CAPÍTULO I-2

2284 Words
—Hugh, tengo miedo... —¿Es que quieres verme ahorcado? —¡No, por favor, no lo pienses siquiera! —Entonces haz lo que te digo. No tenemos tiempo de avisarle antes que lleguen Chard y Weston, que estarán aquí en menos de una hora. Y hay muchas cosas que preparar. Tú eres la única persona que puede llevarle el mensaje. Ve después de cenar, mientras yo entretengo a nuestros invitados haciéndoles tomar unas copas. —¿Y luego...? —Déjalo todo en manos de Lew. En el peor de los casos, pueden deshacerse de la carga hundiéndola en la bahía. ¡Maldita sea! ¿Te das cuenta de lo que hay en juego, Laura? ¿Sabes cuánto dinero nos iba a producir esa carga? Pero, ¡qué objeto tiene hablar de ello ahora...! Pon a trabajar a las doncellas de inmediato. ¡Aprisa, aprisa! —¡Las doncellas!— suspiró Laura—, sólo contamos con la vieja señora Mildew y con su hija Rose que, como bien sabes, es medio tonta. Tú me dijiste que no contratase a nadie más, por temor a que fuesen espías. —¡Por todos los...! ¡Esto es para desesperar a cualquiera!— casi gritó Hugh—, ¡pues demonios, encárgate tú misma de todo! Y por lo que más quieras, procura tener un aspecto presentable cuando lleguen. ¿No tienes nada mejor que ese vestido gris? —Puedo ponerme el que me compraste el mes pasado— contestó ella—, ya sé que éste casi da pena verlo, Hughie, pero durante los años que tú estuviste ausente era el mejor que tenía; mejor dicho, el único. —Esa miseria ha terminado— dijo Hugh, cogiendo las manos de la joven con ternura—, ¡vamos a ser ricos, muy ricos, hermanita! No permitiré que Chard nos lo eche todo a perder. Pero ten cuidado con él, Laura..., es peligroso— ella movió la cabeza con desaliento—, ¿por qué tenía que venir en estos momentos?— exclamó—, justo cuando todo estaba mejorando: las deudas con los proveedores saldadas, las mensualidades de los sirvientes a tiempo... ¡Oh! ¿Por qué tenía que intervenir ese hombre? No voy a permitir que él arruine nada. Chard tiene sospechas, pero no sabe nada, en definitiva. Una vez que vea que está equivocado, se irá y no volveremos a saber nada de él. Las palabras de Hugh eran tranquilizadoras, pero su expresión hizo comprender a Laura que ni él mismo estaba convencido de lo que decía. Lanzó un leve suspiro, se inclinó y depositó un beso leve en la mejilla de su hermano. —Debes hacer bien tu parte, Laura— insistió—, todo depende de ti. —Lo intentaré..., te prometo que lo intentaré, Hugh. Asomaron lágrimas a los ojos de Laura, pero al instante, subió corriendo la escalera. Unos segundos después, su hermano la oyó llamar a la señora Mildew y a la hija de ésta, Rose. Hugh cruzó el vestíbulo y entró en el salón, cuyos altos ventanales de estilo francés daban al jardín. Las cortinas estaban descoloridas y las sillas necesitaban un nuevo tapizado. Pero había jarrones con flores por todas partes y la habitación era graciosa y llena de dignidad, a pesar de su pobre apariencia. Miró a su alrededor. ¿No le parecería extraño a Lord Chard que un joven pudiera arriesgar mil guineas en la mesa de juego y no gastara más dinero en su casa? Él dilapidaba hasta el último penique en sus diversiones londinenses: en mujeres y amigos a quienes agasajaba y, sobre todo, en las mesas de juego, que lo atraían por encima de todo. Era una tentación que no podía resistir y en la que se hundía cada vez más. Tenía siempre la convicción de que recuperaría todas las sumas que perdía. ¿Por qué preocuparse por las cortinas gastadas o por los lamentos de su hermana, que se quejaba de que no se había pagado a los sirvientes, o a los proveedores? ¿Por qué preocuparse de que los instrumentos de labranza fueran ya tan anticuados y de que todos los hombres jóvenes hubieran abandonado el Castillo para conseguir mejor empleo en otra parte? Ya podían pudrirse los campos y la casa; a Hugh no le preocupaba. Lo importante era que las damas de St. James coquetearan con él, y recibir sonrisas e invitaciones de aquellas que, apenas un año atrás, lo menospreciaban por considerarle un subalterno sin dinero. Había sido muy fácil atribuir su repentina riqueza a la muerte de su padre, fallecido poco antes que él volviera del extranjero. —No sabía que tu padre tuviera dinero. Nunca gastó mucho en sí mismo, ¿verdad?— le había comentado un amigo en cierta ocasión. —No, era bastante avaro— contestó Hugh riendo, pero al decirlo le parecía sentir los ojos de su padre mirándole con reproche y un estremecimiento recorrió su espina dorsal. Sir George había trabajado como un esclavo para mantener sus propiedades intactas, aunque la mala suerte había arruinado muchas de sus cosechas, poniéndole al borde de la quiebra. Se había matado trabajando, en opinión de su hijo, sin haber obtenido nada a cambio. Pero todo eso había quedado atrás. Hugh sintió el tintineo de las guineas en su bolsillo y decidió, un poco tardíamente, que gastaría todas sus ganancias de la noche anterior en poner presentable la casa. Una voz a su espalda le sobresaltó: —Sir Hugh, ¿qué me dice del vino? Usted me prohibió bajar al sótano y no hay nadie más que lo suba. —Yo mismo lo traeré, por supuesto— contestó el joven—, no quiero que te rompas una pierna en esa escalera oscura. No te acerques nunca al sótano, Bramwell. Y saca las copas adecuadas. Serviré coñac, además de Oporto. En aquel instante titubeó. ¿No se extrañaría de que tuvieran tan buen coñac en la casa? Se encogió de hombros. Se referiría, durante la cena, a la excelente bodega que les había dejado su padre. Les daría de comer y beber bien. Los hombres satisfechos eran menos inquisitivos. Cuando Bramwell hubo salido, Hugh se acercó al panel de madera tallada que recubría la pared junto a la chimenea. Miró por encima del hombro para asegurarse que nadie le observaba y luego, palpando la madera, encontró un pequeño resorte y lo presionó. Se abrió una puertecita en el panel. Hugh metió la mano y sacó un puñado de llaves, que brillaban como si hubieran sido aceitadas recientemente. Cerró de nuevo el escondite y se dirigió al sótano. En la planta alta, Laura estaba muy ocupada dando instrucciones a la señora Mildew, una mujer gorda de edad madura, y a la hija de ésta. —Sacad las mejores sábanas, las que tienen el monograma. Y, por favor, Rose, enciende el fuego. Si llueve o hace frío, Su Señoría se sentirá incómodo. Cuando terminéis aquí, bajad a ayudar en la cocina. La señora Barnes nunca ha sabido preparar muy bien los pichones. Esta última frase acalló las protestas que iban a surgir de labios de la señora Mildew. Laura echó a correr hacia su dormitorio. El corazón le palpitaba con fuerza y no sólo debido a la prisa. Vio sus ojos, grandes y preocupados, reflejados en el espejo y comprendió que tenía miedo. Había intentado convencerse, al principio, de que aquellas aventuras de Hughie no tenían importancia. Se había reído de ellas como si fueran travesuras de niño malcriado. Pero cuando vio la cantidad de dinero que se manejaba en el negocio, cuando comprendió los riesgos que se corrían y conoció a los hombres con que su hermano se había asociado, comprendió que se trataba de algo muy diferente. ¡El contrabando no era ninguna alegre aventura, como había supuesto! Y ahora las cosas estaban tomando un sesgo todavía más siniestro. Hughie se hallaba bajo sospecha. Lord Chard venía a hacer investigaciones. ¿Qué descubriría? Laura observó la palidez de sus mejillas, sus pupilas dilatadas y el repentino temblor de su boca, y se apartó del espejo al instante. Corrió hacia el armario. No tenía muchos vestidos y sólo uno que valiese la pena: era muy bonito, de seda blanca y suave, confeccionado de forma tan exquisita, que era fácil adivinar que provenía de Francia: un vestido de ensueño. Hugh se lo había regalado y aquella noche lo estrenaría. Lo sacó aprisa y empezó a vestirse. No le gustaba hacer las cosas de un modo tan apresurado; no estaba acostumbrada a ello. El aislamiento en que vivía le era familiar y querido, porque le daba paz y sosiego. Su padre había estado enfermo mucho tiempo antes de morir. No quería que le hablaran, sino que lo dejaran acostado, tranquilo y en silencio. Después de su muerte, cuando Hugh estaba todavía en Francia, ella se había quedado sola. Pero nunca se sintió solitaria. Prefería la compañía del mar y de los animales a la de los seres humanos. Nunca había tenido contacto con el mundo exterior ni lo deseaba y ahora, de pronto, sentía que sus dominios estaban siendo invadidos. —¿Por qué tenía que venir Lord Chard?— repitió en voz alta. Le pareció verlo ya acercándose por el camino: un hombre sombrío, de aspecto aterrador, que amenazaba su seguridad y quería arrebatarle al hermano que tanto amaba. La suavidad de la seda sobre su piel no le dio consuelo alguno, sino que aumentó su miedo, porque aquel vestido era el símbolo de un mundo del cual procedía Lord Chard. Acababa de vestirse, cuando oyó que llegaba un carruaje. No tuvo tiempo siquiera de ver cómo le quedaba el vestido. Rápidamente, se alisó el cabello y salió al pasillo. Desde lo alto de la escalera, vio a Hugh dirigirse hacia la puerta y le escuchó decir con fingido entusiasmo: —¡Bienvenido al Castillo Ruckley, milord! Aunque lamento no haber tenido tiempo para prepararme y ofrecerle un poco más de comodidad. —Estoy seguro de que voy a sentirme muy cómodo— contestó Lord Chard. Su voz era profunda, tranquila, y muy diferente de como Laura se la había imaginado. La joven notó que el odio que sentía hacia él y el temor que la embargaba, pesaban en su pecho como una piedra cuando llegó al vestíbulo. Sus ojos grises resaltaban enormes en su pequeño rostro y tenía los labios entreabiertos, angustiada ante la perspectiva de conocer al hombre que se disponía a descubrir sus secretos y a destruir su felicidad. Andrew Chard se volvió al oír que alguien se acercaba y Laura se sintió asombrada viendo que era un hombre joven y extraordinariamente bien parecido. Además, su rostro apacible no expresaba desconfianza, mas parecía mirar a lo más profundo del corazón de una persona. Laura sintió una absurda sensación de alivio al ver que era tan diferente de lo que había pensado y advirtió, cuando se saludaron, que su mano era cálida y fuerte: —¿Me perdona, señorita Ruckley, por imponerle las inconveniencias de mi visita? —¿Es usted realmente Lord Chard?— preguntó ella. —Sí, lo soy— contestó él, sonriendo—, parece sorprendida. —Yo... pensé que sería usted... diferente— tartamudeó Laura, y vio que Hugh la miraba con el ceño fruncido. —¿Su hermano le hizo creer que era viejo y gordo?— preguntó Andrew Chard, como si adivinara lo que ella estaba pensando. —No, por supuesto que no— contestó Laura—, pero me dijo que estuvo usted luchando en Francia y que tenía un alto cargo, así que yo esperaba a alguien de más edad. Vio el alivio que asomaba a los ojos de su hermano y comprendió que había dicho lo correcto. —Le aseguro que soy viejo— dijo Lord Chard con mucha seriedad—, cumpliré treinta años dentro de unos meses y, para alguien como usted, ésa debe de ser una edad muy avanzada. Laura se echó a reír. —¡No, señor, por supuesto que no! Pero me parece muy joven para ser un hombre tan importante. Lord Chard procedió a presentarle a su acompañante. —Mi secretario, el señor Nicholas Weston. —A sus pies, señorita. El señor Weston hizo una reverencia y a Laura le cayó antipático desde el principio. Era pequeño y delgado. Tenía aspecto de rata, pensó. Sus ojos pálidos parpadearon al verla y ella se sintió segura de que la estaba comparando desfavorablemente con otras mujeres. Laura le hizo también una reverencia y después se dirigió al salón, seguida por los caballeros. —¿Un vaso de vino, milord?— preguntó Hugh. —Sí, me parece una buena idea; gracias— contestó Lord Chard. Hugh se alejó para ir en busca de Bramwell y darle las órdenes necesarias. —Nicholas, ¿me harías el favor de traerme el maletín con los papeles? Lo dejé en el carruaje— dijo Andrew Chard. Nicholas Weston desapareció y Laura, sintiéndose de pronto muy tímida por haberse quedado sola con aquel hombre formidable, empezó a buscar en su mente, con febril desesperación, algo que decir. Pero le pareció que Lord Chard no tenía interés en conversar. De pie junto a la chimenea, se limitaba a observarla. Con un profundo sentimiento de desamparo, Laura advirtió que su cabeza apenas llegaba a la altura del hombro masculino. Levantó la vista para mirarle a su vez. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué había en aquellos ojos para hacer que se alterase su respiración y un leve temblor recorriera todo su cuerpo? —¿Por qué tiene miedo?— le preguntó él entonces, en voz baja y serena.
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