Isabell tomó el asa del ovalado espejo de marco dorado en sus manos. Infló sus pulmones de aire y abrió los ojos justo en frente del cristal reflector. Había un silencio sordo interrumpido por el tic-tac del reloj en la pared. Sus ojos se clavaron en el espejo, su mirada se hundió en el mercurio y los extractos de plata.
El psiquiatra esperaba… y tras dos segundos Isabell sonrió como quien escucha un cumplido callejero, antes de pronunciar:
—Juliett.
Como era esperado, un rostro apareció reflejado en el objeto, en medio del silencio y la fría temperatura del blanco y pulcro consultorio.
—July. Estoy en un consultorio, con un psiquiatra. Quiere ver quién eres y cómo eres —le hablaba Isabell al espejo—. Debo hacerlo, de otro modo no creerá que aún existes.
Thompson no dejaba de analizar el comportamiento de la paciente y anotar mentalmente algunos apuntes. Hubo un silencio prolongado.
—Y bien… —dijo el hombre de cabello castaño rubio, disimuladamente impaciente.
Isabell no respondía, parecía centrar su atención en algo que estaba escuchando. Y el psiquiatra, al ver que la mujer no reaccionaba, se incorporó de su asiento, alejándose del escritorio y situándose a paso calmado a la espalda de Isabell. Detuvo su vista en el cristal reflector, no se sorprendió, pues, acontecía justo lo que había esperado desde el principio.
—Isabell —habló por fin—, no veo nada más que tu reflejo y el mío.
La joven mujer seguía prestando atención a la otra persona que mostraba el espejo, quien, al ver a Martín Thompson, sonrió a medias.
—¡Vaya! —musitó la mujer de piel pálida grisácea y ojos azules desde el espejo—. Este hombre ha cambiado bastante desde la última vez que lo vi.
—¿Lo conoces? —quiso saber Isabell, bastante desconcertada— ¿Ustedes se conocen?
—Sí —contestó Juliett en medio de un asentimiento—, es una lástima que solo sea un humano normal y corriente, como lo fui yo.
—Juliettt, por favor, no hables como si estuvieses muerta —suplicó Isabell a su hermana, con el espejo es sus manos.
Mientras tanto Thompson observaba, sin expresión en su rostro y sin pronunciar alguna palabra.
E Isabell vio cuando Juliett sonrió con melancolía, como a quien le dan un sentido pésame.
El psiquiatra tomaba más apuntes mentales, ante él no había algo distinto a una mujer de 23 años de edad, con una innecesaria carga de consciencia por no haber podido evitar la tragedia que sufrió su hermana mayor. Sentimiento de culpa. Una mente que no soportó la pérdida de un ser tan querido, por lo cual era de esperar que su cerebro mandara como respuesta un montón de alucinaciones y delirios que le servían de placebo. Isabell no tenía menos que un trastorno mental, llamado esquizofrenia.
Thomson prefirió dejar que Isabell continuara hablándole a su imaginación, regresó hasta su asiento y se situó tras el escritorio, apoyando los codos sobre la mesa con las manos juntas bajo su mentón, respiraba con calma, buscando una respuesta distinta en todo aquello.
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Con los padres de Isabell no hablaría, pero tampoco sabía acerca de alguien que fuera su amigo, alguien que pudiera ayudarlo con todo este asunto, Isabell estaba sola y él tendría que ingeniárselas para buscarle solución a todo esto, por el bien de su paciente.
—Isabell —dijo, captando su atención—. Desde algunos días he estado observando algo que está sucediendo en tu organismo.
—¿A qué se refiere? —inquirió la joven, apartando la vista del espejo.
—Se trata de tus ojos, hay una pequeña anomalía alrededor del iris —dijo tras una pausa—. Seguramente no te has dado cuenta aún. Pero puede ponerse grave la situación.
—¿Qué…? —preguntó al instante, intentando mirarse en el espejo. Pero no lograba ver más que la imagen de Juliett—. ¿Qué tan peligroso es? —quiso saber.
—Hay que tomar cartas en el asunto —declaró el psicólogo, con el tono más apropiado para lo que se proponía—. Podrías quedar ciega si no se le presta la atención necesaria a eso que te afecta en este momento, tu vista está en peligro.
—¡¿Ciega?! —exclamó con aquel gesto de terror—. Oh no… —intentó verse nuevamente en el espejo, pero no lo consiguió.
—Mantén la calma, por favor —pidió el hombre de mirada gris.
—Pero… ¡¿Cómo pretendes que me calme cuando ahora me entero que estoy en un peligro semejante?! —replicó ella con histeria.
—Hay una posible solución a la vista —Isabell detuvo la mirada en los ojos del psiquiatra esperando respuesta—. El lóbulo frontal de tu cerebro es el que maneja todo lo que tiene que ver con el razonamiento y análisis de todo tu alrededor, se encarga sobre todo de la regulación de emociones. Mientras el bulbo raquídeo, que está en la parte baja trasera de tu cráneo se encarga de las funciones automáticas como la respiración, ritmo cardiaco, presión sanguínea…
—¿Y qué tiene que ver eso con lo que me está pasando? —lo interrumpió sin remordimiento.
—Sucede que todos están relacionados entre sí para que el sistema nervioso central funcione completamente. Tus emociones son muy fuertes, por lo cual era de esperar que los vasitos de tus globos oculares exploten, eso provoca el enrojecimiento de tus ojos y que aparezca luego esa extraña anomalía en ellos. Quiero decir, que en vez de un posible infarto o quedarte calva, la reacción de tu cuerpo ante la situación que estás viviendo sea esto —el gesto de Isabell es como de quien presenció una mutilación a sangre fría—. Sé qué puedes hacer —prosiguió, mientras maquinaba cualquier excusa y solución aunque fuera toda una completa mentira disfrazada—, ven mañana mismo, llega hasta el cuarto nivel de este edificio y pregunta por el oftalmólogo Georg Milán. Él sabe de esto más que yo, seguramente podrá ayudarte.
Isabell asintió al escucharlo.
Luego de despedir a la mujer, Thompson quedó completamente solo en su consultorio. Tomó el móvil en sus manos y marcó un número desde la línea de trabajo; primer tono… Segundo tono…
—Dime —respondió alguien desde el otro lado de la línea telefónica.
—Georg, necesito que me ayudes. Por favor, no tenemos mucho tiempo.
—¿De qué se trata? —preguntó Georg Milan a través del teléfono luego de meditarlo un par de segundos.
Una hora después, Thomson estaba en el consultorio del oftalmólogo. El doctor Milán permanecía expectante.
—Necesito que me digas que sí —pidió encarecidamente el psiquiatra—. Eres de mi confianza, y ahora estoy solo en esto. Ayúdame —insistió—. Antes que Isabell Hanley comience a arrancarse el cabello con las manos y a destrozar su piel con los dientes. Su estado puede llegar a ese nivel de gravedad si no se atiende con prontitud.
Isabell había terminado su proyecto después de mucho empeño, durante días transcurridos entre reglas de medidas, cintas métricas, creyón con marcadores y maquetas distintas para elegir a lo último la que mejor aspecto tenía, aun conservando bajo la manga las otras opciones de oferta.
Se estiró con la lentitud de un gato en medio de un bostezo, exhaló y colocó los dedos entre su mata de cabello. En su mente rondaba la palabra “Chernóbil”, tenía que ir, ya lo había decidido, pero aún no había fijado una fecha. Había ahorrado suficiente dinero como para en boleto de avión, p**o de excursión, comida, hospedaje, entre otros.
Se llevó a los labios una taza blanca sostenida con las dos manos y tomó un sorbo de café para mantenerse despierta, mientras el apartamento permanecía en silencio y a varios niveles más abajo circulaban los autos en la avenida, al tiempo que el cielo estaba nublado, a punto de venirse un aguacero.
Sacó de una gaveta varias carpetas de la que luego tomó un montón de recortes de papel periódico; artículos que hablaban acerca del Centro de Investigaciones Científicas Albert Einstein y sucesos ocurridos hacían ya tres años. En todos aparecía el rostro pálido y de ligeras pecas con cuadradas gafas de aumento, esa mujer de largo cabello rojizo: Juliett.
Mientras tanto, la lluvia seguía cayendo sobre el Chevlolet Cruze color n***o estacionado al pie de un edificio, era una tarde de junio, precipitaciones diarias, como era lo habitual en la ciudad de Chicago. Los vidrios de las ventanas y el parabrisas del auto dejaban resbalar las cristalinas gotas de agua hasta caer en el asfalto como canicas que se derretían.
—Ve tú sola —pronunció el calvo hombre al volante después de un suspiro—. A mí no querrá verme.
Margott se mantuvo en silencio, bajó la mirada y respiró con calma.
—Está bien, Jeremy —aceptó en casi un susurro, pero con decisión en el tono.
Abrió la puerta y sacando primero la mano abrió el paraguas color n***o, apeándose del auto y encaminándose hacia el edificio.
El padre de Isabell decidió esperar dentro del Cruze bajo la lluvia en un ambiente que se le antojaba gris y solo, a pesar de estar poblado por un gran número de personas.
Margott se apresuró, sin tambalearse o dudar, cargaba un abrigo color n***o con una bufanda a juego y botas de cuero, parecía ser algún m*****o de la realeza. Algún tiempo atrás no habría sido tan estirada de carácter y su determinación habría sido escaza en cuanto a tomar alguna decisión, pero se suponía que ahora, hecha con el dinero que le habían dado como indemnización familiar por su hija muerta, muchas cosas habían cambiado.
Su pálida cara apenas asomaba vestigios de la segunda edad, pequeñas señales, frágiles y señoriales arrugas en los extremos de sus ojos, medio de la frente y una que otra en el cuello. Por otro lado su cabello dejaba asomar algunas hebras plateadas, pero sin falta abundaba el rojo natural, privilegio para alguien que no acostumbraba a teñirse el cabello.
Dentro de su apartamento, su concentración fue interrumpida bruscamente, Isabell levantó la cabeza, prestando atención a los golpes de la puerta. Como era de suponer, abrió después de preguntar de quién se trataba y sin la menor expresión una vez visto a su madre, abrió un poco más la puerta para permitirle paso a la mujer mayor.
—Espero no estar fastidiando, hija —musitó Margott con tono flexible.
—Descuida —respondió la joven con más docilidad, ofreciéndole asiento a la señora—. ¿Te apetece un poco de chocolate? Está recién hecho, un poco amargo, pero puedo endulzarlo —se expresó con voz neutral, casi rozando la indiferencia característica de un mesonero aburrido.
Margott asintió.
—¿Ahora fumas? —inquirió la señora, sorprendida al ver el cenicero sobre la mesa de trabajo.
—Solo a veces —respondió Isabell con tranquila seriedad, ofreciéndole entonces una taza del espeso líquido oscuro acompañado de algunas galletas sobre un platillo.
Margott sonrió apenas, tomando el detalle cortés de su hija.