Las prendas que nos separaban estorbaban, corroyendo las partes deseosas de nuestros cuerpos. Sus labios eran tan carnosos como hermosos, su cuerpo tan delineado y perfecto como una escultura hecha por los dioses. Estaba allí, en mi cama, tan perfecta como Dios la trajo al mundo, con su cabello sobre mi almohada y sus manos fuertemente sujetas a las sábanas. Alejando cualquier atisbo de vastos recuerdos, me arrojé sobre su boca, dejando un húmedo beso en el centro de sus labios mientras sus ojos estaban cerrados, con una cinta sujeta a ellos. Recorrí su cuello y me detuve en su pecho, deseoso de aspirar el sabor de sus erectas y preciosas montañas, tan carnosas como delicadas. Torcí uno de sus vástagos con mis palpitantes dientes, mientras el otro estaba siendo azotado con mis tempestuos