Capítulo 2 | Nick | Parte 1

3047 Words
Un día antes ―¿Una periodista? —pregunté confundido. Sentía curiosidad de la periodista de Nueva York. ¿Acaso buscaba una entrevista del accidente? Sería cruel de su parte intentar pedirme declaraciones después de estar cuatro meses en coma. Acababa de despertar. ¿Eran tan buitres chupa sangre que no podían esperar? Me esforcé por no parecer irritado ni mal educado con ella. En su lugar esperé que continuara. ―Supongo que no sabes quién soy ―articuló la pelirroja frente a mí. Era, sin duda alguna, la mujer más hermosa que mis ojos hubiesen visto. Tenía grandes ojos grises, labios rosados, piel tan pálida como un vampiro y un extensa melena rojiza. Era un ángel taheño. Sin dejar que mi entusiasmo por ella avanzara, froté mis sienes e intenté recordar algo de lo sucedido en ese año que olvidé. ―No. ―mascullé sin encontrar nada―. No sé quién eres. Estuve a punto de decirle que una mujer como ella era imposible de olvidar, pero la curiosidad de saber el porque estaba allí alejó cualquier otro pensamiento. Eran demasiadas cosas que procesar. Mi padre estaba muerto. Murió mientras le trasplantaban el nuevo corazón. Insistí tanto en ello, que me sentí culpable de su muerte. Lo último que recordaba de mi padre no era lo último, y eso me dolía profundamente. Sin mencionar que había asesinado a una persona la misma noche que él murió. Por medio del doctor me enteré que asesiné a una mujer, amiga de la pelirroja ante mí. Todo era muy confuso. ¿La mujer ante mí me conocía? Dijo que tomamos una copa en el Álamo cuatro meses atrás, más o menos el tiempo que llevaba en coma. ¿Hacía cuánto nos conocíamos? ¿Cuánto nos conocimos? ¿Habría sido una conquista más? Por lo que podía ver de ella era hermosa, pero se veía diferente a las mujeres que llevaba a mi cama. Ella no se veía interesada en mi, ni se derretía en mi presencia. ¿Y quién después de matar a su amiga? El estómago me dio vueltas. No podía asimilar haber quitado una vida. Nicholas Eastwood no era un asesino. Podía ser todo lo mujeriego que el pueblo y el padre quería que fuera, pero nunca fui un asesino. Cuando debía sacrificar un caballo o una vaca, me temblaba el pulso, se me contraía la garganta y no podía respirar, y era un animal, no podía imaginarme con una persona. Las náuseas subieron por mi garganta. Tragué fuerte y las arrojé de nuevo al estómago. En ese momento solo la mujer ante mi importaba. Lo que observé cuando le aseguré a la pelirroja que no la conocía, fue un semblante caído, como si la hubiese golpeado con el hierro de una bota. El haberla olvidado tenía cierta importancia para la mujer. No era normal que al despertar estuviese allí, que conociera mi nombre. Sabía que era popular en el Álamo, pero tenía que haberla visto antes, en alguna parte, para que tuviera un significado para ella. Quería recordar. Necesitaba saber quien era ella. La pelirroja metió las manos en los bolsillos del pantalón y contrajo el rostro. Intentaba sin éxito ocultar sus sentimientos. Cerré los ojos con fuerza, intentando recordar algún destello del pasado. Era imperativo que alguna imagen, la que fuera, surgiera de mi mente. No podía seguir viviendo de esa forma, sin emociones, recuerdos o una razón para vivir. Además, quería que la mujer ante mí tuviera otro semblante, uno feliz. Sentía la necesidad de hacerla feliz, de protegerla. Por un instante, algo de lucidez volvió a mí. No fue mucho lo que recordé, solo unas palabras: «Lo que nos ha pasado no ha sido casualidad. No es tan frecuente que unos amigos se interpongan y convenzan a un joven independiente de que deje de pensar en una muchacha de la que estaba locamente enamorado unos días antes.» Abrí los ojos y recobré la compostura. La mujer ante mí sintió curiosidad por mi cambio y la repentina sorpresa en mis ojos. Recordar era igual a encontrar dinero perdido en el bolsillo del pantalón justo antes de lavarlo. Surgían como las carreteras después de disiparse la neblina. Dolían demasiado a medida que se abrían paso entre los cientos de medicamentos y las drogas que me inyectaron mientras estuve inconsciente. Y lo más triste de todo era que no sabía qué provocó mi ausencia de memoria. El doctor solo me comentó que quizá era mi subconsciente reprimiendo el accidente para evitarme el dolor de los recuerdos. La pelirroja sintió curiosidad y dio un paso adelante. ―¿Qué es lo último que recuerdas, Nicholas? Era muy pronto para decir aquello que inundó mi mente. No sabía si ese recuerdo era reciente, pasado o algo que leí en alguna parte. No podía inmiscuirla en un rompecabezas sin todas las piezas. No era justo que la arrastrara a indagar conmigo algo que quizá no sucedió. Para desviar la atención, le conté uno de mis mejores recuerdos. Era un hermoso recuerdo que no se marchó como el resto. Gracias al cielo mi madre seguía ahí, junto a papá y Charles. Las personas que me importaban continuaban marcadas con hierro en mi mente. —Recuerdo ―le conté uno de mis más viejos recuerdos― a papá pescando. Estábamos en una canoa, en medio del lago que esta cerca del rancho. No había brisa, el agua era oscura y no veíamos los peces. Éramos más jóvenes de lo que soy ahora, y mi madre seguía con vida. Sucedió hace años, unos diez o más. Fue uno de los mejores días de mi vida. La pelirroja tragó y abrazó su cuerpo. ―¿Tienes frío? ―pregunté. ―No. La pelirroja no apartaba la mirada del aparato digital a mi derecha. Estaba hipnotizada por la titilante luz. Aunque aseguró no tener frío, la forma en la que sus dedos se apretaban a sus brazos y la manera en que sus labios se despegaban, indicaban lo contrario. Supe que no era la clase de mujer que le gustaba ser salvada. Mientras sus ojos se hipnotizaban en la luz de la máquina, yo me hipnoticé mirándola, como quien mira los primeros rayos del sol brotar de las montañas, después de disiparse la neblina, con una taza de café en sus manos. ―Oye. ―Chasqueé los dedos―. ¿Me repetirías tu nombre? Ella salió del trance, pestañeó y tragó saliva. Los mechones desordenados que caían por sus mejillas, fueron arrojados detrás de sus orejas. A la taheña no le gustaba mirarme fijamente. Cada vez que lo intentaba y atrapaba su mirada, desviaba su atención a otra parte. Pero cuando le pregunté su nombre, sus ojos quemaron los míos. ―Andrea ―coreó―. Andrea White. «Andrea White». Su nombre retumbó en mi mente y produjo un fuerte eco en mis oídos. Sus ojos abandonaron el palpitar de la luz y confrontaron los míos. La gruesa línea exterior era tan gris como nubes cargadas de lluvia, y tan claros hacia la pupila como miles de rayos crepusculares. Andrea era una mujer preciosa aunque su cuerpo delgado se ocultaba detrás de una chaqueta roja almidonada, pantalones de mezclilla y unas botas de lluvia. Me era inadmisible no haber besado esos labios o tocado las pecas de sus mejillas. Me sentía extrañamente familiarizado con una mujer que acababa de conocer. ¿Era lógico enamorarse de alguien y no recordarla? ¿Amor? ¿Habría amado a esa mujer? No, imposible. Nos conocimos cuatro meses atrás. Eso no era tiempo suficiente ni para un historial crediticio, menos para una relación que se convirtiera en amor. El amor llevaba tiempo, dedicación, cuidado. Y cuatro meses apenas rozaban las primeras capas de la amistad. Ambos nos quedamos en silencio, como dos desconocidos en un bar. Aunque yo no era el típico hombre que se quedaba en la banca esperando que la chica sensual se acercara y me sedujera. Era el tipo de hombre que iba hasta su mesa y la seducía hasta llevarla a la cama, así que el silencio no era mi mejor amigo. Con esa mujer me sentía diferente, como si algo en mi mente la recordara sin saber. Sabía que jamás la olvidaría. Su hermoso y perfecto rostro, cubierto de lágrimas secas y tristeza, era uno que debía recordar así el dolor me provocara un derrame cerebral. Andrea seguía de pie cerca de la cama, con las manos en sus brazos, cuando pregunté: ―¿Me hablarías de ti, Andrea? La tomé por sorpresa. Pensé que no respondería. La vi tensarse y sentirse incómoda. No quería hacerla sentir incómoda ni fuera de lugar. Iba a decirle que lo olvidara, cuando respondió. ―¿Qué quieres saber? Esa vez fue ella la que me tomó por sorpresa. ―Lo que sea ―respondí. No estaba en posición de exigir tema de conversación. Cualquier cosa me serviría. Una pequeña sonrisa apareció en sus labios. Por primera vez le extraje una sonrisa, algo que en otra dimensión era casi una propuesta matrimonial. ―Eso tomará tiempo, Nicholas. ―Hundió las manos en sus bolsillos y elevó los hombros―. No sé qué decirte. Me gustaba su tono de voz. No tenía un acento sureño como las mujeres del pueblo, sus modales eran distinguidos y era recatada con sus palabras. No la escuché decir una maldición o una palabra cortada. Andrea hablaba pulcramente, como su trabajo lo requería. Comenzaba a sentirme aún más cómodo con ella. Me gustaba tenerla a mi lado. ―Estoy perdido, Andrea ―musité―. ¿Recuerdas que soy un cuaderno en blanco? Cualquier cosa que me cuentes será novedad La hermosa sonrisa se extendió un poco más. ―Es más fácil hablar con alguien sin memoria ―continúe―. Cualquier cosa me sorprenderá. Puedes hablar del mundo o la economía, y de igual forma será algo nuevo. Andrea dudó sobre sentarse a mi lado o continuar parada. Un ligero gesto de cabeza le indicó una silla plegable reposando a mi derecha. La taheña dudó un segundo antes de decidir sentarse a mi lado. Colocó las manos sobre su regazo, apartó el cabello de su cuello e inspiró profundo antes de colocar un mechón detrás de su oreja. Sentí una extraña sensación. Quería ser quien sujetara su cabello y lo arreglara de forma romántica detrás de su oreja. Mis dedos hormigueaban de solo mirarla realizar tan simple movimiento. Andrea despegó sus labios y pronunció: ―Tengo una hija. De entre tantas cosas que podría contarme como: soy vegetariana, tengo un Volkswagen, soy una asesina nocturna, o algún centenar de cosas, decidió contarme algo tan personal como eso. No imaginé que una mujer como ella tuviera una hija, ni que estuviese casada. Tampoco entendía porque me enojé al imaginar un anillo en su dedo y su firma en un documento. Andrea sonrió ante la revelación de su hija. Supuse que le gustaba tener una hija, aunque Andrea debía tener unos veinticinco años, quizá un poco más. Le pregunté la edad de la niña y respondió que acababa de cumplir ocho años. Tuvo que tenerla cuando era una adolescente. Una mala decisión, un condón viejo o una ruptura en el momento menos deseado, la convirtió en madre. No quise entrar en detalles sobre los condones, así que seguí preguntando sobre su vida y algo que me causaba una extraña sensación. ―¿Estás casada? —Ella asintió y miró sus manos. Me quedé en blanco. ¡Estaba casada! —Eso es bueno —añadí—. Los matrimonios son... buenos. —No el mío —susurró. Andrea giró su cabeza y suspiró; una clara señal para dejar el tema. Quería saber más sobre ella o ese pasado que nos envolvía, pero lo dejé por lo sano. Enderecé mi cuerpo sobre la cama y froté mis brazos. Hablar con ella me aterrorizaba. Las pequeñas gotas de sudor en la palma de mis manos me hicieron entender que era la primera mujer que me ponía nervioso, y seguía sin saber porque. Andrea era una pieza de mi vida pasada. Si lograba recordarla, tendría mi memoria de regreso. Con ese pensamiento en mente, seguí preguntando sobre su vida, su trabajo y cualquier cosa menos su esposo. ―No vives aquí, ¿cierto? ―Soy de Nueva York. ―La gran manzana ―espeté con una afable familiaridad―. Nueva York es como París: todos quieren ir, nadie quiere trabajar. —Ella sonrió ante mi mala broma—. Jamás he visitado Nueva York. Aunque, si te soy sincero, soy de los que mueren por conocerla. ¿Me decepcionaré cuando vaya y me dé cuenta que el estereotipo de las películas de Hollywood es publicidad barata, como los catálogos de perfume? Eso extrajo otra sonrisa, más grande que la anterior. ―Depende del lugar a donde vayas. ―Manhattan ―afirmé. —Bastante ruido, mucha gente, comida chatarra. Muy hollywoodense. Moví el brazo izquierdo por error. De inmediato una punzada de dolor abrazó la mitad de mi pecho. Los dolores del cuerpo eran agonizantes. Me sentía como una bolsa de boxeador después de un entrenamiento. Quería lucir fuerte para la mujer a mi lado, que no me viera con tristeza o lástima. Nunca me gustó la lástima. Era una señal de fracaso y una marca que quedaba en las personas. Y después de la muerte de mi padre, las personas solo me verían con lástima. Después de enterarme que mi padre murió el mismo día que caí en coma, lloré y maldije la jodida vida que me tocó. Recordaba los gritos y el calmante fluyendo por mis venas. Me tranquilizaron de inmediato. Dormí durante horas, ajeno a mi dolor. Cuando desperté no quise hablar con el doctor, pero si lo vi antes de entrar en shock algunas horas después. Desde entonces no hablé con nadie, ni siquiera las enfermeras. La única que logró sacarme palabras fue la pelirroja. Debía sentirme el hombre más dichoso del mundo por tener el poder de hablar con la taheña. Hablaba con una hermosa mujer, lo que significaba que mis encantos seguían intactos. Aun así, la viva imagen de mi padre era imposible de olvidar. Recordé la primera vez que me llevó a un rodeo, las noches que bailaba con mi madre en la sala, cuando me regaló el primer sombrero de vaquero y el día que me enseñó a montar un caballo. Recordé a alguien decime una vez que los hombres no lloraban, que era señal de debilidad. Esa primera noche me importó una mierda. Lloré a mi padre hasta cansarme. Le supliqué al cielo que la notica fuera errada. Deseé dormirme y despertar el siguiente día junto a él, mientras acariciaba mi frente. Deseaba llegar al rancho y encontrarlo durmiendo en el sofá, esperándome como siempre lo hacía. Deseé que me reprendiera por mis malos gustos con las mujeres. Quería que se sentara conmigo en silencio a tomar café. Quería regañarlo por no tomar su medicina. Era increíble que olvidara un año de mi vida. Toda cosa, buena o mala, se borró de mi mente. Luché por entender mi nueva vida, por aceptar mi realidad. Y justo al final entendí que el problema era que no estaba listo para dejarlo ir. Y cuando lo hiciera, cada retazo, cada pieza faltante, volvería a tomar su lugar y mi vida volvería a ser lo que era. ―¿Estás bien? ―preguntó Andrea. Volví a la realidad. No sabía cuanto tiempo me fui. Y me negué a irme lejos mientras ella estuviese a mi lado. ―Sí. Me fui un segundo ―mentí―. ¿Qué me decías? ―Es tarde, Nicholas. Debo irme. ―¿Tan pronto? Acabas de llegar ―farfullé algo que saltó de mi boca como el vómito de un niño enfermo. Me recriminé ser tan evidente. Andrea pestañeó y una ligera sonrisa se asomó. Le divertía verme convertido en un desesperado por un poco de compañía. Ansiaba tenerla a mi lado, sentada sin hacer nada más que hablar conmigo. Me sentía en paz y tranquilo con ella. Andrea, aunque no hablaba mucho, era la perfecta compañera. Sentí tensa la atmósfera, y para echarle tierra a mis palabras, decidí hacerle una pregunta ―¿Dónde te estás quedando? Andrea se enderezó en la silla. ―En una posada campestre que esta a un par de kilómetros de aquí. Ella me comentó que la posada era atendida por Meli y su madre, la Sra. Ingrid. Conocía el lugar. Fui un par de veces cuando estudiábamos juntos. Conocía a Meli de la escuela y a su madre de las ferias en el pueblo, cuando llevaba unos deliciosos canapés de maíz recién cosechado. Apreciaba mucho a Meli. Ella, al igual que Charles, eran lo único salvable de la escuela. De hecho, en cierto momento, creí que le gustaba a Meli. No sabía a ciencia cierta si era verdad, ella nunca dijo nada. Quizás eran alucinaciones mías, al ser brutalmente apuesto y creerme el Adonis de Charleston. ―La posada queda cerca. ¿Puedes quedarte un rato más? ―susurré casi inaudible―. Me haces olvidar que sigo atrapado en este lugar. Sé que tal vez pido mucho porque eres una persona que olvidé, pero si te quedas un rato más, quizá puedas hacerme recordar. Andrea dudó. Realmente no quería quedarse. Otra persona en su lugar no lo habría dudado, ninguna enfermera lo habría dudado, pero Andrea no era como ellas. Ella no caía rendida a mis pies. La realidad era que no quería estar solo. Andrea me hacía sentir en casa. Con su sonrisa, sus respuestas y hasta ese tono tácito que usaba para hablarme, me remontaba a la época cuando mi madre seguía con vida. Andrea apretó sus manos mientras esperaba su respuesta. ―Lo siento, Nicholas. Es bastante tarde y no puedo llegar a altas horas de la noche. ―Desunió sus manos y se levantó de la silla. Quería que se quedara conmigo unos minutos más, antes de que apagaran las luces y me sumiera de nuevo en la soledad―. Vendré mañana temprano y hablaremos un poco más. Si te parece buena idea. ―Eso me encantaría ―asentí con una sonrisa.
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