La habitación era hermosa. Como me dijo Jaime, tenía vista a la calle y al jardín de la casa a través de una gran ventana doble que casi llegaba al techo. Aunque la casa debía tener al menos cincuenta años, el piso era de madera y crujía, igual que el techo y las vigas que lo atravesaban, tenía un encanto como de cuento de hadas, cual si fuese el hogar de una maga bondadosa que cultiva su propia huerta, decora su hogar con atrapasueños y tapices de tierras mágicas y lejanas, aromatiza los espacios con incienso y, lo mejor de todo, hace magia cuando cocina.
La primera impresión que tuve de la mamá de Jaime fue la de una mujer irresponsable, que no cuidaba su apariencia y debía tener un paquete de m*******a en su mesa de noche, pero bien pronto me di cuenta de que no podía estar más equivocada y que juzgar a alguien por su apariencia puede negarnos la oportunidad de conocer a alguien maravilloso. Cuando llegamos con mi trasteo, que no consistía más que en una maleta mediana y dos bolsas de tela, Ximena, como se llama la mamá de Jaime, después de recibirme y que yo me llevara esa primera y equivocada impresión, se encargó de mostrarme mi habitación, luego, claro, de haber saludado a Antonella y cuchicheado con ella.
—No sé si Jaime te lo mencionó, pero el baño del corredor es todo tuyo. Yo uso el de mi cuarto y Jaime el del primer piso. —Asentí y ella continuó luego de abrir la puerta de la habitación—. Esta alcoba es especial, Ivania, porque aquí tuve por un tiempo mi espacio de meditación y de lectura de las cartas, así que te puedo decir que tiene una energía benigna, muy positiva, que sé que te va a hacer muy bien a ti y a Antonella. Y no te preocupes en conseguir una cuna, que tengo un montón de conocidas que pueden regalarme una. Mañana mismo te la estoy trayendo.
—No hace falta, Ximena, tranquila…
—¿Cómo que no hace falta? No, Ivania, una condición muy especial en esta casa es que la palabra “No” está prohibida, vetada, mira. —Simuló pasarse una cremallera por los labios—.Para qué te vas a poner a gastar dinero comprando una, cuando puedes tener una regalada y, además, usada por una bebé que creció con muy buenas vibras, ya vas a ver la cuna tan bonita que le voy a traer a Antonella.
Ximena fue igual de amable durante el recorrido de la habitación. Prometió que me cambiaría las cortinas por unas que ella misma había tejido, también que tenía unos suéteres preciosos que seguro me quedarían muy bien y que, si así era, me los regalaría. Como no sabía si la habitación la iba a tomar un chico o una chica, no había puesto un tapete, pero en vista a que era yo y que Antonella necesitaría estar muy abrigada, le pidió a Jaime que bajara el que estaba sin usar en la biblioteca. Resultó ser una alfombra gruesa de fique tejido y teñido con mandalas, hermoso, y no contenta con eso, le pidió a Jaime que también colgara, de las paredes, unos tapices tejidos que, según Ximena, le había enviado una amiga que vivía en Pakistán. Las paredes no solo adquirieron color, sino que recreaban historias de amor muy populares entre la cultura árabe.
—Después te las cuento, son bellísimas y… —Me susurró al oído que también algo subidas de tono y se rió—. Pero bueno, me imagino que debes estar hambrienta y Antonella también, ¿ella qué come?
Le mencioné que tomaba pecho -menos mal Jaime había bajado a atender una llamada de la empresa, porque, sé que es una bobada, pero me hubiera sentido abochornada. El día de la piñata le había llevado biberones a Antonella- y ya empezaba con los complementos de papilla y fruta.
—Genial, te felicito que te hayas decidido a darle pecho a tu hija. Ahora muchas mujeres no lo hacen.
Me hubiera gustado decirle a Ximena, en ese momento, que Antonella no era en realidad mi hija, al menos no biológica, pero escuché que Jaime regresaba y preferí no hacerlo. En seguida, Ximena nos invitó a bajar porque iba a servirnos la cena. Cuando nos vio sentados en el comedor, también prometió que conseguiría una silla para Antonella. Casi me niego, pero recordé la regla del “No” y sonreí, agradecida.
—Me alegra que hubiéramos coincidido —dijo Jaime cuando vio a su mamá dirigirse a la cocina. Antonella estaba sentada en mi regazo—. De haber sabido el viernes que estabas buscando una habitación, te la habría ofrecido de inmediato.
—Y yo jamás pensé que estuvieras alquilando —Pensé que, igual, ese día en que nos conocimos yo creía tener todavía una pieza. Doña Hortensia estaba a una hora de echarme—. De todas formas, la señora Laura, a la que conociste hace un momento, me estaba prestando un cuarto en su apartamento y allí pasé el fin de semana.
Jaime me miró con curiosidad y preví lo que estaba por preguntar. Me adelanté y, para no contarle que me habían echado del otro sitio, le dije que me había ido porque necesitaba algo más cerca del trabajo.
Ximena llegó en ese momento. Traía una enorme sopera y Jaime se apresuró a sacar los platos del bife. La olla olía tan bien que temí que me fuera a sonar el estómago y el olor emocionó a Antonella, a la que hubo que servirle un poco de sopa para calmarla. Era una crema de cebolla con espárragos y rúcula, lo más delicioso que había probado hasta ese momento -y digo que solo hasta ese, porque después Ximena se superó-, incluso Antonella repitió y casi se tomó la porción de un adulto. Después comimos un arroz con cocó, garbanzos y trocitos de chicharrón cuya receta Ximena me prometió enseñarme.
—El arroz no está hecho de la manera tradicional, hervido en agua, sino sofrito en aceite de oliva —Sonrió—. Bueno, y otros detalles que después te explico.
Nunca había comido de forma tan deliciosa y abundante, tanto, que empecé a llorar y debí tomarme hasta diez minutos para calmarme y explicarles mi comportamiento.
—Crecí en un orfanato. —Les dije cuando la congoja me permitió hablar—. Allí nunca comimos hasta sentirnos llenos, mucho menos algo tan rico y preparado con tanto amor, por lo que ahora, después de probar esta deliciosa comida, pensé en los niños que todavía están allá.
De solo imaginarlo, Ximena también lloró y, aunque Jaime no lo hizo, vi que se conmovía. Solo Antonella permaneció inmune al efecto de mi comentario y nos miraba con curiosidad, seguro pensando que ahora era su deber darnos de comer o dormirnos para calmarnos. La besé.
Después de agradecer la comida, me quedé con Jaime en la cocina, ayudándole a lavar los platos, mientras Ximena jugaba con Antonella.
—Me llamó un cliente. —Me dijo después de que lo hubiera visto dudando en si debía o no decirme lo que fuera que estuviera en la punta de su lengua—. Bueno, mejor dicho, llamó el hermano del niño de la fiesta del sábado, ¿lo recuerdas?
El corazón me dio un vuelco y casi se me cayó el plato que estaba secando.
—Creo que sí. Él me pidió una tarjeta. ¿Estará interesado en contratarnos de nuevo?
Era una de las diez preguntas más tontas que había hecho en mi vida. A cuenta de qué nos iba a contratar Mario, ¿para que le hiciéramos un show privado de payasos?
—No —contestó Jaime como si mi pregunta no hubiera sido para nada tonta—. Preguntó por ti, pero, como debes suponer, no podía pasarle ningún dato tuyo sin tu autorización.
—Oh.
Jaime parecía estar siendo sometido a algún tipo de tortura mental porque veía que me observaba, pero sin sostenerme la mirada. Al fin las palabras salieron de sus labios.
—Tomé sus datos y le dije que le pasaría tu mensaje.
De haber tenido un plato en ese momento en mis manos, seguro ese sí se me habría caído. Quise preguntarle a Jaime dónde los había anotado, que me los pasara, pero me contuve.
—Gracias, pero no sé por qué un cliente querría contactar conmigo. Debió haber hablado contigo.
Jaime me miró con el ceño fruncido y creo que él también estuvo a nada de soltar el plato que tenía en las manos.
—Entonces, ¿no te paso sus datos?
—No. Déjalo así. Si está interesado en algún servicio de la empresa, que lo hable contigo.
No sé por qué dije eso. Quizá fue porque me dolía mucho la idea de herir a Jaime.