Algunas personas aseguraban que el olvido era manipulable por nosotros mismos, y que solo nosotros podríamos romperlo. Para mí olvidar era un eslabón más abajo de la muerte de papá. Si su muerte fue lo peor que me ocurrió, olvidarlo se convirtió en su sombra malvada. Olvidar era adivinar donde guardé mis cosas, qué acostumbraba comer con papá, a donde fuimos las últimas veces, cómo fue su evolución o decaimiento los últimos meses. Olvidar me imposibilitaba dejarlo ir. Era llenar los espacios en blanco y colocarle un nombre a lo que sentía.
Todas las noches al cerrar los ojos, la oscuridad se acrecentaba en mi interior. Era malditamente jodido no poder recordar la ultima vez que monté en el Álamo, la última vez que estuve con una mujer, ni la última conversación con mi amigo. Me enojaba todo el tiempo, por todo, y no entendía hacia quién iba dirigido mi enojo Me encerré en mi propia burbuja, donde los recuerdos eran tan humeantes como la chimenea.
―¿Nicholas? ―llamó Andrea desde la puerta.
Abrí los ojos. La iluminación rasgó mi visión. Coloqué las manos sobre mis ojos y me ubiqué. Me encontraba en la habitación, bajo las sábanas. Andrea debió tocar y como no hubo respuesta entró. Ella esperaba encontrarme muerto o desmayado. Andrea se detuvo en la puerta, con la mano en la manija y las cejas fruncidas. Se veía preocupada. Andrea siempre estaba preocupada. Le preocupaba los animales en el granero y el establo. Le preocupaba mi salud mental y corporal. Le preocupaba que no tuviéramos dinero para subsistir esas semanas. Y le preocupaba la tormenta que se acercaba.
―¿Estás bien? —preguntó.
―Sí. ―Froté mis ojos―. ¿Por qué la pregunta?
―Llamé varias veces y no contestaste. —Culminó con una frase encantadora—. Me asustaste.
Andrea entró a la habitación. Dejó la puerta abierta y el olor a desinfectante atravesó mis fosas nasales. Horas antes escuché a Andrea mover los muebles dentro de su habitación. La escuché arrastrar la cama sobre la madera, quitar el tubo de la cortina, sacudir el armario, quitar las alfombras. Se esforzó por crear su propio lugar, y no se daría por vencida hasta conseguir lo que quería.
La habitación donde estaba se reservaba para los invitados que nunca teníamos. Permanecía inmaculada y atestada de polvo. La cama tendida, las cortinas cerradas. Era de suponer que el olor a humedad se extendía a cada objeto dentro de ese lugar. Para poder dormir debía limpiar así fuera superficial. Y aunque no conocía a Andrea, algo me decía que no era una mujer superficial.
Andrea continuó parada a mi lado. No entendía cuál era el problema de llegar y sentarse. Golpeé mi cama y le sonreí. Ella, un tanto renuente, se sentó a mi lado. Era la primera noche que estaría con ella en el rancho, o la primera que recordaba.
Tener a Andrea a mi lado se sentía maravilloso. Era agradable saber que contaba con una persona que no me pedía nada a cambio, alguien que no esperaba sexo ni algo especial. Andrea fue el ángel sin alas que Dios me envió para que me cuidara. Andrea era mi ángel personal, y después de echarle un ojo, realmente lucía como uno. Aun con el cabello atado, sudor en su frente, polvo en su ropa y telarañas en sus hombros, era la mujer más hermosa sobre la tierra.
—¿Te asusté? —inquirí después de un momento.
—Mucho —afirmó con sus ojos sobre los míos—. No lo vuelvas a hacer, o sujetaré mi maleta, bajaré las escaleras y me iré caminando a Nueva York.
Solté una sonora carcajada. Andrea también sonrió. Me encantaba verla sonreír. Su sonrisa calentaba mi corazón. Andrea reajustó el moño de cabello. Moví mis dedos sobre la sábana. Fui incapaz de tocarle el cabello que caía sobre su espalda y alcanzaba sus caderas. El cabello de Andrea era un delirio para mis ojos. Todo de ella me encantaba, desde ese mismo rojo que cubría sus mejillas cuando se ruborizaba, hasta la preocupación que sentía por mí cuando no respondía sus llamados.
―No lo haré, Andrea ―afirmé―. Nunca volveré a quedarme callado. Lo prometo.
Movió las piernas y sus rodillas se rozaron. Mi mirada cayó sobre su ropa. El perfume a canela que expedía su cuerpo, me extrajo una curveada sonrisa. Me agradaba que usara un aroma que entraba entre mis cuatro favoritos. Aunque una parte de mí quería permanecer inmune a los encantos de Andrea, esa mujer me atraía como la luz a las polillas.
Se levantó y corrió las cortinas de la habitación. El cielo continuaba tintado de azules y grises. La claridad que se colaba en las mañanas por las ventanas, fue suplantado por una tormenta invernal que no se marchaba. Andrea me dijo que se acercaba una tormenta y debíamos prepararnos para ella.
―Iré a comprar comida. No hay nada decente en el refrigerador. ―Miró su ropa―. Me alistaré y regresaré antes que anochezca.
Andrea salió de la habitación y me dejó pensando en ella. Esa mujer se metía en mi vida y en mi corazón un poquito más cada día. Si seguía de esa manera, se convertiría en la primera mujer que hubiera deseado que mi madre conociera. Miré los trofeos sobre la repisa, la funda de la guitarra en una esquina junto a la ropa sucia. La pequeña biblioteca que jamás leí, revistas, el armario medio abierto, la silla del escritorio y el desorden sobre el mismo.
Pensé en mi padre recogiendo mis desórdenes cada semana, después de la muerte de mamá. Las únicas veces que empecé a recoger, eran los fines de semana cuando iba al Álamo y regresaba con alguna mujer. Incluso Charles, que era maniático de la limpieza, me ayudaba a ordenar cuando me visitaba. Pensé en Charles, y que no sabía nada de él. La última vez que lo vi me leyó una de sus raras historietas, me dijo que la tienda iba bien, pero que no me agradaría saber que regresó con Erika.
Y así mis pensamientos se fueron por una r*****a y se olvidaron de la hermosa mujer en la otra habitación.
Algunos minutos después, Andrea atravesó la puerta luciendo aún más bella. Llevaba un pantalón de tubo, botas altas, una bufanda enrollada en su cuello y un suéter azul oscuro. Andrea dibujó una pequeña sonrisa en sus labios, antes de morderse la parte interna de la mejilla y juguetear con sus pies. Se ruborizó ante mi escrutinio, sin embargo no dijo nada.
―Eres preciosa. ―Tuve que decirlo.
―¿Te lo parezco? ―preguntó con una sonrisa.
―Totalmente.
Andrea miró a otro lado, aún con la sonrisa.
―Me parece que exageras.
Negué con la cabeza.
―Estoy seguro que no he conocido a otra mujer como tú en toda mi vida.
Su sonrisa se expandió. Mojó su labio inferior y respiró profundo. En los pocos días que llevaba conociéndola, sabía qué le molestaba, la sonrojaba y alegraba. Mi halago no le molestó, la sonrojó. Podía verlo en su expresión y su forma de sonreír.
―Ya me tengo que ir ―farfulló―. ¿Necesitas algo?
Estuve a nada de decir que solo la necesitaba a ella, pero si había algo que necesitaba. Un baño. Esa mañana me cepillé los dientes y cambié de ropa, pero no me pude bañar por lo frío del agua. Le pedí a Andrea que me ayudara antes de irse de compras. Ella asintió, me ayudó a quitar la sábana, enroscó mi brazo en su cuello y me llevó a la silla.
La silla de ruedas era una maldita pesadilla, sin embargo debía acostumbrarme a ella. Arrastré mi cuerpo a la orilla de la cama y bajé primero la pierna sana. Con ayuda del brazo sano, deslicé la otra pierna y arrastré el brazo con el resto del cuerpo. Tanteé la fría madera con la punta de los pies, antes de desplomarme contra la silla.
En la planta alta, al final del corredor, había un baño. Y como debía aprender a moverme con la silla, usé el brazo derecho para arrastrar la rueda. Debía esforzarme demasiado. Usé toda mi fuerza bruta en hacerla rodar. La silla comenzó a moverse para el lado contrario, después de hacerme sudar como un cerdo. Hice el mismo movimiento de un perro persiguiendo su cola. Rodé sobre mi mismo lugar en el suelo. Escuché la risita de Andrea, y no pude evitar reírme. Elevé los hombros y las palmas. Me rendí. La necesitaba.
Andrea empujó mi silla hasta el baño. Ambos nos hicimos la pregunta de qué hacer a continuación. Lo ideal habría sido que ella me bañara, pero ya había pasado por eso demasiadas veces y no quería que ella también me viera desnudo. Después de decirle que lo haría solo, Andrea frunció las cejas y me estudió. Sabía bien que no podía hacerlo.
―¿Estás seguro? ―Andrea miró el azulejo color caramelo de la ducha―. Puedo ayudarte.
También miré la ducha. Necesitaba aprender a independizarme.
―Estoy seguro.
Andrea no me privó la independencia. En su lugar, me ayudó a levantarme de la silla. No podía elevar demasiado el brazo para quitarme la ropa o los pantalones. Andrea lo notó. Evitó sonreír. Con ayuda del tubo de la cortina, me sostuve y me paré. Recé para que mi pierna dejara de doler. El brazo izquierdo continuó flácido junto a las costillas.
―¿Puedo?
La miré. Me pedía permiso para quitarme la ropa. En definitiva vivía una realidad alterna. Las mujeres me arrancaban la ropa y querían conservar mis camisas. Nunca pedían permiso.
―Adelante.
Andrea respiró profundo y miró el dobladillo de mi sudadera. Sus dedos acariciaron el final de la tela. Andrea dudó. ¿Por qué dudaba? Supuse que se debatía el hecho de dejarme solo. Andrea no podía enjabonarme la espalda. Eso era demasiado.
―Estaré bien ―le afirmé.
Con la mirada en mis ojos, comenzó a subir mi sudadera. Me pidió que quitara el brazo del tubo para poder sacar la manga. Volví a sujetarme de ella, justo después de quitarla. Con el brazo lastimado tuvo mucho cuidado. Una vez fuera, la arrojó al piso. Mi brazo, aun enroscado en su cuello, pronto encontró el tubo. La mirada de Andrea se desplazó a mi pecho. Estiró su mano hacia él. Mi corazón se detuvo. Andrea despegó los labios y dejó salir el aliento contenido. Quería que me tocara. Quería sentir su piel sobre la mía.
―Ahora el pantalón. ―Rompió la conexión.
Retiró su mano y la posicionó en mi cadera. El pantalón lo bajó más rápido, y rogué no emocionarme más de lo necesario. Tenerla tan cerca, quitándome la ropa, atizaba en mi una necesidad que siempre tenía cuando ella estaba cerca. Miró el bóxer. No pude evitar sonreír. Eso también era demasiado.
―Descuida ―interrumpí sus pensamientos―. Eso puedo hacerlo.
Cuando elevó el rostro, me impactó el color rojo de sus mejillas. Con la tela del pantalón apretada en sus manos, Andrea me miró. De nuevo intenté descifrarla.
―Estaré afuera si me necesitas.
Recogió la sudadera y cerró la puerta al salir. Cerré los ojos y moví la cabeza. No podían ser ideas mías. Andrea sentía algo por mi, me deseaba. Esas chispas que salían de nosotros cuando estábamos juntos no era normal. Éramos electricidad pura. Ella era mi café de las mañanas, mi sombrero, mi respiración; era vital para mi.
Andrea me dejó solo el tiempo suficiente para bañarme. Me sostuve con fuerza del tubo y pisé la baldosa. Me terminé de quitar la ropa, la arrojé al suelo y abrí la regadera. La primera agua que brotó fue suficiente para mojarme. No estaba fría, eso fue la primera batalla ganada. Aún sujeto del tubo, estiré los músculos para que el agua se deslizara por mi piel. El aroma del champú de Andrea atizó mi nariz. Olía a frutas.
Cerré los ojos y metí la cabeza bajo el agua. Se sintió maravilloso. El cabello caía sobre mis hombros, las gotas descendían por mi nariz, el vello del pecho parecía una alfombra tupida. Dejé que el agua caliente relajara mis músculos, mientras quitaba el brazo del tubo. Con la pierna herida solo afincada en puntillas, me mantuve firme con la izquierda.
Enjaboné mi cabello. Hice lo mismo con mi cuerpo. No me podía doblar lo suficiente para enjabonarme las piernas, pero hice mi mejor intento.
Cuando el agua fría reemplazó la caliente, cerré la llave, sacudí mi cabello como un perro y me sequé con las manos. Debía afeitarme, cortarme el cabello y quitarme el vello no deseado. Cuatro meses en coma dejaron grandes estragos en mi cuerpo. Los músculos tonificados que alguna vez tuve, solo eran sombras en mis brazos y muslos. El estómago no seguía apretado. El color que obtuve después de horas bajo el sol, desapareció por completo. Si me mirase en el espejo, no me podría reconocer.
Todo iba bien hasta que me incliné por la toalla. Papá insistió en colocar tubos de acero para colgar las toallas en la pared del baño, y la mía se encontraba en la esquina. Con esfuerzo me incliné por la toalla. Apenas la rozaba con la punta de los dedos. Me impulsé un poco más y logré tirar de ella. La tela rodó y cayó. Maldije y me negué a pedir ayuda. Si le gritaba a Andrea, ella acudiría en mi rescate, recogería la toalla y me la pasaría. Quería sentirme útil.
Me aferré al tubo de la cortina una vez más. El brazo lastimado se dobló de una forma dolorosa, cuando me estiré y alargué el tendón para llegar a la maldita toalla. Creí ganar cuando mis dedos rozaron la tela. Podía sentir la victoria en mis venas. Estiré un poco más el brazo y sentí el tubo doblarse.
Justo cuando elevé la mirada, vi cómo se desprendían los ganchos de los orificios y se despegaba la cortina. El tubo siguió doblándose, perdiendo fuerza y sonando. Antes de lo esperado, el fino tubo saltó de la pared y me lanzó al suelo. El sonido del tubo impactando la pared y mi trasero el suelo, me arrancó un alarido de dolor.
Escuché la columna crujir y mis dientes chocar. El suelo se llenó de agua y mis manos resbalaban. Mi cuerpo cayó como una manzana podrida. El dolor arreció contra las zonas lastimadas. No podía levantarme. Los músculos no respondían, el hueso palpitaba de dolor. Mi trasero se sentía como brazas ardiendo. Pegué mi mentón al suelo y observé la toalla riéndose de mi.
Caí sobre mi pierna lastimada. Intenté atrapar mi caída con el brazo inmovilizado, lo que me causó aún más dolor. Sollocé en el suelo, como un niño después de su primera caída de bicicleta. El agua fría corría por mi cuerpo, mi piel comenzó a temblar, el dolor fue tan profundo que comencé a perder el conocimiento.
―¡Nicholas! ―gritó Andrea—. ¡¿Qué pasó?!
Pestañeé varias veces antes de responder.
―Resbalé —articulé—. No creo poder levantarme.
El silencio duró tres segundos.
―Entraré.
No sabía si impedirle a Andrea que pasara. De inmediato pensé lo bien que resultó dármelas de héroe. No tenía más opción. Debía permitirle que me viera el trasero, y aunque mi trasero era hermoso, no era la forma en la que quería que lo viera. El agua llenaba el suelo. Corría por mi cuerpo desnudo, resbalaba entre mi nariz y los huesos de las costillas.
Andrea entró con los ojos cerrados. Tanteó la superficie de la puerta con ambas manos. Ese simple gesto deslizó una sonrisa en mi rostro. Ella era tan diferente. Cualquier otra habría aprovechado la oportunidad de ver a un hombre desnudo, comenzando por las enfermeras del hospital. Andrea no. Ella fue genuina al cerrar los ojos y caminar con los brazos extendidos. Ella sabía que estaría desnudo, por ello cerró sus ojos. Estuvo a punto de resbalar un par de veces, pero se mantuvo firme.
—¿Cómo pasó esto? —preguntó.
—La toalla estaba demasiado lejos. Me estiré para sujetarla y el tubo se dobló.
Andrea dio un paso a la vez y rozó la toalla con la punta de sus botas. Se agachó, aún con los ojos cerrados, y la extendió frente a mí.
―Colócatela.
La lancé sobre mis muslos. La toalla se empapó en segundos. Hice un esfuerzo por enrollarla en mi cintura.
―¿Listo? ―preguntó.
―Sí.
Andrea abrió los ojos y me vio de arriba a abajo. Se inclinó y me ayudó a levantarme. Antes de colocarme de pie, solté otro alarido de dolor. Andrea se agachó, enroscó mi brazo en su cuello, apretó mis costillas y me colocó de pie. Sollocé por lo bajo cuando sus manos frías tocaron mis costillas. En sus ojos veía preocupación.
Tardamos una eternidad en llegar a la silla. Andrea me dejó sobre la cama. Cubrió mis piernas con un pantalón y buscó un suéter en el armario. Ella corrió como un lince por toda la habitación. Buscó medias térmicas y lanzó otra cobija sobre mí. No me di cuenta que temblaba. No sentía mis dedos, mi pierna dolía como el infierno y mis dientes castañeaban. Andrea buscó mi medicina, me la colocó en la boca y dejó el vaso sobre la mesa.
Por último para calentarme, se quitó la bufanda, separó la cobija y unió mi cuerpo al suyo. Andrea frotó mi espalda y repitió que estaría bien. Mis dedos tocaron su espalda y mi nariz se hundió en su cabello. Algunos mechones se empaparon por las gotas de mi cuerpo. Enrosque un mechón de su cabello en mi índice y sonreí. El corazón de Andrea golpeaba mi pecho, su aroma me envolvió y el frío comenzó a apagarse como la llama de una vela derretida.
Cuando el calor aumentó, la fricción disminuyó. Ella deslizó sus manos y dibujó círculos sobre mi suéter. Se quedó junto a mi solo unos minutos más. Cuando el movimiento terminó, se despegó de mi cuerpo. Sentí su mejilla rozar mi piel y su nariz deslizarse por la mía. Mis ojos fueron a sus labios, segundos antes de mirarla a los ojos. Una magia extraña nos envolvió.
Sus ojos grises estudiaron los míos. Moví la cobija de mis hombros y elevé la mano derecha. Andrea me permitió tocar su mejilla por primera vez. Delineé su mentón y los contornos de su rostro. Acaricié sus pecas, los hoyuelos, los límites de sus labios. Sus ojos seguían en los míos, la respiración lenta, el corazón bombeando como loco.
Quería besarla. Era el momento perfecto. Andrea bajó la mirada y mordió su labio inferior. Sus brazos se mantuvieron estáticos, a medida que mi rostro se acercaba al suyo. Coloqué el pulgar en su mentón y elevé su rostro. Sus hermosos ojos se clavaron en los míos y su cuerpo se impulsó una milésima adelante. Casi podía sentir sus labios sobre los míos, cuando su nariz rozó la mía y sus labios se despegaron.
Conduje mi mano por detrás de su cuello y mantuve su cabeza cerca. Andrea colocó una mano sobre mi pecho. Su toque fue como la marca de una herradura caliente. Sentí su aliento sobre mis labios, el temblor de su mano sobre mi pecho y el susto en su respiración. Estaba igual de asustado por ese primer beso.
Rocé mis labios sobre los suyos, un toque sutil. Andrea soltó un suspiro y aplastó mi pecho con su mano. Retrocedí un poco. Aún con los ojos cerrados, me impulsé de nuevo y saboreé su lápiz labial. Andrea respiraba con dificultad. Le costaba mantenerse estable. Yo sentí que mi corazón explotaría. Realmente besaría a la mujer que me enloquecía.
—No puedo —sollozó—. No puedo, Nicholas.
No mentiría al decir que no sentí decepción. El no de Andrea fue una patada en el pecho. Ansiaba besarla, agradecerle todo lo que hizo por mi. Deseaba tanto a esa mujer, como deseaba subir a un caballo y cabalgar, pero con ella no quise insistir. Si ella no quería besarme, esperaría hasta que lo deseara. Froté su cuello, con el cabello entre mis dedos, y elevé mi boca para besar su frente. Esperaría el tiempo que fuese por ella.
—Esta bien. —Acuné sus mejillas. El dolor al tensar el brazo me escoció hasta el cuello—. Esperaré por ese beso. Sé que valdrá la pena.
Formó una sonrisa y bajó la mirada a su empapada camisa. Andrea tenía parte del cabello húmedo y los labios entreabiertos. Se veía demasiado sensual.
―¿Por qué no me dijiste que necesitabas ayuda? Te habría pasado la toalla sin problema. ―De nuevo la sonrisa―. Nos ahorraríamos las incomodidades.
Aún con las manos en sus mejillas, solté una risa y froté mis pulgares en su piel. Me sentía cómodo con ella. Las bombillas en mi cabeza se encendían cuando pensaba en ella.
―¿Para ti fue vergonzoso? ¡Yo estaba desnudo! ―Ella soltó una carcajada―. Habría sido mejor si te hubieses quitado la ropa.
La risa de Andrea aumentó. Pasó las manos por su cabello. Andrea se levantó de la cama, frotó sus manos y alisó su suéter. La tela azul se elevó por encima de su cintura. Mi mirada se clavó en la blancuzca piel de su estómago y la curva de su cintura. Andrea notó cómo la mirada, pero no le prestó atención. Nos miramos unos segundos y sonreímos al unísono, acalorando la habitación con el sonido de su risa. Ella carraspeó su garganta y lanzó el cabello hacia atrás.
―Si no necesitas ayuda, iré a cambiarme.
Aunque me habría encantado que se quedara conmigo, Andrea se removió incómoda y señaló la puerta. No sabía si por el casi beso, lo sucedido en el baño o la manera cómo la miraba, quería irse. A cualquier persona le habría asustado un poco que un hombre la mirara de esa forma, como si fuera una rosquilla en una panadería.
―Estaré bien.
Retrocedió y chocó con el escritorio de los trofeos. Sonrió, se disculpó y siguió su camino. Su cuerpo estaba a punto de cruzar el umbral, cuando reuní el valor para decir algo más.
―Andrea. ―Ella giró―. Gracias por ayudarme.
Andrea bufó.
―¿Para qué estaría aquí si no es para levantarte desnudo del suelo?
No evitamos reír ante su comentario.
—Volveré pronto —aseguró—. Procura no bailar.
Abandonó la habitación y dejó el olor de su champú en mi nariz. Respiré alivio cuando su aroma se disipó. Era tan malditamente exquisito, que al olerlo mi cuerpo se alteraba y mi corazón latía más rápido. Fruncí el ceño y cerré los ojos. Recosté la cabeza en las almohadas y miré el techo. Cuando Andrea regresara cenaríamos y quizá hablaríamos.
En los días que llevaba despierto, era poco lo que logré recordar. Cosas insignificantes como el modelo de la camioneta, el último rodeo en Cleveland, la penúltima vez que compré una botella y la escondí en la mesita de noche junto a mi cama. Recordé a Shelby y sus gritos en mi habitación. Recordé la última vez que bebí con Charles. Cosas banales retornaron a mi cabeza, igual que los recuerdos viejos, aunque se diferenciaban.
Los recuerdos nuevos se destapaban como una carretera cuando la neblina se disipa después de una tormenta. Los recuerdos viejos eran igual a cuadros colgados en paredes atestadas de polvo, que al ser quitados, dejaban una mancha en el papel tapiz.
La suavidad de la almohada, el sonido de la brisa azotando las ventanas y el frío que se colaba por las rendijas del cristal, me transportaron a otro lugar. Sabía que no era un sueño. Sentía la sábana entre mis dedos, la cama bajo mi espalda y el frío en mis manos.
En ese nuevo recuerdo, no sabía dónde estaba. Me sentía cómodo, seguro, con una botella fría entre mis manos y el sabor de la cerveza en mi boca. Hablaba con una persona, un hombre. Froté mi cabeza en la almohada para encontrarle el rostro y el nombre a ese hombre.
La neblina de su rostro desapareció y el nombre de Charles voló a mis labios. Una conversación regresó como una ola impactando un acantilado, violenta e impetuosa.
Me punzaba la cabeza, me dolía el hombro y mi estómago se revolvió ante lo que imaginé sería un mal recuerdo. Me resistí a revivirlo, pero el recuerdo pugnaba por salir. Fue más fuerte que yo, me obligó a recordarlo.
—¿Qué debo hacer? —le pregunté a Charles.
Carraspeó la garganta y se enderezó en el sillón.
—Disculpándome por no ser un buen consejero. —Quería golpearlo—. Te puedo decir es que la busques. No serás feliz si no completas ese ciclo, si no cierras de una vez por todas esas cosas que te mantienen atado a ella. Mi patética relación con Erika me enseñó que nunca es temprano para decir las cosas, siempre es demasiado tarde.
—¿Es lo único que dirás? —pregunté exasperado.
—Es la única solución que parará ese despecho que llevas encima. Búscala, Nicholas, quizás ella esta esperando que lo hagas. —Fue por un vaso de agua y reacomodó su cuerpo en el sillón—. Escucha, las mujeres son orgullosas, feministas y muy impulsivas. De pronto te dicen algo y pasados los minutos cambian de opinión. Te aseguro que esa mujer esta esperando por ti, que vayas a buscarla.
—Ya no debe estar en el condado —murmuré.
Charles se levantó del sofá y señaló la puerta.
—Ve a Nueva York. Corre detrás de ella. —Apuntó la puerta—. Dejar ir es absurdo cuando se quiere. Abandonar a la persona que quieres es lo peor que puedes hacer. Me importa una mierda lo que digan los demás. Irás y la buscarás.
—Eso sería una locura —espeté.
—¡De locuras nacieron muchas cosas! —Chocó las palmas de sus manos en los muslos—. Oportunidades como estas se presentan una vez en la vida. Si las dejas escapar te arrepentirás y te hundirás en un oscuro abismo del que no podrás escapar. Dime algo, Nicholas. ¿Cuántas mujeres como ella crees que hay en el mundo?
Abrí los ojos al recordar algo que no tenía sentido.
Mujer, Nueva York, despecho. Solo podía ser una persona, y estuve a punto de besarla. ¿Andrea fue tan importante para mi como para contarle a Charles? Toqué mi cabeza. Un dolor agudo se extendió por mi cuello, provocándome ganas de vomitar. Froté mi cabello y el agua se adhirió a mis dedos.
No sabía de donde provenía esa conversación. Lo único que sabía era que hablábamos de Andrea y Charles me impulsaba a ir por ella. Mi corazón se aceleró y mis ojos no volvieron a cerrarse. Tenía tantas preguntas, y solo Charles podía responderlas.
Cuando la única revelación que necesitaba surgió, mi corazón se fragmentó en un millón de pedazos.