Querido Adrian:
Volví a casa el lunes por la mañana, una leve brisa fría golpeaba mi rostro. Te admito dos cosas:
La primera: me sentí muy calmada y alegre de estar de nuevo en nuestra casa, pero no quería entrar, sentí ansiedad y un poco de miedo. Permanecí unos veinte minutos estoica frente a la puerta pensando si abrir o no. Cuando tuve la suficiente valentía, metí la llave en el cerrojo y pasé lento, como si estuviese entrando a un lugar al que no pertenecía, como si este no fuera mi hogar. ¿Siquiera pertenezco a este lugar, a esta casa, a este hogar? ¿Debo permanecer aquí?
Tú no estabas ya en la casa, la cual se encontraba en total desorden. Me imaginé que contribuirías más al desorden y que no harías gran cosa por mantener cada objeto en su lugar (no te estoy acusando de nada, cariño. Yo sé que así eres tú, y así te quiero).
Lo segundo: Después de limpiar y reorganizar todo, me quedé sentada en la sala, pensando en cómo me recibirías, cuál sería tu reacción al ver a tu esposa en casa. Supuse que estarías feliz, que me perdonarías por tener miedo y huir de forma tan cobarde.
Me equivoqué.
Elena Drawford.
16 de septiembre de 2003.