Ni siquiera lo pensé. La respuesta brotó de mi boca con un eructo. Andrea se encaminó hacia la puerta verde y se perdió de vista en segundos. Su visita me dejó una ligera sensación de familiaridad, sin embargo, el no poder recordarla me resultaba irritante.
Poco tiempo después, al terminar de caer la noche, las enfermeras entraron a la habitación y me inyectaron calmantes para el dolor en el brazo. Me tomaron los signos vitales, arreglaron su cabello, sonrieron y se retiraron igual de rápido. Siempre coqueteaban conmigo, aun cuando solo les decía buenos días. Una de ellas, la líder, siempre olía a perfume y retocaba su labial cada vez que me tomaba la presión o colocaba el aparato en mi pecho.
Ninguna de ellas me importaba. No tenía cabeza para ellas. Por eso me avergonzaba que me llevaran al baño. Era evidente sus ansias de verme desnudo tras la cortina. Quería salir de allí, no solo para tener mi privacidad, si no para regresar al rancho.
Supuse que eran altas horas de la noche cuando las luces fueron apagadas. Cada noche, pasada la hora reglamentaria, apagaban las luces de las habitaciones y dejaban encendida la fluorescente luz del pasillo principal. Un poco de esa amarillenta luz se colaba por las rendijas de la puerta e iluminaba la habitación, aunque no la necesitaba para dormir.
Cada noche tenía miedo de cerrar los ojos y no volver a despertar. Tenía miedo de dormirme para siempre. Aun así, cansado de sufrir, caí en un ensueño profundo, sin sueños ni pesadillas. Desperté al siguiente día y fue como abrir los ojos un día normal. Esa era mi normalidad. Baño, comida, medicinas, cama. No había paseos, no había caballos, no había trabajo, no había nadie.
Mi día floreció cuando Andrea regresó. Me sentía algo ansioso por ella. Me preguntaba si volvería, si quería que hablásemos de ella o pulsaría para que me contara de nosotros, si era que existía un nosotros. Ese siguiente día lucía más hermosa que el anterior. Su extenso cabello rojo estaba suelto y caía por sus hombros como una cascada.
―Buenos días, Nicholas ―saludó.
―Andrea. ―Fue lo único que logré decir.
Verla allí parada me robó el aliento. Sentí mi boca seca y mis palmas comenzaron a sudar. Esa vez no dudó en sentarse a mi lado. Colocó el cabello detrás de sus orejas como siempre lo hacía y me mostró esos hermosos ojos que doblegaban mis rodillas ante ella. No sabía qué tenía esa mujer, pero era mejor que el sexo y el alcohol, y conocía ambos muy bien.
―¿Cómo estás hoy? ―preguntó.
Cruzó las piernas y se quitó la bufanda de colores enrollada en su cuello.
No podía hablar. Tenía la boca tan seca que en lugar de responderle miré el vaso de agua en la mesa junto a ella. Andrea siguió mi mirada y entendió lo que quería. Extendió su mano y alcanzó el vaso. En un sutil gesto, se elevó, se inclinó un poco a mi lado y colocó el vaso sobre mis labios. El agua se sintió maravillosa corriendo por mi garganta, pero el aroma y la cercanía de Andrea eran mi mejor medicina.
Andrea dejó el vaso en su lugar y regresó su mirada a la mía. Había timidez en sus ojos, junto a algo más que estaba dispuesto a descifrar. El momento habría sido perfecto para decirle que era hermosa, de no ser porque el doctor atravesó la puerta como un rayo.
―Buenos días, campeón ―saludó el doctor.
―Buenos días ―repliqué entre dientes.
El doctor soltó un suspiro.
―¿Cómo estás, Andrea?
―Muy bien, doctor ―respondió monótono.
Andrea se alejó cuando el doctor se acercó a mi cama. Comenzó a explicarme lo ocurrido, lo mal que estaban mis músculos y el hueso roto. Los meses que estuve en coma mis músculos y huesos se inmovilizaron para que mi cuerpo sanara, pero requería un tratamiento completo para mejorar. Lo escuchaba con mucha atención. Mi vida dependía de ello. Habló sobre medicamentos que debía tomar durante otros seis meses y terapia física de mínimo cinco meses para poder movilizarme como antes. Lo bueno fue que me aseguró que si lo cumplía, podría volver a montar dentro de poco tiempo.
Como punto final, acotó algo que hizo a Andrea sonrojarse.
―Ella te cuida muy bien, Nicholas. Deberías valorar que se quedó contigo durante semanas ―afirmó y señaló a la puerta con la cabeza―. Ninguna persona que no sienta nada por ti, se duerme en esa silla después de leerte una historia de amor.
Andrea estaba en el umbral de la puerta escuchando la conversación. Al ver cómo la mirábamos, desvió los ojos de un rostro al otro y el rojo brotó de sus mejillas. El doctor giró con rapidez y me confrontó con una ligera sonrisa en los labios. Para todos los que me rodeaban, que una completa desconocida se quedara conmigo era el chisme fresco del hospital. Nadie me preguntó nada, pero todos hablaban de ello.
―Vendrás a terapia dos veces por semana, Nicholas ―continuó el doctor. Omití en lo posible mirar a Andrea detenida en la puerta y recordar lo hermosa que era. Me costaba procesar que una mujer tan hermosa se hubiese quedado conmigo—. Tomarás la medicina sin falta, a la hora prescrita. Nicholas. ―Chasqueó los dedos frente a mí―. ¿Escuchaste lo que acabo de decir?
Desvíe la mirada hacia él.
―Claro que sí, doctor. Debo ir a terapia dos veces por semana y tomar mi medicina sin falta alguna. —Toqué su hombro y apreté el hueso—. Si creía que no lo escuchaba, se equivocó. Mis ojos son de ella, mis oídos suyos.
Sin nada más que decir, guardó sus manos en la bata blanca, dio media vuelta y se despidió. Andrea se ruborizó cuando el doctor, antes de marcharse, le tocó el hombro y me dijo que la valorara, porque mujeres como ella no se conseguían en todas partes. Una sonrisa se amplió en mis labios y Andrea se pintó del color de un tomate. Andrea meneó la cabeza y se encaminó de regreso a la silla. No la miré más para no hacerla sentir incómoda, aun cuando el doctor tenía razón: mujeres como ella no se encontraban a la vuelta de la esquina.
Repasé lo que el doctor dijo mientras estudiaba mis manos. Debía estar brincando en una pierna al saber que pronto me iría al rancho. No era nada seguro, pero en medio de la conversación comentó que dependía de mi evolución de ese día, la noche y la mañana siguiente, para darme de alta. Era lo que más deseaba. Y cuando elevé la mirada, supe que estaba equivocado. Lo que más deseaba estaba sentada a mi lado.
―¿Cuándo te irás al rancho? ―inquirió Andrea.
―El doctor acaba de decir que puedo irme mañana dependiendo de mi evolución.
Andrea asintió.
―No sé si quiera irme ―le confesé―. El rancho estará solitario sin mi padre.
Andrea guardó silencio.
―Ese rancho no es un hogar, Andrea. Ahora es solo el lugar donde iré a dormir, recuperarme e intentar olvidar.
Andrea no dijo nada. No tenía nada que comentar. Y me estaba cansando hablar de mi. Siempre hablábamos de mí, de mi recuperación, de mis deseos. Cuando Charles iba a verme entablábamos las típicas conversaciones de amigo, y eso me gustaba, me hacía sentir como el viejo Nicholas, pero con Andrea era distinto. Ella me preguntaba cosas «estrictamente profesionales», sin salirse del contexto del accidente y lo que conllevaba una recuperación. Quería cambiar pronto de tema, o tendría material para una autobiografía con varios volúmenes extra.
―¿Qué hay de ti? —Lancé la pregunta—. ¿Cuándo volverás a Nueva York?
Lamió sus labios antes de responder.
―Mañana —arrojó de regreso—. Mi apartamento necesita que le impregne vida.
Iba a replicar cuando su teléfono comenzó a sonar. Andrea se disculpó y salió de la habitación. Ella mantenía su vida privada lejos de mí. Una pequeña parte de la noche anterior me partí los sesos pensando cómo retenerla a mi lado por más tiempo. Era narcisista, lo sabía, pero no estaba preparado para decirle adiós a la única persona que me cuidó durante tanto tiempo. Ni siquiera Charles volvió a visitarme, teniendo en cuenta que desperté y necesitaba a mi mejor amigo conmigo. Y tuve una idea, no muy buena, pero era una idea que podría funcionar.
Cuando Andrea regresó de su llamada telefónica, le solté mi idea.
―Quédate conmigo ―proclamé.
Se detuvo a mitad de la habitación, con el teléfono en sus manos y una exorbitante mirada en sus redondos ojos grises. No fue la manera correcta de atacar a una persona que apenas sabía qué temas tocar con un hombre que no recordada nada.
―¿Qué? ―replicó.
Intenté enderezarme, sin embargo el dolor que siempre me acompañó abrazó la mitad de mi cuerpo.
―Lo estuve pensando toda la noche, Andrea. No puedo moverme y necesito a una persona a mi lado que me ayude. No conozco a nadie más que pueda dármela. Tengo un amigo, Charles, pero él tiene una vida atareada y complicada. ―Pensé que soltar mis pensamientos de esa forma no era la manera correcta. Y qué más daba. Me había lanzado al escollo de sufrir su rechazo por ser el más grande iluso―. En este momento eres mi mejor opción, Andrea, por muy egoísta que suene. ―Respiré profundo―. Te necesito.
Tardó en procesar lo expresado. No era sencillo de entender, que la persona que ella cuidaba, le pidiera quedarse más tiempo con él una vez abandonara el hospital. Andrea guardó el teléfono en el bolsillo trasero de su pantalón y se sentó a mi lado. Frunció el ceño, miró mis manos y elevó la mirada. Ella captó de inmediato una versión mala de lo que dije. En pocas palabras, Andrea tergiversó mis palabras.
―¿Quieres que sea tu empleada de servicio? ―inquirió con el ceño fruncido.
―¡No, claro que no! ―exclamé apenado ante lo que era la peor tergiversación del universo―. Solo quiero que me ayudes un poco.
La forma en la que Andrea preguntaba me ponía nervioso.
―¿En que necesitas ayuda?
Esa fue una excelente pregunta.
―Bueno, para empezar no me puedo ni levantar de la cama. ―Froté mis manos―. Cada vez que voy al baño las enfermeras me miran con lujuria.
Andrea ocultó una sonrisa. De hecho, a ella no le agradaba la forma en la que me miraban. Cuando las enfermeras sensuales entraban a revisarme, mordía su uña y fruncía el ceño. No sabía si no le agradaba que ellas me coquetearan abiertamente, o se sentía incómoda de lo tonto que era.
―Adelante. —Hice el respectivo ademán—. Puedes reírte de mis desgracias.
De inmediato la sonrisa abandonó sus labios.
―No quiero reírme, Nicholas. Quiero aclaraciones. ―Andrea se colocó de pie y apretó su cintura―. ¿Qué se supone que haría contigo en el rancho? ¿Quieres que te cuide como si fueras un anciano? ¿Que te haga la papilla y te dé la comida en la boca? ¿Que lave tu ropa, haga la comida, limpie el piso y tienda la cama?
Negué con la cabeza. No quería convertirla en una esclava. Andrea no era la clase de mujer que dejarías marchitarse detrás de una cocina o un piso pulido. Esas manos no fueron creadas para atender a un enfermo. Ella no lo merecía, sin embargo la necesitaba. Solo confiaba en ella.
Fijó su mirada en mí y escudriñó cada una de mis palabras.
―Tengo un trabajo, una hija... No puedo.
―Serán un par días. Puedo conseguirte empleo en el periódico local.
Esa fue una gran mentira que salió de mi boca sin siquiera pensarla. No conocía a nadie del periódico, mucho menos le podría conseguir un trabajo. Eso salió de mi boca en un intento desesperado por retenerla junto a mi. Pero Andrea era lista, no como las cabezas huecas con las que me acostaba.
―No puedes caminar y conseguirás trabajo ―gimió―. Irónico.
Nos envolvió un silencio sepulcral. Andrea no me miró. Mantuvo las manos aferradas a su cintura y la espalda hacia mi.
―Entiendo que no seas de este pueblo, pero algo te mantuvo atada a mí durante meses. ―Andrea giró―. Tal vez me equivoque, pero eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.
Su mirada lo decía todo: no confiaba en el hombre que asesinó a su amiga y la dejó varada en un lugar desconocido. Podía sentir cada músculo de mi cuerpo contraerse al verla allí, tan hermosa, con esa camisa beige y un pantalón de mezclilla. Aunque Andrea iba a verme, reía conmigo, me contaba de su vida y me hacía sentir bien, algo dentro de ella pugnaba por salir.
―¿Es por lo que hice? ―pregunté, consciente de la posible respuesta.
Andrea se tensó ante mi pregunta. Quizá no esperaba que saliera con algo como eso. Fui un imbécil al estropear lo que teníamos. Debí quedarme con la boca cerrada y jugar el estúpido juego de las respuestas hilarantes. Andrea tenía sus motivos para no hablar de lo ocurrido, y no los dejaría de lado por mi.
―¿Qué tiene que ver? —preguntó.
Sin temor a lo que sucediera, continué.
―No me extrañaría que sintieras repulsión.
Mis palabras la abofetearon. Su rostro se pintó de sangre en segundos. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, bajó el tono de la voz algunos grados y convirtió su voz en un cuchillo cortante.
―No es eso.
―¿Entonces qué es? ―pulsé de nuevo.
―¡No voy a abandonarlo todo por ti! ―gruñó al sentirse presionada por mi petición―. ¿Quién te crees para pedirme eso?
Me enderecé y pegué la espalda al metal de la cama.
―Nadie importante, Andrea, pero estudio la evidencia y algo debo despertar en ti. Si no fuese así, no te habrías quedado todo este tiempo.
Cada palabra endurecía más su mirada, al punto de arder por rabia. Miró en todas las direcciones, buscando la manera de huir. Al final, después de apretar sus puños con fuerza, se acercó a la mesa junto a la cama y bebió un sorbo de agua.
―No conoces nada de mí ―pronunció bajo—. No sabes lo que siento.
―Eso lo sé. —Uní las manos sobre mi regazo e imploré conocer la verdad, por muy dolorosa que fuese—. Sé honesta. Dime si me odias.
―No responderé eso, Nicholas —pronunció entre dientes—. Solo te diré que no voy a mudarme contigo ni ayudarte en los quehaceres del rancho. No eres nadie para mi, ni yo para ti.
No me daría por vencido. Andrea ocultaba algo y era imperativo que lo sacara. Andrea fue una pieza fundamental los meses que estuve en coma, incluso creí recordar que me leía una historia cuando iba a verme. Su voz la recordaba, aun cuando su rostro me fue revelado una vez que el trance comatoso terminó. Andrea significaba mucho para mí. Fue de las primeras personas que estuvo conmigo. La quería conmigo, como nunca quise a otra mujer.
Por más que me esforzara en crear una historia con ella, solo Andrea podía sacarme de la duda. Ella tenía la última palabra. En las manos de Andrea se erguía la bandera que me libraría de la guerra interna, o me daría el arma que necesitaba para quitarme la vida. Necesitaba que me dijera lo que sucedía, así que la presioné hasta hacerla estallar.
―¿Por qué no puedes ayudarme? —pregunté—. ¡Dame una verdadera razón!
―¡Porque no puedo! —vociferó.
Toda la pelea suscitada entre nosotros y el desgarre muscular con el que terminé, se originó por esas simples palabras: «Porque no puedo». Me odiaba a mí mismo por la manera descortés en la que me comporté con ella. Fui un patán. Estaba más lastimado que nunca, tanto físico como emocional. Las enfermeras tuvieron que colocarme una intravenosa y tomarme la presión, pero nada remediaría el sentimiento que quedó adherido en mi pecho. Si no fuera por Andrea, nada de eso habría ocurrido. Y no, no la culpaba. Me culpaba a mí mismo por presionarla a un punto en el que no tuvimos retorno.
Esa noche, después de sentirme miserable, cerré los ojos en cuanto las luces se apagaron. Con el silencio que se cernía todas las noches, recordé otro fragmento de las lecturas pasadas: «Pero esa expresión, "locamente enamorado", está tan manida, es tan ambigua y tan indefinida, que no me dice nada. Lo mismo se aplica a sentimientos nacidos a la media hora de haberse conocido, que a un cariño fuerte y verdadero.»
Pensé que Andrea me repudiaría de la misma forma que lo hacía conmigo mismo. Pero no. Ella sentía cierto aprecio por mí. No era amor, no era cariño. ¿Qué era? Una pregunta difícil de responder. ¿Qué sentía yo por ella? Fácil de responder. La sentía mi hogar, mi rancho, mi trébol de la suerte.