Preludio
Los redondeados ojos de Nicholas me suplicaban que no lo hiciera, que no mintiera ni permitiera que se lo llevaran detenido. Sus labios se despegaron para implorarme que hiciera lo correcto. Una vez más, la indecisión que me acompañó los primeros veinticinco años de mi vida, seguía latente en mi cuerpo cuando las manos del oficial se enroscaron en sus brazos y tiraron de su cuerpo hacia atrás.
Quería ayudarlo, salvarlo, pero no podía quedarme con la persona que más daño causó en una semana. Lo que Nicholas Eastwood le hizo a Ellie Smart, dejó una honda y rojiza cicatriz en mi alma. Cada noche, al cerrar los ojos, las vívidas imágenes del accidente retornaban a mi cabeza, como una maldita película. Esa tragedia me causó un bucle mental del que no podía escapar. Cada vez que lo veía en el rancho, que escuchaba su voz o tocaba sus manos, la recordaba. Recordaba su sangre salpicando el asfalto, su cuerpo desfigurado, el alma volando al cielo.
Ellie se convirtió en una piedra de tropiezo para Nicholas. Después de su muerte, el profundo dolor que sentía me obligó a separarme de él. Lo abandoné. Hice de tripas corazón e intenté no quererlo. Deseé que no me importara lo que sucediera con su vida, cuando en mi corazón su nombre seguía latiendo. No era posible querer a una persona que causó tanto dolor, que me arrebató a mi mejor amiga y me rompió el corazón.
Le di mi maldito corazón a un hombre que no lo merecía, pero impetuosamente consiguió ganárselo.
Cuando los músculos en el brazo de Nicholas se tensaron, el oficial reiteró la pregunta una vez más. Todo a mi alrededor comenzó a desvanecerse como el humo de un cigarrillo. Solo quedó la triste realidad, y una incomodidad en la parte baja de mi espalda. Recordé todo una vez más. El accidente, la sangre, los vidrios esparcidos en el suelo, el auto volcado, el cuerpo sin vida de Ellie y la memoria ausente de Nicholas. Recordé los primeros días, cuando su cuerpo se recuperaba, y recordé sus ojos al decirle lo que causé cuatro meses atrás.
En lo profundo de mi alma lo anhelaba, pero el dolor y la ira que sentía no me dejó aceptar la realidad. Tenía una gran decisión que tomar. En mi estaba perdonarlo o que pagara el error. Entendí que por más que me esforzara en cambiar de opinión sobre él y olvidar aquel pasado que nos destrozaba, no valdría la pena. Jamás podría perdonarle el daño causado.
El oficial pulsó la pregunta una última vez. Miré los ojos de Nicholas. Grabé en mi memoria la hermosa forma de su rostro, el sonido de su voz y esa luz apagada en su iris. No era ese vaquero que conocí aquella calurosa tarde de septiembre, ni el hombre que me entregó su sombrero. Ante mi estaba un hombre destrozado, sin pasión en su corazón.
Cerré los ojos, apreté mi mano y me obligué a decir las palabras.
—No, oficial —pronuncié determinada—. No lo conozco.