Capítulo 1 | Andrea

4963 Words
―¿No puedes o no quieres? ―preguntó con un profundo dolor. ―Ambas ―respondí en un hilo de voz. Después de confesarle a Nicholas algunos de mis más profundos secretos, me sacudió con una fuerte petición. En sus ojos vi la necesidad de mi compañía. Y si era sincera conmigo misma, quería ayudarlo y convertirlo en el hombre que conocí. Sin embargo, una parte oscura que habitaba en mi, demandaba no tener clemencia con el hombre que mató a mi mejor amiga. Me encontraba en un maldito debate entre seguir mi conciencia o a mi turbio corazón. Solo transcurrieron un par de meses. No era tiempo suficiente para dejarla ir de mi mente y corazón. Ellie tenía un gran significado en mi vida, y así quería que Nicholas fuese para mi, si no hubiese cometido tan desgarradora tragedia. Recordé tiempo atrás, cuando una persona me contó lo difícil que resultaba alejar a la persona que hacía tu vida menos miserable. Nicholas Eastwood seguía abatido en una cama, con dificultades para mover una pierna y el brazo. Él mismo decía que le causaba un dolor de los mil demonios intentar siquiera bajar la pierna o doblar el brazo para buscar un vaso de agua. Nicholas fue un hombre regio, duro, un semental; estar en una cama en situación compleja, no era algo que le empapara las bragas a las pueblerinas. Y aunque me negaba a sentir algo por ese nombre, mi corazón se aceleraba cuando de sus labios brotaba mi nombre, cuando colocaba sus ojos sobre los míos, y aun más, cuando esa sonrisa que me enamoró se dibujaba en el corazón de sus labios. Quería marcharme, lo anhelaba, pero verlo indefenso, sin nadie en el pueblo además de su amigo que quisiera ayudarlo, soldaba mis botas al suelo. Y justo ahí entendí lo difícil que sería dejarlo ir. Días después de la fatídica noticia sobre su memoria, Nicholas me pidió quedarme en el rancho con él. Su petición fue repentina, insólita para mi. Mis emociones eran un inestable globo aerostático, como para involucrarme en una recuperación hospitalaria. No era justo que dejara marchar los recuerdos y me tragara las lágrimas para complacerlo. Entendía que él también perdió un ser querido, que estaba igual de herido que yo, pero no podía colocarme en sus botas. —¿Por qué no puedes intentarlo? —pulsó Nicholas. Nicholas era terco e insistente con el tema. No lograba entenderme. Él pretendía que me pusiera sus botas y caminara por él, mientras él se quedaba en la cama, sin la mínima pizca de empatía conmigo. —Andrea, por favor —imploró—. ¿Por qué? ―¡Porque duele mucho, Nicholas! —gruñí cuando las lágrimas se agruparon en mis ojos—. Es la clase de dolor que no se puede ocultar tras una sonrisa. Tragué el nudo en la garganta y cerré los ojos. Ya no podía fingir que nada ocurría, cuando ante mi estaba su asesino. —Quiero ayudarte, de verdad quiero hacerlo —mascullé entrecortada—, pero siento algo tan fuerte y profundo en el centro del pecho que me impide avanzar. El semblante rudo y varonil de Nicholas decayó los meses que estuvo en coma. Esa cama de hospital y la ausencia de vida en sus ojos, le arrebataron esa belleza natural que tanto me cautivó. No era la sombra del hombre que antes fue. Su sonrisa se apagó, sus ojos se tornaron translúcidos y su alma se confundió en medio del caos. Lo poco que llegué a conocer de Nicholas, murió cuando el accidente ocurrió. Nicholas enroscó la sábana en sus delgados dedos. No estaba seguro de sí, ni lo que sucedería cuando regresara al rancho. Ambos nos arrancamos un pedazo del alma sin siquiera notarlo. Los ojos de Nicholas fueron una daga filosa que atravesó mi corazón. Miles de pensamientos rondaron mi cabeza y surgieron miles de preguntas, elevando mis defensas. Nicholas volvió a pulsar y me exigió una respuesta válida y no las tontas palabras que salían de mi boca. Nicholas no recordaba nuestra historia, nuestro pasado, aquello que nos unió en esa manga o la dolorosa despedida en ese estacionamiento. ―No puedo, Nicholas ―concluí—. Lo siento. Aunque mi corazón gritaba su nombre, mi mente no dejaba de arrojar interrogantes no tan difíciles de contestar. ¿Podría estar cerca del asesino de Ellie después de salir del hospital? ¿Querría Nicholas que abandonara mi trabajo para cuidarlo? ¿Qué pasaría con Samantha? ¿Quién nos alimentaría si ninguno trabajaba? Era muy fácil aventar los papeles al suelo y colocarme una venda en los ojos, pero eso no era la realidad, y tarde o temprano se sabría. Nicholas no me recordaba, no sabía nada sobre mí, ni lo que causé. Nicholas no recordaba que fui la periodista que se inmiscuyó en su vida y la responsable de la muerte de su padre. Lo que Nicholas sabía de mí eran mentiras, falacias que inventé para que creyera en mí. Ninguno era mejor que el otro, ambos nos hicimos mucho daño. Aunque mi corazón gritaba su nombre, mi mente no dejaba de arrojarme interrogantes no tan difíciles de contestar. ¿Podría estar cerca del asesino de Ellie después de salir del hospital? ¿Querría Nicholas que abandonara mi trabajo para cuidarlo? ¿Qué pasaría con Samantha? ¿Quién nos alimentaria si ninguno trabajaba? Era muy fácil aventar los papeles al suelo y colocarme una venda en los ojos, pero eso no era la realidad, y tarde o temprano lo sabría. Nicholas no me recordaba, no sabía nada sobre mí, ni lo que ocasioné. No recordaba que fui la periodista que se inmiscuyó en su vida y la única responsable de la muerte de su padre.Lo que Nicholas sabía de mí eran mentiras, falacias que inventé para que creyera en mí y me dejara traspasar su grueso caparazón. Ninguno era mejor que el otro, ambos nos causamos muchísimo daño. Nicholas bajó el rostro y tocó sus dedos. ―Entiendo ―pronunció entrecortado. Cabizbajo, con el orgullo en la suela de sus zapatos y un pesar en la parte alta de su espalda, Nicholas asintió a cada una de mis palabras. No creí que suplicaría de esa manera. Nicholas era el hombre que provocaba esas súplicas en las mujeres, no el que le suplicaba a una quedarse. Nicholas era el hombre que con una sonrisa conseguía que las mujeres le entregaran el alma al diablo, porque él era el diablo personificado. ―Me odias, Andrea —agregó—. Lo veo en tus ojos. No era justo ocultar algo que me carcomía por dentro. Decirle que no era verdad lo que acababa de decir, era una moneda de dos caras: la primera era una blanca paloma de pura verdad; la segunda, y no menos importante, un cuervo deseoso de arrancarle los ojos. Abandoné mi cobardía y grité la verdad en mi mente antes de soltarlo. No podía mirarlo a los ojos. Mirar al hombre que en ese momento era Nicholas Eastwood, era muy doloroso. Quise tener una bola mágica y cambiar el curso de la historia, uno donde todos estuviesen vivos, donde tuviéramos un final de película romántica. Pero en mis manos no estaba una bola mágica, y nuestra vida no era una historia romántica. ―¿Por qué no contestas? ―espetó. Inspiré profundo antes de sentir una lágrima deslizarse por mi mejilla. El silencio era tan ruidoso, que era imposible escuchar mis pensamientos. El olor a antiséptico atestaba el aire. La silla que usaba para leerle seguía a un lado de su cama. Las máquinas emitían sus ensordecedores pitidos y las enfermeras caminaban de un lado al otro, con bandejas en sus manos, zapatos blancos y las pequeñas gorras en sus moños. ―¡Dime la verdad! ―pidió elevando la voz. Mi piel tembló ante su dominante voz. Era atemorizante ver su rostro contorsionado por la ira, cuando el rojo de sus mejillas se volvía prominente, los puños cada segundo más apretados y las respiraciones entrecortadas. Era como ver el toro salvaje que domó la noche que lo conocí, cuando mi respiración ralentizó y mis ojos se ampliaron. Esa fue la primera vez que lo vi en todo su esplendor, como el hombre que era y el jinete de toros que deseó ser. Estábamos a un metro de distancia. Un patético metro que se sentía como un extenso océano pacífico. Me acerqué un poco más a su cama, mantuve la severidad en mi mirada y la dureza en mis palabras. Apreté mis brazos y dejé que el dolor manara de mi pecho, que lágrimas surcaran mi rostro y la piel se erizara bajo el frío de la habitación. ―Te odio, Nicholas Eastwood ―exhalé la verdad contenida―. Te odio desde lo más profundo de mi ser. Te odio cada vez que la recuerdo, cada vez que te veo respirar el aire que le quitaste. Decirlo era ponerle fin a lo vivido y despedirme de los recuerdos; recuerdos que solo guardaba en mi mente. En la suya eran simples retazos ausentes de lo que esperaba recuperar algún día. ―Odio que seas el responsable de arrebatarme a mi mejor amiga. ―Lágrimas brotaban de mis palabras―. Sé que no lo recuerdas, pero compartimos mucho. Y esos recuerdos que me queman el corazón, me hacen odiarte más. Yo no tenía el tiempo ni la paciencia de Nicholas. Yo quería que me recordara, que sufriera, que sintiera culpa, que quisiera quitarse la vida para estar con sus padres. Quería que sufriera. Y lo sabía, era malvado de mi parte, pero eso quería para él. Deseaba que cambiara lugar con Ellie, que pagara con su vida quitar la de ella. Él no tenía derecho de ver los amaneceres que ella no podría, de tener los hijos que ella no tuvo, ni tenía derecho de vivir la vida que le quitó. Sus ojos se humedecieron y su mirada cambió. La rudeza que mantuvo, se vino abajo ante mis palabras. Las lágrimas comenzaron a brotar y caer sobre su bata de hospital. Podía ver la manzana moverse en su garganta, las cejas unidas en confusión y un ligero temblor en sus manos. Me sentí un monstruo por dejar salir aquello que me quemaba la garganta de esa forma tan violenta. Internamente sabía que él no tenía la culpa, pero no dejé que eso me hiciera flaquear y cambiar de opinión. Sentía como los recuerdos se fragmentaban, retorcían y explotaban, aniquilando todo a su alrededor. Una vez que las palabras abandonaron mis labios, me sentía tan culpable como lo era él. No fue la manera correcta de revelarle mis sentimientos. Destruí a Nicholas Eastwood, o lo poco que quedaba de aquel vaquero que me protegió de Eric, el que me llevó a una cita cuando él nunca hacía eso por ninguna mujer. Me creí especial, única, y lo fui, pero la felicidad duró un pestañeo. Cuando lo conocí en la manga Álamo, sentí una atracción instantánea. Cuando tuvimos nuestra cita, cuando me contó de su familia y reímos en el desayuno, sentí algo que creí nunca volver a sentir. Cuando discutimos y nos alejamos, el sentimiento aumentó. Cuando sucedió el accidente y las personas murieron, ese sentimiento fue suplantado por algo nuevo, atemorizante y doloroso. Quería tener la capacidad de perdonarlo en nombre de todo lo vivido. Quería olvidar esa noche en la carretera. Dios era testigo que cada noche cerraba los ojos e imploraba al cielo que me arrebatara el odio que sentía por Nicholas. Cada maldita noche les pedí que me curaran de él, que me hicieran una mejor persona. Sin embargo, cada vez que volvía al hospital sucedía lo contrario. Cada maldita vez que veía sus ojos cerrados o la respiración sutil, sentía una ardiente ira hacia él. ―¿Era lo que querías escuchar? ―exclamé. Me quemaba ver como Nicholas limpiaba las lágrimas de su mejilla, antes de elevar el rostro y matarme con esos ojos. Sus labios temblaban, su respiración se agitó, su puño izquierdo apretaba la sábana. Podía ver la rabia brotando de su cuerpo como el humo de una chimenea. Entre el odio que le transmití y el dolor de sus heridas, no quedaba nada salvable en Nicholas. Lo hice de nuevo, volví a matarlo por dentro. Lo que tanto trabajo me costó construir, fue derribado en minutos, cuando fue incapaz de mantener la boca cerrada y me obligó a decir la verdad. Yo no quería herirlo. Él mismo se lo buscó. Mis labios temblaban, mi corazón se agitó y al instante me arrepentí de explotar como una maniática. El aire era gasolina y nosotros fuego; dos compuestos que nunca podían unirse. Nicholas bajó el rostro, resignado, consciente de que no éramos un simulacro de incendio. Nos estábamos quemando vivos, mientras el mundo a nuestro alrededor se detenía como un reloj sin batería. Mi corazón quemado, cercenado hasta los tuétanos, no se molestó ni se tomó el tiempo de buscar un extinguidor, quitarle el perno y lanzarme el líquido que evitaría que mi sentimiento se derritiera en las inmensas llamas de la amargura. Mi corazón no quiso salvarse. Eligió quemarse. ―¿Estás contento? —pregunté con el punzante dolor en el pecho—. ¿Eres feliz ahora que conoces mi verdad? Nicholas asintió con lentitud. Mantuvo la tormentosa mirada sobre la mía, retándome a decir todo lo que ocultaba. ―Tardaste demasiado. ―No valía la pena decirte la verdad —mascullé. Amplió los ojos y más lágrimas descendieron. ―¿No valgo la pena, Andrea? —resopló su pregunta. Las enormes lámparas comenzaron a fallar. Una luz intermitente iluminó la amplia y encerrada habitación. Pequeños insectos de luz arropaban la amarillenta claridad y danzaban alrededor, marcando su territorio como feroces leones. Cerré los ojos con fuerza. Busqué la manera de desechar lo que pensaba. Me susurré a mí misma: «Por favor, Andrea. No lo lastimes más. No digas algo que lo destruya». Omitiendo aquello que danzaba en mi mente, elevé el rostro y repliqué: ―No lo vales, Nicholas. No vales ni una de mis lágrimas. Cuchillos invisibles rompieron mis labios, apuñalaron mis ojos y cortaron mi lengua al profanar tan aberrante mentira. No sabía si sentir dolor, ira, desesperación. Lo que sabía era que no podía sentirlas todas al mismo tiempo. No podía amar y odiarlo a la vez. Era improbable, como enamorarlo entregándole una rosa envenenada. Nicholas tragó saliva y lamió sus labios. Analizaba mis palabras, con sus ojos fuertemente anclados sobre los míos. Nicholas no le dio cabida a la irrupción visual. La honestidad se basaba en decir las cosas frente a frente, sin pestañeos, sin evitar los ojos. Mi verdad sucedió de esa manera, como una película romántica en las escenas dramáticas, cuando la chica asegura odiarlo y se marcha para enfatizar sus palabras, dejando al chico en un trance emocional. No sabía si me odiaba, si me tenía compasión o comenzaba a odiarme un poco por las formas indolentes en las que respondía sus preguntas. Ninguna persona que haya perdido a su padre, debía pasar por algo tan crudo como la ruptura de algo que en realidad nunca existió, pero el maldito hilo rojo se esforzó por tirar una vez más. Estaba tan enojada con él, conmigo, con el mundo, que no sabía que algo invisible, rojo y fuerte, nos uniría para siempre. ―Si no valgo la pena —articuló Nicholas—, ¿qué haces aquí? «Miente, mientele a los ojos». ―El doctor pidió que me quedara contigo. Con lágrimas en sus ojos y el ceño fruncido, mantuvo su mirada. Nicholas, en un fallido intento por mantener la hombría que presumía en las mangas, mordió su labio inferior y arrancó la sábana de su cuerpo. No entendía qué pretendía hacer. Cambié el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra e inhalé una bocanada de aire. Di un paso atrás cuando Nicholas aferró una mano al borde de la cama y arrastró su trasero a la orilla. Si pensaba hacer lo que yo imaginé, terminaría peor de como estaba. ―¿Qué harás? ―¡Me iré a casa! —gruñó enojado—. Así sea arrastrándome, me iré de este lugar. Aunque su pierna y brazo estuvieron inmovilizados durante un par de meses, aún no podía moverlos sin provocarse dolor. El doctor dejó muy claro que si no realizaba terapia física, quedaría afectado para siempre. El hueso y los músculos necesitarían tiempo para adaptarse y volver a funcionar como antes, pero las palabras del doctor parecían importarle un cacahuate a Nicholas. Se sujetó del brazo derecho ―no lastimado―, y arrastró la pierna derecha ―lastimada― a través de la cama, intentando bajarse. Nicholas no era mi persona favorita en el mundo, no estaba ni cerca de serlo, y aunque le deseaba la muerte, verlo debatirse un duelo que no ganaría, removió una fibra dentro de mi. Limpié mis mejillas y me acerqué a su auxilio. Elevaba mis manos para sujetar su brazo derecho, cuando Nicholas tiró de él como si se tratase de una serpiente que lo fuese a morder. ―¡No me toques! ―exclamó. Me congelé a su lado. Nicholas tenía razón. No debía tocarlo, hablarle o estar con él en la misma habitación. Después de decirle que lo odiaba al punto de desear que lo atropellara un camión con cien troncos, era suficiente para un hombre como él. Entendía que no quería mi ayuda, pero no había nadie más allí que lo ayudara a levantarse de la cama. Él solo no podía, me lo comentó con timidez. El glorioso vaquero se avergonzara de que las enfermeras lo llevaran al baño cada vez que lo necesitaba. ―Dejame ayudarte. ―Ya hiciste suficiente ―replicó. Mi corazón arrojó un doloroso latido. Sus palabras me dolieron. Y si era honesta conmigo misma, y lo era, lo merecía. Merecía su desprecio después de todo lo que dije e hice. Odiarme era lo más infantil que podía hacer, cuando merecía ser arrastrada por las calles con cadenas por la muerte de John. Nicholas continuó esforzándose por levantarse de la cama. Quejidos bajos brotaron de su boca y el celo fruncido era una clara señal de dolor. Era tierno, en cierto aspecto, verlo tan indefenso ante algo tan simple como levantarse de la cama. Era inexplicable lo que en realidad sentía por Nicholas. Intentaba disimular ese afecto que sentía por él, aferrándome al odio que debía sentir. Me sentía orgullosa de mi trabajo final. Nicholas me repudiaba como una leprosa. ―Te lastimarás si te bajas de la cama sin ayuda —pronuncié en tono de reproche, como lo haría una de las coquetas enfermeras que se pintaba los labios para que él las mirara. El tiempo que Nicholas estuvo en el hospital, las chicas que lo atendían se sonrojaban si él les sonreía o les decía un simple «buenos días»—. Nicholas, no estás en condiciones de hacerte el héroe. ―¡¿Qué te importa, Andrea?! —gritó enfurecido—. Me deseas la muerte. Retrocedí y trastabillé sobre mis propios pies. ―Nunca dije eso ―susurré. ―¿Cuánto falta? ―preguntó frívolo. Cerré los ojos e intenté ensordecerme ante los lamentos y las maldiciones que emitía al no poder levantarse. Los abrí de nuevo y observé como forzaba el brazo para sujetarse de las barandas de metal. Contraía el rostro y pequeñas gotas de sudor cristalizaban su piel. Las venas en el brazo comenzaban a brotarse y aún tenía la mitad del cuerpo adherido a la cama. Nicholas no se rendiría. Di un paso a su posición. De inmediato me lanzó la mejor mirada asesina que tenía en el catálogo. Apretando los dientes y maldiciendo por lo bajo, continuó su fallido intento. Cerraba los ojos cuando su pierna se movía dos centímetros y su brazo se tensaba al máximo. Al final, después de intentarlo unos dos minutos, abatió en la cama, cansado, sudado y humillado. El mador salpicaba su frente, sus manos temblaban y sus dientes continuaron apretados. ―¿Estás mejor ahora que tu orgullo quedó por el suelo? —inquirí suavemente. Mantuvo la mirada en sus piernas. Su cabeza baja permitía ver el brillo en su cabello largo. Casi le rozaba los hombros. Hebras onduladas, negras, haciendo juego con su barba. Nicholas, en esa posición, era la pintura perfecta de un hombre destrozado. Cuando elevó la cabeza, un par de oscuros ojos verdes me golpearon. Frunció el ceño y respiró profundo. Levantó los hombros para que el aire llegara hasta lo más profundo. Sentado en esa cama, logré ver quien era Nicholas en realidad. No era la persona fuerte que le mostraba al mundo. Era una muñeca rusa, con capas y capas de hierro, bajo la cual se encontraba una persona débil, que pedía a gritos amor. ―No te deseo la muerte, Nicholas ―susurré para cortar el silencio―. No eres mi persona favorita en el mundo, eso es verdad. Y aunque anhelo que algo malo te ocurra, sé que ya tuviste suficiente daño en tu vida. Nicholas miró a la puerta detrás de mí. Su mirada se clavó en el pedazo de metal demasiado tiempo. ―¿Entonces qué soy? ―indagó―. No me puedo siquiera levantar de la cama. No puedo ir solo al baño. No me puedo cortar el cabello o quitarme la barba. No me he podido vestir como solía vestir. ―Su voz comenzó a quebrarse―. No podré volver a montar, no subiré a otro toro. No podré ver una última vez a mi padre. Un sollozo escapó de su boca. Sus hombros se hundieron, su corazón estalló, junto con el mar de lágrimas que le siguieron. Su alma se elevó, cuando dijo en voz alta aquello que lo preocupaba y lastimaba. Lo escuché llorar como un niño pequeño. Vi sus hombros moverse cuando el dolor arreció. Vi las lágrimas empapar su ropa. Fue una escena desgarradora que duró demasiado tiempo. Quise consolarlo. Acercarme y envolver mis brazos a su alrededor, que descansara su cabeza en mi pecho. Quería con tantas fuerzas suplantarle el dolor que lo destruía, que estuve a punto de aplastarme contra su cuerpo. Nicholas me necesitaba, podía sentirlo, pero no podía caminar hacia él. Mis pies estaban soldados al suelo. Mis brazos aplastados a mis costados. Nicholas lloró hasta cansarse. Las lágrimas descendían por mis mejillas y las limpiaba con la manga del suéter. No querer que su dolor me afectara resultó imposible. Lloré distanciada de él, pero lo sentí conmigo, desgarrándome por dentro. Cuando sus sollozos disminuyeron, obligué a mis piernas moverse. Me acerqué lo suficiente para acentuar lo que diría, y para que escuchara con claridad mis palabras. ―Eres alguien que estaba en el momento y lugar equivocado, igual que nosotras. Nicholas elevó la cabeza. Cuando su rostro llegó al mío, vi el rojo rodeando sus ojos, las mejillas mojadas y el temblor en su labio inferior. Sus ojos eran cristalinos, las lágrimas seguían cayendo. Despegué mi brazo del costado y levanté mi mano a su rostro. Su mirada seguía prendada a la mía, y justo cuando mis dedos casi rozaron su piel, retrocedí. Un hilo invisible me alejó, tiró de mi brazo hacia atrás y me alejó de él. Podía asegurar que fuego irradió de sus pupilas, pero solo Nicholas sabía lo que pensaba. Por primera vez en todo ese tiempo, despegó sus ojos de los míos, los cerró y apretó con fuerza. Nicholas apretó su brazo izquierdo y contrajo el rostro. Sentía un profundo dolor en sus músculos. Sabía que le dolía, no hubo necesidad de preguntar. Ya le había causado suficiente daño, y era momento de remediar. Ninguno de los dos quería estar junto al otro, así que caminé hasta la puerta, con la mirada en el trozo de metal que le brindaba un poco de privacidad. Antes de atravesar la puerta, giré y atrapé su mirada. En otras circunstancias habría corrido a él, aplastado mis labios a los suyos y afirmado que nunca me iría, que nos quedaríamos juntos para siempre, pero eso solo era mi final inventado. Alejé esa nube de pensamientos y me aferré a la manija de la puerta. ―Llamaré a la enfermera. ―Fue lo último que dije antes de marcharme. No esperé que dijera nada, sabía que no lo haría. Salí y respiré el aire atestado a antibiótico. Mi espalda quedó pegada a la puerta unos segundos, mientras reunía el valor para irme. Una vez lista, caminé por el pasillo y encontré a la enfermera de turno. Le conté lo ocurrido y le pedí que fuera a revisarlo. Ella, con una amplia sonrisa, aseguró que iría. Me despedí con un «nos vemos mañana», sin saber realmente si volvería. Durante los meses que estuve cuidándolo, me volví constante, como un fantasma del hospital. Conocía a cada una de las personas involucradas en su mejoría, lo que volvía sencillo encontrar a alguien cuando lo necesitaba. Ellas, sin renuencia, iban a la habitación y lo atendían. Aunque debía darle crédito al atractivo físico de Nicholas, y a la sonrisa con la que siempre las recibía después de despertar. Salí al exterior y sentí la oleada de frío en mi rostro. El clima de febrero seguía azotando mi cuerpo y erizando el vello de mis brazos. Mis calientes pensamientos y la dureza de la contracción mandibular, me hizo chirriar ante otra oleada de frío y la nieve que hundía mis pies en el suelo. El clima era tan inclemente como mi corazón. Caminé hasta la calle principal y llamé un taxi. En diez minutos estaba de regreso en la posada. El calor y el aroma de la comida fue lo primero que me recibió. Subí en silencio a la habitación, me quité la ropa y entré a la ducha. El agua era helada, demasiado para permanecer por más de unos minutos. Me sequé el cabello, coloqué una ropa de algodón sobre mi cuerpo y me lancé sobre las almohadas. Me acosté de espaldas, con la mirada fija en el techo. El día anterior hablamos tan tranquilos. Nicholas me preguntó de Nueva York, de mi hija y mi esposo. Reímos un poco con sus comentarios sobre la gran manzana y si se desilusionaría cuando la conociera. Me sentí familiar, ajena al dolor que le causé, mientras veía su sonrisa brillar bajo la luz de la habitación. Sentada junto a él, conversando como dos adultos que ansían conocerse, sentí calidez con Nicholas Eastwood, el real, el que era gracioso y hermoso al mismo tiempo. Y aún con el sufrimiento en su mirada y su cuerpo imposibilitado, Nicholas era precioso, como una escultura griega. Fue tan perfecto olvidarnos del pasado unos minutos. Solo bastó mirarnos y dejar que las palabras fluyeran con naturalidad. Fue un momento perfecto. No se necesitó un beso, alcohol ni sexo. Ni siquiera hizo falta sujetarnos las manos. Con solo mirarnos nos sentimos cómodos. Él estaba cómodo, podía verlo a través de sus ojos. Se sentía en paz. Olvidó su dolor, el peso del asesinato y todo lo que lo mortificaba, para entablar una amistosa conversación conmigo. Y justo allí, tumbada en la cama, reconocí que lo quería. Entre las cientos de lágrimas que derramé, sentí las raíces del sentimiento ahondar en la suave tierra de mi corazón. Nicholas Eastwood no solo era el vaquero que con su sonrisa encantadora me enamoró. No, él no solo era eso. Era todo al mismo tiempo. Era calidez, era paz, era amor. Era el comienzo de una historia que pospuse sentir durante mucho tiempo. Él, con su arrebatadora personalidad tocó la fibra más sensible de mi corazón. Entró, me marcó y se marchó. Y me destrozaba el corazón sentirme abandonada una vez más. Siempre lo que más quería se marchaba de mi lado. Primero mi familia, después mi esposo, seguido de mi hija. Y las últimas dos pérdidas me dejaron en la lona. Ellie se llevó los años de amistad y esa pasión que le entregaba. Y Nicholas, él se llevó lo poco que aun funcionaba de mi corazón. Solo una persona era salvable en todo eso. Mi adorada hija. Samantha fue arrebatada de mis brazos, y era lo único que aun me mantenía en pie. Y si quería que regresara a mi lado, debía luchar por ella, con uñas y garras, hasta conseguir ver esos hermosos ojos todos los días. Samantha era la única que le quitaría el dolor a mi alma y haría que mi corazón volviera a latir. Y no planeaba descansar hasta conseguirlo. De pronto, como la lluvia en el exterior, todo explotó dentro de mí. Calientes lágrimas bajaron por mis mejillas y empaparon la almohada. No pude contener al llanto. Dejé manar aquella opresión en el pecho, las palabras contenidas y lo que en realidad sentía por él. En cierto punto, cuando creí no poder respirar, me dije a mi misma: «No llores, Andrea. Eres valiente y decidida. No malgastes tus lágrimas en quien no lo vale». Pero él si valía cada lágrima. Lo valía muchisimo. Sollocé en la oscuridad. Supliqué y oré para que el siguiente día fuera mejor. Estaba harta de odiarlo, de sentir pena de nosotros. No quería seguir por ese escabroso camino, lleno de reclamos y lágrimas. Quería descansar y pasar una noche sin llorar o pensar en ella. Lo pensé durante semanas, y por más que me negué a aceptarlo, solo existía una solución para todos nuestros problemas. Solo una cosa me haría olvidar a Nicholas, la muerte de su padre y ese pasado entre nosotros. Alejarnos para siempre.
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