Me quedé sin aliento y sin palabras. No existía nadie en la vida que me hubiera dicho algo como eso, con tanta ferocidad en la voz y con un ímpetu de valentía. Maximiliano me arrebató las defensas, privándome del don del habla y la serenidad. Levemente recuerdo decir salud, celebrando tan hermoso discurso sobre la vida. De un tirón ingerí todo el líquido que reposaba en la copa, sin pausas o detenimientos, dejando que las burbujas viajaran a través de mi garganta y reposaran en los confines de mi estómago. Maximiliano me observaba con cierto toque cómico en su rostro, como estudiando lo que circulaba por la autopista de mis neuronas. Imaginé que veía el rubor en mis mejillas y el temblor en mis labios, provocado por sus palabras. ―Lo siento ―confesó, disculpándose―, pero debía decirlo, An