Esa misma noche del velorio Jorge y yo regresamos a casa ya casi a punta de media noche. Ambos nos acostamos tranquilos tras ponernos las pijamas, él se durmió rápido y yo un poco después, internándome en sueños pesados y frustrantes. Dentro de una grisácea bruma onírica yo corría entre los pasajes que había entre tumba y tumba en el interior de un tétrico cementerio, a pesar del frío que amenazaba con paralizarme, las hojas de arce bajo mis pies crujían a mi paso, como si hubieran estado durante mucho tiempo expuestas al sol y a la sequía. A la distancia divisé a Diana, atada a un árbol de los tantos que había en aquel desconocido lugar, su boca estaba amordazada y su cuerpo inmovilizado por varias sogas que a su vez rodeaban el árbol en que la sostenían. Claramen