estaba paranoica con el tema de Ubangi, tal vez influenciada por el cobarde de Arthur.
Lo cierto es que contra mi voluntad estaba escuchando una tonta disculpa: “no quiero arriesgar el jeep”. ¡Por favor! Conozco a ese hombre como la palma de mi mano, poco le importaba su estúpido auto, sino el hecho de tener a Rowan tras nuestros pasos, como tal usé el argumento de recuperar el tiempo perdido sin mucho éxito. Todo lo que obtuve fueron instrucciones en caso de alguna complicación. Fue en ese momento cuando asomó mi miedo real: a Samuel le encantaba jugar al héroe. Si algo iba mal, él sería el primero en lanzarse a la acción, ya que el semblante de Rowan y esa mirada dura y gélida generaban un recelo profundo. Todo en él gritaba peligro, y por mucho que intentara restarle importancia, sabía que la decisión de Samuel de neutralizarlo no era infundada.
Y lo ideal hubiera sido no continuar adelante, abandonar la búsqueda, pero mi maldito orgullo, mi terquedad y mi deseo por demostrarle a Samuel y a Jones que estaba a la par que cualquier otro guía, me ganó. Así vi partir a mi esposo en su jeep todavía con esa espinita molestosa, sin más alternativas comenzamos la travesía por el río en dirección al cruce y con Fawas al timón.
A todo esto, con la llegada de la noche tuvimos que bajar la velocidad de la embarcación donde tuve que soportar los lloriqueos de Arthur. ¡Diablos! Sus quejas me ponían los nervios de punta, y al mismo tiempo me hacían reír mientras estábamos en la cubierta. Fawas en la cabina, Jones fumándose un habano en una esquina en silencio observando el ambiente con demasiada atención. Quizás con recelo a los ruidos de la naturaleza.
–¡No sé quién fue el imbécil que dijo que viajar por el río y de noche tiene su encanto! –bufó Arthur, agitando las manos frenéticamente mientras trataba de espantar a los mosquitos que lo rodeaban–. Esto es horrible. Los bichos no dejan de picarme, y, lo peor, siento que en cualquier momento va a aparecer un lagarto o una maldita anaconda… ¡como si estuviéramos esperando a que algún animal salvaje nos ataque!
No pude evitar sonreír al verlo tan alterado. Me resultaba cómico verlo así, fuera de su zona de confort, mientras que yo, ya acostumbrada a la jungla, lo veía todo con cierta calma. Giré hacia él, intentando aliviar su nerviosismo.
–Arthur, tienes que relajarte. Esto es una experiencia única, ¿no? Viajar por el río tiene su encanto, solo intenta no escuchar cada ruido como si fuera una señal de muerte –espete, apoyando una mano en su brazo en un intento de tranquilizarlo–. Si sigues así, acabarás volviéndote loco.
Arthur me miró como si acabara de decir algo totalmente absurdo.
–¡No puedo relajarme, Emily! –respondió, su voz cargada de exasperación y los ojos muy abiertos–. ¡Yo debería estar en el próximo barco de regreso a Londres, no aquí, en medio de la nada, esperando que Jones nos asesine o que algún animal salvaje nos devore!
Suspiré, sacudiendo la cabeza con resignación. Arthur siempre tan dramático…
–Estás exagerando, Arthur. No va a pasar nada, y no entiendo de dónde sacas la idea de que Jones quiere matarnos. Todo lo que le importa es encontrar a su familia –argumenté con tono sereno, aunque su repentino pánico empezaba a contagiarme un poco. Arthur se inclinó hacia mí, su voz baja, casi en un susurro oscuro.
–Emily, ese sujeto no tiene ni una pizca de aspecto de ser un hombre de familia. Te mintió –su voz sonaba como una sentencia definitiva, y sus ojos, normalmente temerosos, brillaban con una seriedad que me erizó la piel–. No hay ningún rastro de su “mujer” y su “hijo.” Lo vi pagando a unos nativos, pero no para obtener información de su familia. Al contrario, fue para que corrieran el rumor de una pista falsa. Fue un soborno.
Fruncí el ceño, intentando asimilar lo que me decía, aunque una parte de mí se resistía a creerle.
–Arthur, no puedes estar tan seguro de lo que dices. Ni siquiera tiene sentido… ¿qué ganaría engañándonos? –señalé, pero una extraña inquietud comenzaba a asentarse en mi estómago, como un presentimiento al que intentaba ignorar.
Arthur suspiró con impaciencia, mirándome como si no comprendiera por qué no lo tomaba en serio.
–Emily, estuve en el puerto hablando con el dueño de la compañía de barcos. Le pedí que me ayudara a confirmar la llegada de la familia de Jones… y no tienes idea de lo que descubrí –explicó con un tono cargado de preocupación, sus ojos insistentes sobre los míos.
Levanté las cejas, empezando a perder la paciencia con su dramatismo.
–Arthur, deja de hacer el misterioso. Ve al punto, ¿quieres? –exclamé con un toque de irritación en mi voz.
Arthur se pasó una mano por el cabello, claramente tenso, tratando de ordenar sus palabras.
–Anoche, después de que te fuiste de la cantina con Samuel, el tipo apareció con el libro de ingresos al puerto de Djeno –explicó con voz cautelosa–. No hay registro de la llegada de ninguna mujer, y mucho menos de un niño a Matadi. Los pocos extranjeros que han llegado fueron hombres. Ni siquiera Luke sabía nada sobre ellos, ¿no te parece extraño? –añadió, y su preocupación comenzó a resonar en mí. Me mordí el labio, pensativa.
–Es posible que hayan llegado por otro puerto y luego se desplazaran por tierra hasta Matadi… pero, tienes razón, Luke tampoco supo decirme nada sobre la familia de Jones –admití, y un malestar en el estómago empezó a hacerse presente–. No sé qué decirte, Arthur. Todo esto es tan… confuso, pero… ¿por qué nos engañaría? ¿Cuál sería su verdadero propósito?
Arthur me miró con una expresión firme y severa que no dejaba lugar a dudas.
–Emily, solo hay dos posibilidades: está aquí para buscar diamantes o para cazar animales y llevarlos a Europa como trofeos. No es un millonario, Emily. Es un cazador… o un traficante –arguyó con un toque de pánico en su voz, sus ojos clavados en los míos, como si quisiera grabar su advertencia en mi mente.
Sus palabras me provocaron un escalofrío, y Arthur no apartó su mirada de mí, sus ojos llenos de gravedad, reflejando un miedo que empezaba a inquietarme. Tomé una decisión en ese momento, queriendo protegernos, aunque fuera en silencio.
–Arthur, mantén el rifle a mano y duerme con él cerca. No te separes de él en ningún momento, ¿de acuerdo? –ordené, mi voz firme y autoritaria, dejando claro que no habría lugar para dudas.
Arthur abrió los ojos de par en par, el terror evidente en su rostro.
En resumen, ayer al mediodía atracamos en el punto de encuentro, como consecuencia Samuel debería haber llegado, pero tiene más de doce horas de retraso sumándole más tensión. Y llevando a Jones a su límite, su impaciencia por encontrar a “su familia” se palpa en cada gesto, y, por si fuera poco, tengo la sensación que nos siguen. No es imposible, ni absurdo, bastaba mantener una distancia prudente y no usar los motores, entonces obligada debo avanzar hasta Kisangani, a los rápidos.
De todas formas, en este instante a mi lado, Arthur sujeta el rifle con una intensidad que hace que sus nudillos se vean pálidos. No parece capaz de soltarlo, como si ese objeto fuera su único escudo en esta jungla hostil. Frente a nosotros, Jones se mantiene firme, el rostro endurecido mientras sostiene un habano en la boca. Sus ojos recorren el entorno, calculadores y alertas, hasta que rompe el silencio con su voz grave y exigente.
–Emily, hace un calor infernal. Tenemos provisiones para dos o tres días como máximo– comenta sin mirarme, su tono lleno de urgencia y frustración–. No podemos quedarnos detenidos solo porque Samuel no aparece. Entiende que mi prioridad es encontrar a mi familia, no a él.
Sus palabras me irritan, pero también entiendo la desesperación en su tono. Lo miro, intentando sonar calmada, aunque en mi interior sé que estoy tan tensa como él.
–Lo sé, Jones. Entiendo su desesperación mejor que nadie –respondo, tratando de mantener la compostura– pero solo le pido aguardar una hora más. Si Samuel no llega en ese lapso, seguiremos por el río.
Jones suelta una risa áspera y sarcástica. Sacude la cabeza, exasperado, y cuando me mira, sus ojos son duros, implacables.
–No, Emily. El plan de búsqueda era claro: adentrarnos en la selva apenas lleguemos al cruce. No existe motivo para seguir navegando –sentencia, y da un paso hacia mí, su presencia amenazante–. No creas que me asustan unos cuantos animales salvajes. Soy capaz de seguirte el paso y, lo más importante: tal vez podamos dar con el paradero de mi esposa y mi hijo. Además, ¿no se supone que Samuel es un guía de experiencia y recursos? Si tiene alguna dificultad, sabrá resolverla. Así que te pido que avancemos.
Arthur interviene antes de que pueda responder. Su voz suena dramática y suplicante, y noto la desesperación que lo consume.
–Jones, usted no sabe los peligros que existen en la selva –insiste, su tono teñido de miedo–. No querrá caminar entre esa vegetación. Mejor sigamos la propuesta de Emily y aguardemos un poco más.
Jones lo fulmina con la mirada, sus ojos como brasas encendidas mientras el habano se mueve en su boca en un gesto intimidante.
–Muchacho, si tienes tanto miedo, quédate en la embarcación. Pero nosotros avanzaremos por la jungla –exclama con voz ronca y áspera, cada palabra cargada de desafío. Se aleja unos pasos, decidido a recoger su mochila, y en un movimiento casi instintivo, Arthur se acerca a mí, como buscando protección.
–Te lo dije, Emily… este sujeto nos quiere asesinar –murmura en voz baja, sus ojos dilatados por el miedo–. ¿Cómo escapamos ahora?
Suelto un suspiro, sintiendo una mezcla de irritación y resignación ante su temor casi infantil. Tuerzo la boca, buscando paciencia en el caos de mis pensamientos.
–Arthur, deja de ser cobarde. Recoge el equipo –ordeno con firmeza, sin dejar espacio para dudas–. Nos bajamos y seguimos por la selva. Es nuestra mejor alternativa si surge algún peligro.
Arthur duda un momento, pero al final asiente y se prepara, el rifle aún firme en sus manos como si fuera su último amparo. Al frente, veo a Jones bajando de embarcación con paso decido, listo para adentrarse en la vegetación y solo me queda improvisar.
Unas horas después
Cada paso se vuelve más pesado por la humedad sofocante, el aire apenas respirable. Empuño el machete con firmeza, abriendo camino en la selva densa mientras Jones me sigue, cortando hojas, ramas gigantes y lianas que se entrelazan en nuestro trayecto. Atrás de él, Arthur avanza con el rifle en la mano, listo para disparar a la menor señal de peligro, cuidando nuestra retaguardia junto a Fawas. Mantengo la vista fija al frente, mientras el sonido de la selva acaricia mis sentidos: el zumbido grave de los insectos, el súbito aleteo de las aves que huyen a nuestro paso.
De repente, un rugido lejano reverbera en el aire y nos detenemos en seco. Arthur se aferra al rifle; su rostro palidece de miedo. Nuestros ojos se encuentran, y aunque intento mostrar calma, los latidos de mi corazón se disparan al infinito. Un sudor frío baja por mi espina dorsal. Jones también se detiene, y levanto la mano en un reflejo, pidiendo silencio absoluto. Solo el sonido de la naturaleza nos rodea, pero entonces, como un disparo en la quietud, escuchamos un crujir de pasos acercándose.
¿Quién será? ¿Samuel? ¿Las tribus? ¿O alguien más?
Las preguntas retumban en mi mente, y sin pensarlo, mi voz sale como un disparo:
–¡Da la cara, cobarde, o recibirás una bala en el cuerpo! Contaré hasta cinco. Uno, dos… –mi tono es desafiante. Arthur, con el dedo en el gatillo, está listo para disparar. Jones permanece alerta, mientras Fawas observa las copas de los árboles como si el enemigo se ocultara entre las ramas. El silencio se alarga, envolviéndonos en un mar de incertidumbre.