—¡Laura, Laura!— la voz del joven Hugh Ruckley retumbó en el vestíbulo y su eco llegó hasta la habitación del primer piso donde la joven colocaba unos capullos de rosa en un recipiente de cristal. Dejó caer el ramo, sobresaltada, y salió corriendo al pasillo para asomarse a lo alto de la escalera:
—¡Laura!— oyó de nuevo la voz masculina—, ¿dónde diablos se mete esta muchacha?
—¡Aquí estoy, Hughie!— gritó ella, inclinándose sobre la barandilla de roble.
El joven sir alzó la cabeza y exclamó de mal humor:
—¡Caramba, Laura! Casi me desgañito dando voces.
—¡Qué maravilla, Hughie, has vuelto! No te esperaba.
—No, ya me he dado cuenta de ello— contestó él con sequedad.
Laura comprendió, por su tono de voz, el ceño que ensombrecía su rostro y la impaciencia con que se golpeaba las botas de montar con la fusta, que algo malo le sucedía a su hermano. Bajó casi a saltos los peldaños y se le acercó.
—¿Qué ocurre, Hugh? ¿Es... algo grave?
—Lo peor que puedas imaginarte— replicó él bruscamente—, pero ya habrá tiempo de hablar de ello. Ahora reúne a Bramwell y a las criadas. La casa tiene que estar lista...
—¿Lista para qué?— le interrumpió Laura.
—¡Haz lo que te digo!— exclamó Hugh, irritado.
Mas de pronto, como avergonzado de su actitud, agregó:
—Perdóname, Laura. Estoy en un serio apuro y sólo tú puedes ayudarme.
—¡No me digas que has perdido dinero otra vez! ¡Oh, Dios mío!...
—No, no, nada de eso. En realidad, esta vez he ganado. ¡Y hubiera ganado mucho más de no interrumpirme ese Chard que el cielo confunda!
—¿Chard? ¿Quién es?
—¡No irás a decirme que no has oído nombrar nunca a Lord Andrew Chard! Pero, ¿de qué habláis en este rincón olvidado de Dios? Vamos, vamos, Laura, no me distraigas y haz lo que te digo.
Laura se dirigió hacia la puerta que había debajo de la escalera y que conducía a los aposentos de la servidumbre. Sus zapatos sin tacones no hacían ruido alguno, por lo que parecía flotar en vez de caminar sobre la gastada alfombra, con una gracia que hubiera parecido encantadora a cualquiera menos a su irritado hermano. Éste no estaba de humor en aquel momento para apreciar tampoco la musicalidad de su voz cuando llamó al viejo criado.
Los rasgos faciales de ambos hermanos eran muy parecidos. Los dos poseían los mismos ojos grises, cuya mirada recordaba un mar tempestuoso, y las mismas cejas semejantes a las de un pájaro en vuelo.
Los dos, también, tenían el pelo rubio muy pálido, casi ceniciento. Pero ahí acababa todo el parecido. Laura era frágil, delicada; Hugh, por el contrario, robusto, de un metro ochenta de estatura, viril y atlético, gracias a los años que había pasado como soldado en Francia.
—¿Qué? ¿Viene Bramwell o no viene?
—Sí, ya le oigo subir la escalera.
—Le llevará horas, como siempre. Está demasiado viejo. Debía haberse retirado hace diez años.
Laura se volvió hacia su hermano con un suspiro de impaciencia y resignación al tiempo.
—¿Y dónde conseguiríamos a alguien que nos sirviese con tanta lealtad como él, y dispuesto además a que le paguemos sólo cuando buenamente se puede?
—Eso no es cierto, Laura— replicó Hugh, molesto—, desde que yo volví a casa, se les ha pagado todo lo que se les debía, tanto a él como a los demás.
—Lo sé, querido, pero tuvieron que esperar demasiado tiempo— contestó Laura en tono conciliador.
En aquel momento, llegaba renqueando al vestíbulo el anciano sirviente, que llevaba al servicio de la familia Ruckley desde que era casi un chiquillo. Tenía ya setenta años, estaba casi sordo y cada vez le costaba más esfuerzo realizar su trabajo.
—¿Me llamaba, señorita Laura?— preguntó.
—¡Sí, claro que te llamaba la señorita!— exclamó Hugh, dando un paso adelante y hablando casi a gritos—, ¡vamos, Bramwell, muévete! Hay muchas cosas que hacer: limpia la plata, saca el mejor mantel, la cristalería. Esta noche tenemos invitados. ¿Me oyes, Bramwell? ¡Invitados!
—Ya, ya le oigo, señorito Hughie... Perdón, quería decir que ya le he escuchado, sir Hugh. Pero no sé cómo me las voy a arreglar para hacerlo yo todo solo... La verdad, no lo sé...
Murmurando entre dientes, Bramwell había dado la vuelta y se alejaba ya por el pasillo que conducía a la alacena.
Laura se acercó de nuevo a su hermano, mirándole preocupada.
—Hughie, ¿quién va a venir?
—¿Pero no te lo he dicho ya? ¡Chard! ¡Lord Andrew Chard! Y le acompaña Nicholas Weston, que es su asistente, su secretario y no sé cuántas cosas más.
—Pero, ¿por qué le has invitado a venir?
—¿Que yo le he invitado? ¡Qué ideas las tuyas!— Hugh se echó a reír, pero sin ninguna alegría—, ¿crees que yo habría sido tan tonto como para invitarle? ¡No, por supuesto! Se invitó él solo. Y lo que es peor, lo hizo porque tiene sospechas...
—¡Oh, no!— Laura había palidecido—, ¡no puede ser, Hughie! ¿Cómo lo sabes? ¿Qué te dijo?
En un acceso de furia, él arrojó su fusta, que fue a dar contra la barandilla de la escalera y después cayó al suelo.
—¡Maldita sea!— exclamó—, es el colmo de la mala suerte que esto suceda precisamente ahora, cuando las cosas empezaban a arreglarse por fin.
—Pero, ¿qué fue exactamente lo que te dijo ese... Lord Chard?— insistió Laura.
Hugh se quitó su levita de viaje y la dejó caer sobre una silla.
Mientras se echaba el pelo hacia atrás con gesto de cansancio, repuso:
—Te lo explicaré. Me encontraba en el club White y llevaba toda la noche ganando, tan contento como puedes imaginarte, cuando oí decir a mis espaldas:
“¡Vaya, Ruckley! Está usted de suerte por lo que veo.“
Levanté la cabeza, molesto por la interrupción. Pero, al ver de quién se trataba, tuve que ponerme de pie.
—Era Lord Chard, supongo. ¿Por qué tenías que ponerte de pie?
—Pues... porque él fue mi superior. Luché en Francia bajo sus órdenes. Le vi con mucha frecuencia antes de Waterloo, y también después, cuando el ejército de ocupación acampó cerca de París.
—Bien, ¿y qué te dijo anoche?
—Le saludé, por supuesto, y él comentó: «No tenía idea de que apostase usted tan fuerte, Ruckley. Si no recuerdo mal, era usted bastante parco en todo cuando estábamos en Francia luchando contra Bonaparte».
Hugh sonrió con amargura antes de agregar:
—Chard no es ningún tonto. Sabe muy bien lo vacíos que estaban mis bolsillos cuando servía en el ejército.
—¿Quieres decir que le pareció extraño que ahora tuvieses dinero para apostar?
—Mucho me lo temo. Luego, con ese tono tranquilo que le ayuda a congraciarse con todo el mundo, añadió: «Tal vez no esté enterado de mi nuevo nombramiento, pero creo que me llevará a esa parte del mundo donde, según tengo entendido, vive usted».
—¿Qué nombramiento?— Laura no podía contener su impaciencia.
—Eso fue lo que yo le pregunté. Y él contestó: «Me han dado instrucciones para que me encargue de frenar las actividades de ciertos caballeros que se empeñan en rehuir a los funcionarios de aduanas».
—¡Dios mío!— Laura se llevó las manos a la boca y abrió los ojos, aterrada—, ¿estás seguro... de que fue eso lo que dijo?
—¡Y tanto que sí! Lo hizo mirándome directamente, además. Pero puedo jurarte que ni siquiera parpadeé. Le felicité por el nombramiento, asegurando que si alguien podía meter en cintura a «esa gente» sería precisamente él... y fue entonces cuando Su Señoría soltó la bomba:
“Por cierto, Ruckley, tengo que visitar la costa sur, en el área cercana a Newhaven-Seaford.”
Me pregunto si no sería abusar de su hospitalidad pedirle que me hospede en su casa.
—Pero, sin duda, podría haber escogido entre una docena de casas más importantes que la nuestra.
—Eso fue lo que pensé yo también, pero ¡qué quieres!... No tuve más remedio que asegurarle que para nosotros sería un honor recibirle, etcétera... En aquel mismo instante se me ocurrió coger un caballo y venir a avisar a todos, aunque para ello tuviese que cabalgar toda la noche. Pero Chard me lo impidió, diciendo que consideraba conveniente que viajáramos juntos, ya que le causaría un gran placer disfrutar de mi compañía. Por supuesto, no podía decirle que maldita la gracia que me hacía a mí la suya.
—No, claro que no, pero ¿dónde está él ahora?
—A sólo unos kilómetros de aquí. En la última posta del camino decidió «soltarme las riendas». Tal vez se dio cuenta de lo nervioso que estaba yo, aunque trataba de disimularlo.
—Pero, Hughie, si se dio cuenta de tu inquietud, debieron de acrecentarse sus sospechas.
—Es posible, pero tal vez lo atribuyese a que yo estaba excesivamente impresionado por tenerle como invitado. Le advertí que nuestra casa era muy incómoda, que no se había hecho ningún tipo de renovación desde que murió papá...
Laura miraba a su alrededor con desaliento.
—¿Por qué querrá venir aquí?— dijo, casi para sí misma.
—Para vigilarme, por supuesto— replicó su hermano—, observé la expresión de su rostro mientras retiraba mis ganancias, casi mil guineas. Sin duda comprendió que yo no podía haber ganado semejante cantidad sin una buena base para empezar.
—Y ahora... ¿Qué vamos a hacer ahora, Hughie?— preguntó Laura con desesperación.
—Lo tengo todo planeado— contestó él—, pero has de escucharme con la máxima atención, Laura, porque todo depende de ti..., ¡todo!
—¡Por favor, Hughie, no esperes demasiado de mí! Estoy aterrada. Bien sabes cuánto me asusta todo esto. Preferiría morir de hambre antes que vivir en este continuo sobresalto. ¡Te juro que paso horas de verdadera angustia cada vez que llega una carga!
—¡Vamos, hermanita, deja de decir tonterías!— la instó Hugh enérgicamente—, vas a escucharme bien y luego harás lo que yo te diga con tanta habilidad como para que Andrew Chard no abrigue el menor recelo cuando se largue de aquí. Un paso en falso, Laura, el más mínimo error y me condenarán a la horca o seré deportado.
—¡Oh, no, Hughie, no soporto oírte decir eso!
Laura intentó echarle los brazos al cuello, pero él la apartó con firmeza.
—¡Por favor, Laura!— exclamó—, no hay tiempo para histerismos. Prepara la casa para recibirlos. Instala a Lord Chard en el dormitorio c***o del ala oriental y a Weston puedes ponerle en el de roble. Yo subiré de la bodega el mejor vino. Debemos cenar bien.
—Pero... pero si apenas tenemos nada de comer en casa.
—Improvisa algo. Hay bastantes cosas en la granja, ¿no? Pollos, pichones, quizá un lechón... O manda buscar víveres al pueblo. Es imprescindible que se sienta satisfecho de la cena para que no le queden ganas de salir a espiar. Tan pronto como nos retiremos de la mesa, tú irás a ver a Lew para explicarle lo que ocurre.
—¡No, Hugh! Eso no puedo hacerlo. Sabes muy bien que...
—Tú harás lo que yo te diga— la interrumpió él con aspereza—, por fortuna, Lew no viene en el barco que trae la carga esta noche. Se quedó en tierra para supervisar a los que transporten la mercancía al llegar. Dijo que se habían producido demasiados accidentes la última vez. Le encontrarás en las cavernas. Llévate una linterna y camina con cuidado. El terreno es muy irregular.