Javier estaba llegando a su turno en el bar, bastante feliz, demasiado animado y con una sola cosa en su mente: una pequeña castaña que tenía más energía que cualquier niño al que se le dió más de tres latas de gaseosa para beber acompañadas por un algodón de azúcar. Esa mujer era tan enérgica, tan inquieta y, carajo, tan impulsiva, que lo asombraba y cautivaba por igual. No escuchó los pasos a su espalda hasta que un fuerte apretón en el hombro lo hizo sobresaltarse. — ¡Dios Nicolás!¡Casi me matas del susto! — exclamó entre asustado y divertido. — Ojalá te murieras y ya — escupió el chico bastante irritado. — Bien, ya veo en los términos que vienes. Mejor entremos y hablemos más tranquilos ¿si? — El muchacho asintió con el entrecejo fruncido. Javier sabía que se iba a tener que enfren