7| Llegando tarde

1407 Words
Sus palabras me atravesaron como una daga, perforando mi corazón. Debería haberme sentido aliviada al saber que para él no significaba nada, que no era más que una sombra en su vida. Pero en lugar de alivio, un dolor punzante me consumía. Me odié por mi ingenuidad, por haber malinterpretado su amabilidad y creer, aunque fuera por un segundo, que le importaba. No, él solo estaba siendo gentil con la chica tonta y pobre. —¡Oye, tú, muchacha! —La voz de Rosa me arrancó de mis pensamientos, obligando a mi cuerpo a reaccionar por puro reflejo. Ni siquiera me molesté en cerrar la puerta mientras me giraba para enfrentarla. —¿Qué haces aquí parada? ¿Acaso estabas escuchando detrás de la puerta? —No, Rosa, yo… —balbuceé, sacudiendo la cabeza desesperadamente. Las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta. Rosa se acercó, sus ojos brillando con una mezcla de furia y algo más oscuro. Rodeó mi brazo con sus dedos, clavándolos en mi piel con tanta fuerza que temí que me dejara una marca imborrable. —¿Entonces qué estabas haciendo? Y no me mientas —susurró, pero su tono bajo no era por consideración. No, estaba calculado, frío, consciente de que la señora Alarcón y Nicolás podían oírnos desde la habitación cercana, o tal vez solo quería asegurarse de que ningún otro empleado se enterara. —No hice nada malo… Solo estaba saliendo de la habitación del joven Nicolás, pero fue porque… —¡¿Qué has dicho?! —exclamó, el horror tiñendo su voz. Su expresión era de puro espanto—. Te advertí que no subieras a esta planta. ¡No entiendes nada, niña! No te quejes después si te echan de la mansión Alarcón. Te lo dije desde el principio. —Lo sé, me disculpé con la señora. No volverá a pasar… —¿La señora te descubrió allí adentro? —Sus cejas se alzaron, incrédulas, pero en sus ojos había un destello de algo peor. Asentí, incapaz de pronunciar palabra—. Entonces ya está al tanto de tu insolencia. Posiblemente me informe más tarde sobre lo que hará contigo. Por ahora, te pondrás a trabajar. Terminarás tus tareas y también harás las de las otras chicas. A ellas les daré el día libre. Espero que con este castigo entiendas cuál es tu lugar y que no debes desobedecer ninguna orden que se te da. No logré replicar, no habría servido de nada. Cualquier intento de defensa podría llevarme directamente a la calle. Así que dejé que Rosa me arrastrara de vuelta a la planta baja, hacia la cocina, al lugar donde realmente pertenecía. [***] Eran casi las doce de la noche cuando llegué a casa. Arrastré los pies al cruzar la puerta de mi modesta vivienda. Las luces estaban apagadas, salvo una tenue luz que se filtraba desde el final del pasillo, proveniente de la sala. Caminé hacia allí para apagarla, pensando que quizás mi madre la había olvidado encendida. Me quedé quieta en el umbral al ver la figura de mi madre, sentada en el pequeño sofá. Me acerqué en silencio. Se había quedado dormida, con la cabeza inclinada hacia un lado, su brazo apoyado en el posa brazos, y su mano sosteniendo la barbilla. No quería despertarla, pero en la posición en la que estaba, no era conveniente que se quedara dormida así; podría amanecer con el cuello adolorido. —Mamá —dije en un tono bajo, tocando suavemente su brazo cuando no respondió. —¡¿Aurora?! —vociferó al abrir los ojos y saltar del susto. —Sí, soy yo, mamá —respondí, volviendo a tocarla para calmarla—. Lo siento por asustarte. —¿Apenas vas llegando? —preguntó mientras estiraba la mano para alcanzar la lámpara en la mesa a su lado, subiendo la intensidad de la iluminación—. Hija, pero ya son las doce de la noche —comprobó en su reloj de pulsera. —Es que se me acumuló el trabajo y no pude irme hasta terminar todas mis tareas. —Me senté a su lado—. No quiero que te preocupes, ya tienes suficientes con otras cosas en mente. Solo salí tres horas más tarde. —Pero a esta hora ya no hay transporte público. No debí haberme quedado dormida, iba a ir a buscarte, pero tu padre se puso mal y no quise dejarlo solo. —¿Cómo está papá? ¿Sigue mal? —pregunté, levantándome para ir a verlo. —Ya está descansando. Solo fue un ataque de tos que no lo dejaba en paz por un par de horas, pero tenía miedo de que se ahogara mientras dormía. Si no, hubiera ido a buscarte. —Está bien, mamá —sacudí la cabeza—. Yo sé cuidarme. Además, la zona por la que cruzo es muy tranquila. —No te confíes, hija. La gente mala anda en todas partes; no sabes cuándo tendrás la mala suerte de cruzarte con una. Si vuelves a quedarte hasta tarde en la mansión, llámame. Buscaré la manera de que llegues a salvo a casa. Prométemelo, mi niña. —Te lo prometo, madre —contesté, colocando mi mano sobre la suya, más que nada para tranquilizarla. —Aurora, ¿por qué tienes ampollas y marcas rojas en las manos? —Frunció el ceño. De inmediato retiré mis manos de las suyas, escondiéndolas en los bolsillos de mi abrigo. —Es que… —no sabía qué responder. —¿Te están forzando a trabajar de más? Negué rápidamente. Esta era mi oportunidad para contarle a mi madre lo que había sucedido en la mansión Alarcón; sin embargo, decidí mantenerlo en secreto. No porque me avergonzara—sé que ella creería en mis palabras—, sino porque no quería que me pidiera que dejara de trabajar. Además, ya soy adulta, y es mi responsabilidad encargarme de mis problemas. —Te dije que se me acumularon los deberes. Llegué un poco tarde hoy y no me alcanzaron las horas para terminar. Por hacer las cosas rápido, me lastimé las manos. No podía confesarle que Rosa se había sobrepasado, exigiéndome realizar el trabajo de dos empleadas más. Barriendo el patio trasero, puliendo el suelo desde el comedor hasta el vestíbulo, limpiando las ventanas del salón principal. Al final, me vi obligada a quedarme para limpiar toda la cocina después de la cena, todo eso sin siquiera haber alcanzado a terminar mis propias tareas. —¿Y esto? —Tomó mi muñeca y levantó mi brazo. Bajo la luz de la lámpara, se veía claramente la marca roja en mi piel, donde Rosa me había sujetado con fuerza. —Eso fue cuando me golpeé. Estaba limpiando la alacena, me resbalé del banco donde estaba parada, y al evitar caerme, me agarré de la puerta. Pero antes de eso, me golpeé en el borde. Detestaba mentirle a mis padres, pero si no lo hacía, mi madre sería capaz de ir a reclamarle a la señora Alarcón, lo que acabaría en un doble despido. Ni ella ni yo podíamos permitirnos perder nuestros empleos. Solo había sido un simple castigo y un agarrón fuerte por parte de Rosa. Aunque nada de eso hubiera sido necesario, ya había entendido que debía mantener distancia con el joven de esa casa. De hecho, ni siquiera debía dirigirle la palabra o mirarlo a los ojos. —Vamos a ponerte un poco de ungüento en las zonas lastimadas —dijo, levantándose. Cuando regresó con el tubo de ungüento, se sentó a mi lado de nuevo. Al comenzar a aplicarme la crema, me fijé en sus dedos. Ella también tenía marcas; sus manos estaban más lastimadas que las mías. De hecho, mi daño no se comparaba con el suyo. —Madre, tus manos están peor que las mías. Deberías ponerte un poco de medicina también —me detuve y corregí—. Yo trataré de curar tus heridas, mamá. Sus ojos se humedecieron un poco. Estaba conteniendo las lágrimas, pero se mantuvo fuerte, como siempre hacía frente a mí. Sus manos temblaban, eran más delgadas y frágiles que nunca. Las heridas estaban abiertas; seguramente le ardían, y aun así seguía trabajando duro. Mi corazón se oprimió contra mi pecho. Ver a mi madre cansada y triste me dolía en el alma. Deseaba terminar mi carrera pronto para darles una vida mejor a mis padres, algo mucho mejor que esto.
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