¡Lew! ¡Lew! ¡Lew! Aquel nombre la perseguía y con frecuencia le provocaba pesadillas por la noche, de las que despertaba gritando, porque sentía que él la tenía a su merced y no podía escapar. Le odiaba en aquellos momentos. Detestaba la sonrisa de sus gruesos labios y el brillo malicioso de sus ojos. Era un hombre apuesto, sin embargo, y Laura sabía que las muchachas de los contornos se disputaban sus favores. Se rumoreaba que no era, en realidad, hijo de Arnold Quayle, el notario, sino que éste lo había adoptado porque uno de sus mejores clientes le había pagado bien por hacerlo. Algunas historias referían que era hijo bastardo de un Príncipe de sangre real y de una dama aristocrática del condado. Otros rumores señalaban que Quayle, que era muy apuesto en su juventud, había seducido a