Capítulo 3 | Andrea

4869 Words
Era impresionante ver mi aliento danzando en el aire. El agua de la ducha era demasiado fría, y el crudo invierno se mantendría unas semanas más. Las noticias auguraban una terrible helada que azotaría toda el área oeste del país, dejando daños irreparables en los sembradios y animales. Las carreteras se cubrieron de nieve, los árboles murieron y los animales se escondieron en sus cuevas. Gracias a Dios los vuelos aun funcionaban, y ese era el día en el que me marcharía definitivamente de Charleston. Esa mañana dudé para entrar en la bañera. Los azulejos del piso, la cerámica del lavado, el metal que sostenía la toalla, hasta la manija de la puerta sentía que estaba congelada. Los inviernos en Nueva York eran crudos, pero transcurrían el tiempo suficiente. El invierno en Charleston parecía durar hasta la siguiente navidad. Por eso Meli, un par de días atrás, me comentó que el calentador no funcionaría por un tiempo porque el técnico se encontraba fuera del pueblo. Me ofreció ducharme con agua caliente de la cocina. La idea me pareció una locura, pero justo ahí, bajo el agua helada, comenzaba a reconsiderarlo. Mis pies se hundían en las medias calientes cada noche, mientras mi cuerpo se resguardaba bajo una manta cálida que la Sra. Ingrid me ofreció. Ellas fueron muy amables conmigo desde nuestra primera visita. Las apreciaba mucho. Siempre tenían chocolate caliente con malvaviscos, estofado o algún té caliente. Meli iba varias veces a la habitación para platicar o me decía que bajara a ver alguna película con ellas. Por el invierno, la cantidad de huéspedes descendió y la posada estaba muy sola. Me envolví en la toalla, metí las piernas en un pantalón de algodón, me coloqué un suéter cálido y medias gruesas de deditos. No tenía demasiada ropa invernal, así que Meli me regaló un par de la suya que poco usaba. Empaqué ropa suficiente para un par de semanas, pero nunca imaginé que en febrero la nieve alcanzaría cuatro pulgadas, las carreteras fueran cerradas y los autos se congelaran. Nada de lo empacado era suficiente para el clima que se avecinaba. En cierto punto pensé regresar a Nueva York, y unos pocos días después fue demasiado tarde dar marcha atrás. Mentí para quedarme con Nicholas, y mis propias mentiras me apresaron a un lugar que se mantenía bajo cero, con ausencia de sol y ese espléndido calor que me encantaba. Esa mañana, mientras esperaba el taxi al hospital, cayó sobre mi piel miles de copos de nieve. El frío me caló los huesos. Se colaba entre mi ropa y me volvía vulnerable. Durante las últimas semanas, las personas no abandonaban sus casas, evitaban las tiendas y las calles. La última tormenta dejó ocho pulgadas de nieve en la puerta de la posada. Con ayuda de una pala, quitamos lo que pudimos, aunque una gran porción seguía en la entrada. Antes de salir al exterior, le pedí a Meli una taza de café. Llevé la taza caliente a mi nariz e inhalé. El calor entró por mis fosas nasales y me atestó igual que la cocaína. Pocas veces recordaba esa época. Llegaban en las noches frías. Recordaba las drogas que consumía y el alcohol que me mantenía caliente en las calles frías. Mi intención era quedarme en la posada hasta la hora de mi vuelo. Quería conservar mis dedos pegados a la mano. La Sra. Ingrid preparó galletas de mantequilla y más café, así que no me resistí. Me senté con ellas alrededor de la mesa y mastiqué un par de sus deliciosas galletas. Aunque el sabor del café me calentaba el cuerpo y las galletas complementaban, no podía marcharme del condado sin despedirme de Nicholas. La noche anterior pensé en él durante horas. La forma en que lo traté no estuvo bien. Dejé salir la peor parte de mí, y esperé como una ingenua que él me entendiera y me aceptara. Nicholas no me recordaba, tendría que vivir con ello, y en parte esa era mi molestia. No aceptaba que Nicholas Eastwood me olvidara, que olvidara todo lo que vivimos y lo que comenzamos a sentir. —¿Quiere más café, Andrea? —preguntó la Sra. Ingrid. Sacudí las neblinas y sonreí. Meli subió a su habitación por una laptop. El servicio de internet fue suspendido por mal clima y las líneas de comunicación estuvieron ausentes las últimas doce horas. Meli necesitaba revisar su solicitud a la universidad. No sabía que ella aspiraba a una beca en Stanford para estudiar medicina. Meli debía tener la edad de Nicholas. Estaba algo atrasada con su avance estudiantil, pero se pondría al corriente con rapidez. —¿En qué piensa, Andrea? —inquirió de nuevo la Sra. Ingrid—. ¿En él? Bajé la taza y asentí. Ella rodeó la mesa, sacó la silla y se sentó frente a mí. La Sra. Ingrid era la abuela que no tuve. Mis únicos abuelos vivos eran un tanto histéricos. Los padres de papá murieron doce años atrás, cuando aún era una niña, y los de mamá eran los histéricos. Mi abuela no soportaba que mamá colocara los cubiertos en otra posición, que no planchara los manteles o no puliera la vajilla. Si mamá era una mujer de gustos refinados, mi abuela sobrepasaba ese nivel. —¿Te despedirás de él? —indagó. —No lo sé. —Fui sincera—. Después de discutir con él, no sé si sea correcto despedirme. Miré mis manos. La taza medio llena seguía caliente. —No sé lo que siento por ese hombre —continúe—. Sé que suena ridículo porque me quedé con él todos estos meses, pero cuando despertó y me vio con esos ojos perdidos, una parte de mí supo que no era el hombre que conocí. La Sra. Ingrid apartó el cabello de su frente y respiró profundo. —No sé qué decirte, Andrea. Las cosas del corazón son complicadas. —Soltó un suspiro y arrimó su cuerpo al borde de la mesa—. Si de verdad quieres despedirte hazlo. Si no estás segura, es mejor que no lo hagas. Ese muchacho sufrió suficiente. Merece paz, tranquilidad, cariño. La noche anterior le conté a la Sra. Ingrid y a Meli lo sucedido con Nicholas. Ellas no creían que un muchacho tan saludable estuviese en una cama de hospital, con la mente tan blanca como una pizarra nueva. Nadie podía creer que una persona como él estuviese cargando ese calvario. A medio Charleston le impresionó y conmovió el estado de Nicholas. Cada persona que lo quería fue a verlo al hospital mientras estuvo en coma. Filas de mujeres besaron la boca inmóvil de Nicholas y se lamentaron no volver a tener sexo con él, lo que resultaba inapropiado dada la situación. —Sé que debo despedirme, pero no sé cómo hacerlo. —Continué aferrada a la taza caliente—. Despedirme no me parece correcto. Ni siquiera sé que hacer con mi vida después de esto. Le mentí a mi jefe, me alejé de mi hija, todo para cuidar a un hombre que no sabe quien soy. ¿Cómo decirle adiós si nunca existí? La Sra. Ingrid estiró su brazo y apretó mi mano. El escozor en mis ojos comenzaba a producir las lágrimas. Pestañeé y tragué para ahogarlas. La Sra. Ingrid calentó mis manos y forzó una sonrisa en sus labios. Ella quería ayudarme, aunque no sabía cómo hacerlo. Mi situación no era sencilla. —No soy quién para juzgar, Andrea —pronunció después de unos segundos—. No puedes hacerlo feliz si en el camino pisas tu corazón. No sé qué haría en tu lugar. Creo que dependería mucho de la intensidad de lo que sienta por la persona. —Quitó la mano de la mía—. Pero siempre, siempre, la última decisión es tuya. Cuando Meli llamó a su madre desde el piso de arriba, la Sra. Ingrid se colocó de pie y apretó mi hombro. Me dejó sumergida en mis propios pensamientos. Nadie podía elegir por mí. En mis manos estaba la última decisión, tal como ella dijo. La salida más sencilla habría sido pedirle que me empujara a lo correcto. Pero no, así no era la vida. Las elecciones que tomamos nos definen como persona. Mi elección de ese momento fue dejar la taza, subir por un abrigo y pedir un taxi al hospital. Discutí con Nicholas el día anterior. Estuvimos a punto de maldecirnos. Una persona cuerda lo habría dado por muerto. Él se habría marchado al rancho a cumplir su tratamiento, y yo habría regresado a trabajar al New York News. Los dos habríamos sido infelices a nuestra manera, como la frase de Tolstoi: «toda familia feliz es infeliz a su manera». No obstante, las cosas inconclusas no eran mis favoritas. De camino al hospital no hice más que pensar en Ellie. Mi mejor amiga no dejaba mis pensamientos. Me dolía en demasía elegir a Nicholas sobre ella. Me sentía traidora. Apreté mis dientes y golpeé mis muslos. ¿Cuándo dejaría de sentirme así? ¿Cuándo lograría perdonarlo? Una lágrima escapó de mi ojo derecho, rápidamente borrada tan pronto como apareció. Mi corazón palpitaba de prisa, la chaqueta me escocía el cuello y mis palmas sudaban. Tragué grueso y cerré los ojos. Quería curarme de eso, quería sanar mi corazón del odio que sentía por él. Y sí, sabía que el dolor de la pérdida no era una bacteria que desaparecía con penicilina. Ese dolor era una cicatriz que no se borraría con facilidad. Froté mi nariz y solté una calada de aire sobre mis manos. Las froté y miré por la ventana. Hileras de techos blancos, aceras cubiertas de nieve, postes escondidos bajo una densa neblina que templaba los vidrios de las ventanas, y una constante y acelerada nieve que caía a una velocidad impresionante, fue el camino que bordeaba cada día. Estaríamos cubiertos de nieve en pocas horas. El taxista era de los pocos que laboraban bajo ese clima. La Sra. Ingrid le suplicó que fuera por mí y me esperara. Era un conocido, así como el hombre que le compró el almuerzo la vez que me perdí después de amanecer con Nicholas. Cada cosa me recordaba a él. Cada mínima cosa que me sucedía tenía relevancia con esa semana. Mientras más me esforzaba por olvidarlo, las pequeñas cosas cotidianas lo regresaban a mi. Cuando el taxista me dejó en el estacionamiento, coloqué un pie en el suelo y sentí la gruesa capa de nieve bajo mis pies. Estaba frágil, se movía al contacto de mis botas. Entré al hospital como un torbellino y calenté mis manos en la sala de espera. Froté mis palmas sobre los guantes de lana. La chaqueta, bufanda, suéter y botas, no me mantenían caliente. Miré atrás para cerciorarme que el taxista no se marcharía, antes de encaminarme al pasillo. En el hospital encendían la calefacción durante el invierno. El calor me ayudó a recuperar el color natural de mis dedos y la punta de mi nariz. El lugar se mantuvo solitario los días de tormenta. Pocas personas llenaban las sillas de espera, los pasillos y la cafetería. A medida que caminaba, encontraba menos personas. Saludé a la mujer de recepción, Joanna, a las enfermeras y a un par de doctores. Seguí por el amplio pasillo hasta su habitación, con el corazón desbocado y un temblor en los labios. Respiré profundo una vez más y me asomé por el cristal de la puerta. Visualicé a Nicholas con la mirada en un televisor que colgaba en la pared de enfrente. Llevaba puesto un suéter n***o de capucha, sobre el cual usaba una chaqueta más gruesa. Al fin usaba ropa normal. Supuse que le pidió a alguna de las enfermeras que babeada por él que lo ayudara a vestirse. Sabía que su amigo Charles le había llevado una pequeña maleta con ropa. Y aunque esa no era la clase de ropa que Nicholas usaba, le quedaba perfecta. Cuando tuve el valor de entrar, él alejó la mirada de la pantalla y fijó sus ojos sobre los míos. Me detuve en la puerta, sin saber qué hacer. Las demás visitas fueron sencillas, en cambio esa me sacaba un poco de trance. Nos miramos por lo que fue una eternidad, hasta que Nicholas dibujó una pequeña sonrisa en sus labios. Sus ojos brillaron y su mano señaló la silla junto a él. Tomé ese ademán como una señal para acercarme. Despegué mis pies del suelo y caminé hasta su cama. Me detuve bajo las luces de la habitación, con las manos bajo mis brazos y los labios unidos en una dura línea. El olor a antiséptico seguía impregnando las sábanas y la ropa de Nicholas, pero un aroma distinto brotaba de su piel, como el aroma que despide la naturaleza después de la lluvia. ―Andrea ―pronunció Nicholas. ―Hola ―saludé—. Vine a despedirme. No esperé que comenzara a hacer preguntas. Iba con un solo propósito, despedirme de él. Nicholas señaló de nuevo la silla. La arrastré un poco más cerca y me senté. El frío del metal congeló mi trasero. Nicholas buscó el control y apagó el televisor. No quería enfocarse en nada más que no fuera nuestra conversación. Froté las palmas entre los muslos, manteniendo el calor corporal. Nicholas miró mis manos y elevó rápidamente la mirada a mis ojos. ―¿Ya te vas? —preguntó doloroso. ―Sí. Movió su cuello a una ventana que se escondía bajo gruesas cortinas. Nicholas elevó la cortina detrás de su espalda y observó los copos de nieve. Bajó la cortina, regresó la mirada y frunció el ceño. ―Esta nevando —emitió preocupado—. ¿No es peligroso? ―Reservé un vuelo a las diez, Nicholas. Así sea peligroso debo regresar. Nicholas bajó la mirada y carraspeó su garganta. ―Bueno, Andrea. ―Lo observé contraer la mandíbula y frotar sus manos sobre la sábanas—. Ten un buen viaje. Mi corazón se apretó en el pecho. ―Gracias —mascullé—. Espero que te recuperes y puedas regresar a los rodeos. Quise decir algo más, pero no encontré las palabras. Nicholas no me miró a los ojos ni comentó nada más. Se veía rendido, con dolor por mi despedida. Antes de que las lágrimas salieran, me coloqué de pie y arrastré la silla a su lugar. Sin más que agregar, salí de la habitación, doblé la esquina y solté el oxígeno retenido en mis pulmones. Un sollozo irrumpió el silencio y una lágrima rodó por mi mejilla. Me recosté a la pared y toqué mi pecho. Froté mis ojos y meneé la cabeza. Ya no podía seguir llorando por él, era suficiente. Me marcharía y eso era todo lo que necesitaba. Caminé a la recepción, me despedí de las chicas y salí al estacionamiento. El taxista leía el periódico. Toqué la punta de mi nariz y sentí una punzada de dolor. A medida que me acercaba al taxi, vislumbré por la empañada ventana un termo sobre sus labios. El hombre bebía algo caliente. De inmediato un recuerdo atizó mi cerebro: Ellie y los deliciosos ponches que preparaba durante las festividades. Recordé las navidades en casa de mis padres, con abundante comida. Recordé la primera festividad que pasé con Samantha y sus sonrojadas mejillas. Bebía mucho té caliente, con ella en mis brazos. Extrañaba todo lo que me hacía sentir normal. Froté mis manos una última vez y me acerqué a la puerta. Estaba a punto de sujetar la manija, cuando una inoportuna llamada me alejó del calor del auto. Retrocedí al techo del estacionamiento y extraje el teléfono. Era un número desconocido. Después de unos segundos sin descifrar el origen, deslicé el dedo por la pantalla. —¿Hola? —saludé. ―¿Señorita White? ―Afirmé al escuchar mi nombre―. Le hablamos del aeropuerto East Rife. Lamentamos informarle que su vuelo 758 con destino a Nueva York ha sido cancelado por emergencia climática. Su pasaje será reservado en el próximo vuelo, en cuanto el clima se reestablezca. Sentimos mucho que deba posponer sus planes en Nueva York, pero la protección es nuestro lema. Lo único que faltaba era que pospusieran el vuelo por emergencia climática. ―Gracias por llamar. Llevé el teléfono al pecho y cerré los ojos. Cualquier persona con una pizca de sentido común pensaría que se trataba de una epifanía. Tal vez moriría en ese avión y Dios no quería alejarme de mi hija, o simplemente se trataba de un mensaje divino. Miles de personas estarían con su familia y yo tendría que quedarme sepultada en la nieve, en un pueblo alejado y con escaza cantidad de dinero. ¿Alguna otra cosa podía salir mal? ―¿Qué quieres de mí? ―le pregunté al cielo. ―Que te quedes ―respondió un hombre. Giré y encontré a Nicholas detenido en la puerta principal. En sus ojos distinguí el dolor que le producía permanecer de pie. Llevaba un pantalon de algodon y medias gruesas. Sus pies estaban descalzos, y la nieve le producía un dolor más profundo. Empezó a cojear. Contorsionaba el rostro a medida que avanzaba. Bajo la nieve, Nicholas salió al exterior a buscarme, como un gallardo príncipe que subiría la torre más alta y pelearía con el dragón para recuperar a su dama. Y eso era yo para Nicholas: su dama. Me lo dejó claro cuando me colocó el sombrero. Verlo debatirse un duelo con la nieve y un tubo de metal que se hundía con cada paso que daba, me recordó al Nicholas que me abrazó en esa misma sala minutos antes de despedirnos por última vez. El mismo que me llevó al lago y bailó conmigo bajo la luz de la luna y un manto de estrellas, sin importarle que no encajara en los estándares de vaquero. ―¿Qué haces levantado? ―Guardé el teléfono y troté a su encuentro. Sujeté su brazo derecho por encima del mío―. ¿No aprendes? ―Soy testarudo. ―Me veía esperanzado, con cierto brillo en los ojos. Le quité el tubo de metal, que no tenía idea de donde lo había conseguido, y lo conduje de regreso adentro. El aliento de Nicholas irradió un aroma peculiar, a menta y enjuague bucal. Acababa de ducharse y no tenía residuos de narcóticos. Claramente estaba adolorido y maltrecho, pero seguía hermoso. Lo regresé a la habitación y lo senté sobre la cama. No entendía cómo logró escaparse sin que nadie lo viera. ¿Cómo logró levantarse de la cama? Aún con su brazo enroscado en mi cuello, pesaba menos de lo que recordaba. El imaginarme lo sucedido cuatro meses atrás ruborizó mis mejillas. Nicholas se sujetó del metal de la cama y se metió bajo las sábanas. Busqué en la maleta medias secas y le cambié las mojadas. Una sonrisa de calor avanzó por sus labios. Dejé el tubo a un lado, subí las sábanas hasta su pecho y apreté los bordes para que se mantuviera el calor. Me acerqué lo suficiente a su rostro para sentir ese cosquilleo en los labios y apareciese el peculiar sonrojo en mis mejillas. ―Te sonrojas ―murmuró Nicholas. ―Es el frío. ―Froté mis mejillas―. ¿No ves que afuera se cae el jodido cielo? Me estoy congelando por tu culpa. ―Supongamos que es eso y no que soy demasiado sexy como para hacerte ruborizar ―asumió y estudió mis ojos—. ¿Miento? Ahogué una carcajada, incapaz de pronunciar la verdad sobre mi enrojecimiento. Nicholas se cubrió el cuerpo con la sábana e insertó las manos entre sus muslos. ―Eres muy egocéntrico. ―Así me han dicho. —Enarcó ambas cejas y sonrió como un chiquillo por un dulce—. Que tal si me cuentas nuestro secreto. ―¿Nuestro secreto? ―inquirí. ―Sí. —Dejó de sonreír—. ¿Cómo nos conocimos? Oculté mi rostro tras la cortina de cabello. Comenzaba a preocuparme por nada. Creí que Nicholas me preguntaría del accidente o la muerte de su padre. Esos si eran secretos, no la forma en que nos conocimos. Nicholas quería saber alguna de las cosas que sucedieron entre nosotros antes de perder la memoria. Era complicado contar algo que no tuvo el final esperado. En ese instante Nicholas esperaba que le contara una épica historia, y yo no sabía cómo iniciar, así que preferí eludirlo. ―Soy la menos indicada para contar esa historia. —Él pestañeó y miró abajo. Sabía que pensaba en su memoria—. Sé que no puedes recordarlo, pero cuando lo hagas sabrás de lo que fuiste capaz. Esperaremos que esa mente se recupere y puedas recordarlo tú mismo. La historia vale la pena. Nicholas no pareció afectado. Cuando entendió que no le contaría nada, arrastró su cuerpo hacia arriba y recostó la espalda de la cama. Fijó los ojos que me más me encantaban en ese planeta y sonrió. ―¿No te irás? ―No. —Bajé la mirada y froté mis dedos enguantados—. Mi vuelo fue cancelado por el clima. Por el rabillo del ojo atisbé que Nicholas anhelaba que mi vuelo fuese cancelado y así pudiera quedarme más tiempo. Lamió sus labios y sonrió al cielo, agradeciéndole el favor. Intenté no reírme de él. Fracasé rotundamente. ―Te quedarás. ―Sí. —Hice una mueca—. Regresaré a la posada. ―¿A la posada? ―repitió desilusionado. Miré abajo y sonreí, consciente de la broma que acababa de hacerle. Era el mismo Nicholas que se entristecía cuando quería convencerme de algo, el mismo que fruncía el ceño cuando algo no iba de acuerdo al plan y el que pelearía contra un toro salvaje con tal de acostarse con una mujer. Aunque su memoria no estuviera intacta, la esencia natural de Nicholas seguía brillando. Después de algunos minutos, me quité los guantes y mordí una de mis uñas. Tanteé varias veces la fría baldosa del piso, para finalmente, después de una ardua espera, preguntarle aquello que cambiaría nuestras vidas. ―¿Cuánto tiempo necesitas que me quede contigo? Su semblante cambió y la jodida sonrisa apareció. ―Un par de semanas. Nicholas no saltaría de la emoción, pero se alegraría al escuchar mi respuesta. ―¿Qué significa? ―pulsó de nuevo. Aceptar conllevaría situaciones adversas. Tendría que llamar a Patrick y comentarle lo del vuelo. Lo más seguro era que me despediría, perdería el apartamento y tendría que vivir bajo un puente el resto de mi vida. ¿Nicholas Eastwood valía ese sacrificio? Esa pregunta retumbó en mi cabeza. Le había hecho mucho daño. Yo fue la reacción en cadena que acabó con su vida. Lo menos que podía hacer era ayudarlo a recuperarse. Los ojos suplicantes de Nicholas imploraban una respuesta. Me limité a asentir, consciente del terreno inestable que acababa de pisar. Si la sonrisa de Nicholas hubiera sido una estrella agonizante, su muerte causaría una supernova que iluminaría todo Charleston por días. Nicholas emitió la sonrisa más grande y hermosa que vi en toda mi vida. La sonrisa no le permitía hablar. La emoción era demasiada. Una hora más tarde el doctor revisó a Nicholas y lo dio de alta. Lo ayudé a buscar sus cosas personales. Empaqué su ropa y le pedí la prescripción al doctor. El doctor reiteró que debía asistir a terapia y tomar sus medicamentos. Las enfermeras que lo adoraban se despidieron del vaquero con un beso en la mejilla y el doctor le deseó una excelente recuperación. Cuando el frío incrementó, lo ayudé a llegar al taxi, después de observar cómo las enfermeras depositaban el número de teléfono en los bolsillos de su chaqueta. Nicholas les sonrió y vi como el mujeriego regresaba al ruedo. Una vez dentro del taxi, Nicholas le dio la dirección del rancho y emprendimos camino, no sin antes pasar por mis cosas. Al llegar a la posada, toqué y subí a la habitación. Busqué la maleta que seguía junto a la cama, y agarré el pasaporte sobre la mesa. A Ellie siempre le encantaba llevar su pasaporte a todos los viajes. Ella decía que sabíamos a donde íbamos, pero no si llegaríamos. Tanta razón en sus palabras. Bajaba las escaleras cuando inhalé el aroma a comida. Me deslicé con sutileza y observé que preparaban pollo agridulce, una de sus especialidades. La Sra. Ingrid llevaba el delantal en su cintura y revolvía el pollo en la cacerola. Me sonrió desde la cocina. Bajó la mirada a mis piernas y observó la maleta. Amplió sus ojos y enarcó las cejas. ―¿Ya se va, Andrea? ―preguntó. ―Sí. ―Me acerqué a la Sra. Ingrid y deposité la llave en sus manos―. Gracias por todo. Fue un verdadero placer conocerlas. Su comida es exquisita. Estaré siempre agradecida. La Sra. Ingrid besó mi frente. —Buen viaje, Andrea White. —Sonrió—. Estas puertas siempre estarán abiertas para ti. Ambas me abrazaron y me desearon buen viaje. Fue un bonito abrazo, me agradó en sobremanera. En ningún momento les dije que me quedaría en el condado, ni que me quedaría con Nicholas. Ambas me acompañaron al umbral de la puerta. Hicieron el ademán de despedida y cerraron el portón. En menos de lo que recordaba, llegamos al rancho. El taxista me ayudó a bajar las maletas y colocarlas en el pórtico lleno de nieve. La reja principal del rancho estaba abierta. Como nadie regresó a ese lugar, nunca fueron cerradas. El taxista me ayudó a sacar a Nicholas. El hospital nos facilitó una silla de ruedas. No era mecánica, tendría que moverla con un brazo, pero le facilitaría moverse dentro del rancho. La capa de nieve era estable, pero no lo suficiente para soportar el peso de ambos, así que lo ayudé a caminar hasta el umbral de la puerta y regresé por la silla. Cuando el taxi se marchó, Nicholas extrajo una llave plateada de su sudadera y la insertó en la puerta. Girándola sin mayor esfuerzo, entramos al rancho. El rancho estaba frío, descuidado, solitario, lo normal después de cuatro meses inhabitado. Se sentía la muerte en el aire y podía verse el polvo revolotendo a nuestro alrededor. ―Hogar, dulce hogar ―susurró Nicholas tan bajo que el silencio se tragó sus palabras. Lo senté en la silla. El frío se colaba entre la ropa. Caminé a la chimenea. Había leña, eso era bueno. En la repisa donde reposaban fotos familiares, encontré un par de fósforos. Los raspé para encender las brasas. Froté mis manos y al instante el calor abrazó mi cuerpo. Fui por la silla de Nicholas y lo acerqué al fuego. Él permaneció callado, con la mirada en el fuego. Avancé a la cocina y abrí el refrigerador. El olor que emanaba me mareó. No podía respirar. Lo asqueroso revolvió mi estómago. Me tape la nariz y me trague el vómito que intentó subir. Todo lo que estaba dentro del refrigerador caducó. Olía a matadero y basurero al mismo tiempo. Cerré la puerta y salí de la cocina. Volví a la sala y noté la perdida mirada de Nicholas. Sus ojos seguían clavados en la llama danzante y el sonido de la corteza quemada. ―¿Necesitas algo? —pregunté desde el umbral. ―No. ―El brillo de su sonrisa desapareció. El rancho regresó al Nicholas destruído―. Hay una habitación de huéspedes en la parte de arriba. Esta sucia, nadie nunca la usó. ―Esta bien. ―Caminé a la sala y levanté la maleta del suelo—. Llámame si necesitas algo. Nicholas debía procesar su duelo. Para él, su padre acababa de morir. Regresar al lugar que una vez fue su hogar, sin las personas que le daban la calidez de hogar, era peor que estar en el hospital. Ese rancho solo era madera y muebles. Me prometí darle su espacio, lo necesitaba. Estaría cuando me necesitara, pero no planeaba hostigarlo. Subí las escaleras y encontré un largo pasillo poco iluminado. Busqué el apagador y encendí la luz. La última vez que estuve allí era una persona diferente, veía el rancho diferente. Al regresar encontré oscuridad, telarañas, soledad. No era ni una mínima parte de lo que alguna vez fue. No había calor de hogar, no había personas, no había amor. Supuse que las habitaciones principales se encontraban de lado derecho, donde las puertas eran más consecutivas. La única puerta alejado de todo estaba del lado izquierdo. Giré la perilla y encontré polvo en el aire, unas cortinas corridas y una cama matrimonial perfectamente tendida. Omitiendo la suciedad y las telarañas en las esquinas, el lugar era bastante amplio, con buena iluminación natural y un armario vacío. Había un tapete en el suelo y un escritorio con una silla roída, junto a una pequeña mesa al lado de la cama. Toqué el edredón de la cama y sentí la suavidad en la palma de mi mano, antes de sentarme y pensar si estaba cometiendo un error. ¿Había elegido lo correcto?
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