Me quedé congelada, sentada en el borde de su cama, con el libro de poesía aun temblando entre mis manos. La señora Isabel Alarcón, la madre de Nicolás, me miraba desde la puerta. Su mirada fulminante se clavó en mí, y en un instante, toda la serenidad que había logrado mantener se esfumó.
Nicolás no se movió, y tampoco soltó mi mano. Su expresión, en lugar de mostrarse asustado o avergonzado, permanecía tranquilo, como si ser atrapados no fuera nada para él, lo que solo sirvió para aumentar mi nerviosismo. No sabía qué hacer, qué decir. Todo dentro de mí gritaba que me levantara y saliera corriendo de allí, pero sus ojos, gélidos como el hielo, me mantenían anclada a mi lugar.
—Señora Alarcón, esto no es lo que parece, yo… —logré decir cuando finalmente me puse de pie de un modo brusco, aunque mi voz sonó débil, incluso a mis propios oídos.
Ella entrecerró los ojos, avanzando un paso dentro de la habitación. Parecía no haber escuchado mis palabras, o simplemente no le importaban. Su mirada se posó en el libro que aún sostenía, y un destello de algo—¿desprecio?, ¿ira?—cruzó por su rostro.
—¿Por qué tienes ese libro en tus manos? —exigió con una frialdad que me hizo estremecerme—. ¿Qué crees que estás haciendo en la habitación de mi hijo? ¿Pensabas robar? —Soltó una risa fingida. Eso había sido más una afirmación que una pregunta.
Me quedé sin palabras. La verdad era que ni yo misma sabía qué hacía allí. Había sido un error haber entrado en este lugar; de hecho, con subir las escaleras ya estaba poniendo en riesgo mi empleo, y por más que intentara explicarlo, sabía que no había forma de salir bien parada de esta situación.
—Madre, no voy a permitir que juzgues a Aurora, y menos sin saber nada —intervino Nicolás antes de que pudiera balbucear alguna excusa. Se colocó a mi lado—. No te precipites a sacar conclusiones. Fui yo quien la trajo aquí y fui yo quien le dio el libro.
La mujer lo miró con un gesto de sorpresa en su cara, pero después de un segundo, cambió, como si lo que acababa de decir fuera la mayor de las insolencias. Pero Nicolás no apartó la mirada. Era como si estuviera dispuesto a enfrentarse a cualquier tormenta por mí, lo que me dejó aún más desconcertada.
—¿Qué se supone que querías lograr con esto, niña? —Giró sus ojos hacia mí, ignorando a Nicolás. Su voz estaba cargada de una emoción que no lograba descifrar—. ¿Seducir a mi hijo? ¿Y después de eso robarle? —Sus palabras me hirieron más de lo que podría imaginar. No era una ladrona; nunca en mi vida había tomado cosas ajenas, y aunque me estuviera muriendo de hambre, no haría algo como eso. Se volvió hacia Nicolás—: Sabes perfectamente bien que no debes tener ningún tipo de trato con la servidumbre.
La palabra “servidumbre” resonó en mi cabeza, recordándome mi lugar en esta casa, y la absurda distancia que siempre existiría entre Nicolás y yo.
—Deja de decir esas palabras, madre —replicó Nicolás con un tono molesto en su voz—. No hay diferencia entre Aurora y yo. —Suspiró y negó con la cabeza, luego volvió a ver a su madre—. Solo le mostraba algo, eso fue todo. No hay intenciones de ningún tipo.
La señora Isabel soltó una risa seca, una que me hizo encogerme aún más.
—¿Mostrarle algo? —repitió, como si la idea fuera absurda—. ¿Y por qué entró a tu habitación? ¿No podías mostrárselo en otro sitio, donde estuviera Rosa o algún otro empleado?
Nicolás abrió la boca para responder, pero yo no podía soportarlo más. Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies y estaba segura de que no podía seguir soportando esa tensión.
—Señora Alarcón, le pido disculpas —interrumpí—. Sé que no debí haber subido, y menos haber entrado aquí. —No me atreví a levantar la cabeza otra vez para mirarla. Estaba por irme, pero en el instante en que di el primer paso, Nicolás sujetó mi brazo con delicadeza.
—Aurora, no tienes que disculparte por algo que yo causé —dijo, y sus palabras, aunque eran para consolarme, solo me hicieron sentir peor.
La señora Isabel no estaba dispuesta a ceder. Dio un paso más hacia nosotros, y en ese momento, el miedo se apoderó de mí por completo.
—Ve al salón y espérame allí —ordenó, sin molestarse en ocultar el desprecio en su voz—. Hablaré contigo después de bajar.
Nicolás frunció el ceño, claramente en desacuerdo con la forma en que su madre me trataba, pero no podía hacer nada. Ahora sabía que cualquier intento de defenderme solo empeoraría la situación.
—Aurora no va a verse contigo a solas, madre —dijo, su voz firme—. Si tienes algo que decir, díselo enfrente de mí. Pero no la vas a tratar de esa manera.
La tensión en la habitación era palpable, y el silencio que siguió fue como una bomba a punto de estallar. Isabel miró a su hijo, sorprendida por su desafío, pero no retrocedió. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, asintió lentamente.
—Muy bien, Nicolás —dijo, con una calma que me aterraba—. Si eso pides, entonces hablaremos tú y yo solamente, y a ella la dejaré ir. Pero te advierto, esto no terminará aquí.
Sentí un nudo en la garganta mientras observaba el intercambio entre madre e hijo. Nicolás luego apartó sus ojos de ella y me miró, y en su mirada vi algo que no esperaba: ¿arrepentimiento, pena, una disculpa? No sabía exactamente qué, pero algo decía que él lamentaba desafiar a su madre. No era por haberme llevado allí, sino porque sabía que la situación estaba a punto de empeorar, creo que más para mí.
Solo esperaba que no fuera despedida; necesitaba mucho el trabajo. Eso debí haberlo pensado antes. Ahora, por algo absurdo, iba a perder la fuente del único ingreso que podía darle a mis padres.
—Puedes retirarte —demandó la señora Isabel.
Solo logré ver brevemente a Nicolás. Él asintió con la cabeza para que obedeciera lo que su madre había pedido. La verdad, no quería dejarlo a solas con ella, no después de su advertencia, pero era su madre, y no creía que ella fuera a hacerle daño.
Comencé a caminar para salir de esa habitación, crucé la puerta tomando la manija para cerrar detrás de mí. Cuando estaba por cerrar por completo, lo que escuche me paralizó de pies a cabeza.
—Hijo, por favor, que no se te ocurra hacer una locura. No te involucres con una sirvienta, ni por calentura. Ese tipo de jovencitas solo están buscando chicos como tú para enredarlos en sus garras; fingen inocencia, pero son unas zorras cazafortunas, viendo a qué heredero millonario cazar.
Eso no había sido lo peor, sino lo siguiente que Nicolás le respondió.
—Ya te lo dije antes, no tengo ninguna intención de ningún tipo con ella —repitió, solo que ahora remarcó, para que quedara claro que en verdad no estaba interesado en mí—. No tienes de qué preocuparte. Solo estaba tratando de ser amable con la chica; ni siquiera me atrae.