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2505 Words
La temperatura del consultorio provocó que sus vellos se erizaran, pero disimuló el escalofrío, miraba con desconfianza y de manera furtiva el entorno, como un depredador sintiéndose rodeado. —No me van las fiestas, prefiero centrarme todo el tiempo en mi trabajo. No bebo alcohol —declaró ella con tono seco—. No tomo café; no porque no me guste, sino porque hacerlo provoca en mí graves reacciones alérgicas —explicó con voz neutral, como si estuviera conteniéndose de demostrar que no se sentía muy cómoda al desnudar su personalidad—. Soy vegetariana y… de vez en cuando hablo con la mujer del espejo —completó. Las jóvenes manos pálidas con uñas bien cuidadas del hombre que, la mayoría del tiempo buscaba mirarla a los ojos, siguieron tomando nota en un cuadernillo con un bolígrafo de diseño azul y dorado. La luz de las alargadas bombillas pegadas al techo exponía su pálida tez y las masculinas facciones de su rostro. —Háblame de la joven del espejo —pidió con calma el mismo hombre que estaba sentado frente a ella tras un escritorio.   Eso la incomodaba en grande, pero era consciente de que, para encontrar lo que buscaba, debía exponer parte sustancial de sus pensamientos y la perspectiva que tenía acerca de su entorno. —Es una persona demacrada, con ojos vacíos y voz profunda, tanto que da el aspecto de que el sonido de sus palabras emanan de las paredes. El psiquiatra levantó la mirada del cuadernillo, atrapando ese detalle y posó sus grises ojos sobre los azules de ella. —¿Ella conversa contigo? —Sí —musitó Isabell encogiéndose de hombros ligeramente. Su pálida mano derecha escribió algo más sobre las blancas hojas de líneas dibujadas. Martín Thompson daba por sentado que su paciente no hacía algo más que ver su propia imagen en un cristal reflector. —¿Quién es ella? —quiso saber—. ¿Quién te ha dicho que es? Isabell infló sus pulmones aún con la mirada puesta en el vacío y se preparó para responder. —Se trata de Juliett, mi hermana mayor —respondió la paciente con tono desanimado—. Muchos afirman que está muerta, pero no es cierto, nosotras hablamos cada día —el psicólogo permaneció sereno—. Usted debe creerme, nadie lo hace. Pero no le miento.            El psiquiatra asintió con lentitud buscando mostrarse comprensivo. —¿Hablas con ella a través del espejo? —inquirió sin dejar de verla, ésta asintió. Hubo un momento de silencio—. Bien. ¿Y de qué hablan las veces en que se encuentran?            Isabell desinfló sus pulmones, expulsando el aire por sus rosados y átonos labios entreabiertos. —Conversamos acerca de mis labores diarias. Ella… me pide que la ayude a salir de allí, me dice que tiene miedo de seguir atrapada, sola y desprotegida. —Continúa —pidió el hombre de cabello lacio frente al diván en una pausa corta. —Me dice que, no es dentro del espejo que está en realidad, sino en… —Isabell se incorporó del diván y tomó el libreto con el lápiz del psicólogo—. Aquí tiene —dijo después de algunos segundos—. Es en ese lugar —afirmó, entregándole el libreto nuevamente al psicólogo, quién, después de leer las palabras que plasmó la joven mujer con tinta sobre la hoja, frunció el ceño, ladeando la cabeza un poco. —Imposible… —sacudió la cabeza—. Isabell, ese lugar es una zona de alto peligro radiactivo. Las palabras reverberaron en el aire. —Estoy al corriente de todo la que aconteció en aquel lugar, doctor —afirmó Isabell cortando de tajo el inminente silencio —. Pero, debo encontrarla. Donde sea que está, sé que me espera. —¿Hace cuánto tiempo ocurrió la desaparición de tu hermana? —Han pasado tres años desde entonces —respondió como quien es entrevistado por un agente policial. —¿Ves a tu hermana en algún otro lugar? —prosiguió el hombre de cabello abundante y castaño con su improvisado cuestionario. Isabell sacudió la cabeza para luego contestar: —Solamente en los espejos —hubo un silencio sordo luego de la respuesta.            El psiquiatra asintió bajando la mirada de nuevo hacia las letras que Isabell había escrito sobre la hoja del libreto, estaba buscando las palabras adecuadas para darle la explicación pertinente a la paciente. —Isabell, ir hasta el lugar que pretendes es algo un poco fuera de lugar, podrías morir sin ni siquiera haber encontrado… —No me importa —lo interrumpió con brusquedad—. Debo ir; lo último que se supo de Juliett es que iría a ese lugar por motivos de trabajos investigativos —explicó Isabell con voz un poco subida de tono, agarrándose de las braceras de su asiento, como si sus manos apretadas fueran guardias que pudieran detenerla si decidiese atacar—. Luego no regresó, nadie supo dar con su ubicación, la dieron por muerta, ¡Nadie de la empresa para la que trabajaba se dignó a continuar con la búsqueda! —Nadie que se acerque al núcleo tiene posibilidades de sobrevivir —dijo el psiquiatra en un intento de hacer que recapacitara. La paciente frunció los labios en un mohín desaprobatorio.  —No debí venir aquí —despotricó ella, levantándose del diván y tomando su cartera—. Todos ustedes no opinan algo distinto a que estoy loca. Dicho esto salió como una bala del consultorio, dejando al fornido hombre con el cerebro dando vueltas alrededor de la palabra que había escrito Isabell en su libreto. Casi una hora después. Isabell entró al sombrío y monótono apartamento que estaba rentando en el centro de Chicago (Illinois), a los 23 años de edad desempeñaba su trabajo con bastante profesionalismo; estaba recién graduada de arquitecto y ya dependía de sus propias ganancias. Dejó su cartera sobre el sofá y caminó hacia el refrigerador para beber un poco de agua y aún no llegaba a su destino cuando se escucharon algunos golpes en la puerta. Silencio. Otros golpes. Decidió entonces cancelar sus pasos hacia el sitio del agua y prefirió caminar hacia la puerta con incertidumbre, no estaba esperando visitas. Se detuvo ante la puerta, considerando la opción de no contestar y hacerse pasar por ausente, o quizá preguntar de quién se trataba, pero eligió abrir de una vez, sin preguntar primero, encontrándose así cara a cara con un par de señores. —Ustedes —pronunció con fastidio. —Vinimos a ver cómo estás, cariño —dijo su madre entrando al lugar, ignorando la poca amabilidad de la residente—. No respondes llamadas ni mensajes, nos preocupamos. —No se molesten en hacerlo —pronunció Isabell con hostilidad. —¿Cómo no preocuparnos? —preguntó la mujer mayor con la voz teñida de angustia volteándose hacia ella—. Eres la única hija que nos queda. —Y hubiéramos sido dos de no haber sido por su brillante idea —esta vez se refirió con un gesto de cabeza al señor que permanecía en silencio al lado de su madre una vez dentro del apartamento—. Me da asco llamarte padre —le confesó con severidad—. Si te apasionaba tanto ese podrido lugar ¿Por qué no arriesgaste tu trasero a la radiactividad en vez de chantajear a Juliett para que lo hiciera? —Isabell, por favor… —No, mamá —la interrumpió con su habitual brusquedad—. Él la manipuló, ella no estaba muy convencida de ir y tú no hiciste nada para evitarlo. Ahora debo ser yo quien continúe con su búsqueda. —Isabell, tu hermana está muerta, igual que tú lamentamos la pérdida. Pero debemos resignarnos, si siquiera sus restos fueron encontrados —insistió la señora sacudiendo la cabeza, mientras con cada palabra emitida se remarcaban más sus líneas de expresión facial. —¡Porque no buscaron lo suficiente! —exclamó Isabell con los brazos extendidos, dejándolos caer en un gesto de frustración—. Ella está en algún lugar, y está esperándonos. Pero si ustedes y nadie más se digna a tener la misma consideración, iré por mi propia cuenta. —No queremos perderte —habló su madre nuevamente—, por favor Isabell. —suplicó una vez más con notable angustia. Su padre derramaba una lágrima en silencio y cabizbajo, incapaz de ver a su hija a los ojos, incapaz de pronunciar una palabra en lo funesto de aquel ambiente residencial. —Lo lamento. Pero la decisión ya está tomada —contestó la joven con calma esta vez—. Iré a por ella y no descansaré hasta encontrarla, aunque muera en el intento. —¿Qué te hace pensar que aún está viva? —preguntó Margott, su madre. —Ella me lo ha dicho. —¿Dónde la has visto? —Si respondo esa pregunta creerán que estoy loca —dijo Isabell mirándolos a los ojos como un animal asustado. —Solo dilo, Isa —la instó la mujer de cabello rojizo—. Puedes confiar en nosotros.            Isabell sentía el corazón retumbar en su interior como un tambor, dudaba fervientemente de sus padres, pero concluyó en que no había nada que temer, nada de lo que hicieran ellos le impediría cambiar de parecer. —Juliett me habla frecuentemente —tragó saliva a mitad de la oración—, a través de los espejos —Margott frunció el ceño, desconcertada y Jeremy detuvo la mirada en los ojos de su hija, después de aquello—. Sé que suena ilógico, —prosiguió—, pero no miento. Estoy diciendo la verdad —los interlocutores intercambiaron miradas. —¿Has hablado de esto con alguien más? —preguntó la mujer en frente de Isabell. Esta recordó uno a uno los cinco psicólogos y psiquiatras que había dejado de visitar por haberse sentido incomprendida. —No —respondió sin más.            El silencio se hizo entre ellos durante segundos que golpeaban como martillo sobre un yunque. —Cariño, creo que… deberías hablar con un profesional —opinó Margott con sumo cuidado en sus palabras—. Aveces contarle las inquietudes a un psicólogo ayuda mucho —Isabell, miraba al vacío, su padre continuaba manteniendo un silencio sepulcral—. No te preocupes por los gastos, nosotros podemos pagar cada una de las citas —prosiguió—. Todo sea por tu bien, hija. Isabell asintió apenas, frunciendo los labios y sin ver directamente hacia algunos de ellos por más de dos segundos. —Está bien, iré a un psicólogo —aceptó—, pero seré yo quien cubra los gastos necesarios. Ahórrense su dinero —Margott sonrió con gesto desganado, como quien llega a la primera meta después de una agotadora carrera—. Ahora necesito estar sola. Debo continuar un proyecto pendiente —agregó la pelinegra y tomó aire en sus pulmones para culminar—, así que… si no han venido a nada más… —les señaló la puerta. Margott asintió y decidieron retirarse del lugar, en silencio, no sin antes darle un beso en la frente a Isabell, el beso casto de una madre preocupada.  —Adiós —musitó la mujer de cabello corto hacia su hija.            Isabell cerró la puerta tras ellos y se encaminó pensativa hacia la cocina. Después de tomarse un vaso de agua que había quedado pendiente, caminó hacia el cuarto de baño mojándose la cara con agua del grifo y situándose de una vez frente al espejo. —¿Tú también crees que estoy loca? —inquirió Isabell con su lacio cabello suelto cayendo sobre su espalda. La mujer que se reflejaba en el cristal negó con un gesto de cabeza—. Pues, yo creo que estoy perdiendo la noción de lo que es la realidad —giró un poco la cabeza hacia la derecha y después volteó nuevamente al frente para volver la mirada a la mujer del espejo, manteniendo los brazos semi-abiertos y ambas manos apoyadas en el borde del lavamanos—. Sabes… Últimamente he vuelto a tener aquellas pesadillas, en las que aparece Erick —hubo otra pausa—, creía que esa fase ya estaba superada. Pero parece que no, ¿Será que nunca aceptaré que me haya abandonado? Ahora me siento más sola que nunca, bueno, te tengo a ti, aunque no físicamente —suspiró, aburrida y casi resignada—. Debo encontrarte, prometo traerte de vuelta, Juliett. —Te vendría bien hablar nuevamente con el psiquiatra. Desahogar toda esa frustración que cargas te servirá para reflexionar —respondió la mujer de piel pálida y cabello rojizo que señalaba el cristal reflector. La mujer del espejo permanecía ataviada con un uniforme gris de material anti-radiactivo y una pesada máscara de gas sostenida bajo su brazo derecho.   Isabell asintió. —Tienes razón, Juliett. Creo que me hace falta otra plática con el doctor Thompson —juntó la cejas al escuchar sus propias palabras—, ese… apellido, no me trae agradables recuerdos, —resopló, volviendo a colocar sus manos en el amplio borde del lavamanos—. ¿Crees que Erick nunca me quiso? ¿Crees que el motivo de haberme dejado es porque se aburrió de mí? —No siempre los prejuicios nos llevan a una conclusión cierta —respondió la uniformada, con una calma de cementerio. —Me parece que lo defiendes —cuestionó Isabell. —Lo más correcto para el ser humano es descubrir por sí solo la verdad —contestó Juliett—. Hay cosas que no sabría yo cómo explicarte y que irás descubriendo conforme busques. Isabell volvió a asentir. —Sabias palabras —admitió y se quedó mirándola, observando sus vacíos y tristes ojos, su silueta alterada por el atuendo que cargaba. Su piel de muerto—. Puedo buscarte, pero debes ayudarme, intentando escapar de allí. La imagen de su hermana la observaba, como si fuera un cachorro triste, como un enfermo terminal. —Se me hace imposible alejarme de mis huesos. Mientras se encuentren abandonados y en el olvido yo estaré con ellos —respondió la mujer del espejo, Isabell interpretó las palabras de su hermana de un modo biológico—. Siento que estoy volviéndome polvo. Isabell imaginó gusanos alimentándose de la pálida piel de su hermana, llegando a sus vísceras, comiéndosela viva. Entonces sacudió la cabeza para despejarse de aquellas asquerosas ideas. —Solo de ese modo podré estar en paz —prosiguió Juliett sin soltar la pesada máscara de oxígeno—. De lo contrario permaneceré atrapada en este lugar, como el resto. —¿Hay más personas allí? —disparó Isabell, atónita. La mujer del espejo asintió. —Pues, claro. Están aquí, sin descanso. Atrapados como lo estoy yo. Pero ellos no tienen quien venga a buscar lo que queda de sí mismos. —Hablas como si estuviesen muertos. Hubo una pausa vacía, suspensiva y envolvente. Antes que Juliett respondiera con su suave voz nasal y profunda. —Es así como nos sentimos. 
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