Tiempo después, Jonathan y Edward Wolscott llegaron sanos y salvos a la majestuosa mansión, aunque empapados por la persistente lluvia que seguía cayendo. Al llegar, ambos hermanos se sacudieron el agua de sus cabellos y agitaron sus abrigos para liberarse de la humedad. Campbell, sin inmutarse por verlos empapados, se acercó a ellos extendiendo su mano para recibir el pedido que llevaban consigo. Oliver, el padre de los dos lobos, se aproximó a ellos abrazándolos efusivamente, como si hubieran pasado años sin verse. —¿Tuvieron algún inconveniente? —preguntó Campbell, mientras sus ojos se posaban en los ungüentos que habían comprado. —No, ninguno —respondió Edward, con sus cejas pobladas, uno de sus rasgos más distintivos, destacando en él, el brillo de sus ojos, de un verde aguamarina i