Prólogo
Mario Falinni, presidente del buró jurídico Falinni & Darrida, salía de un almuerzo de negocios en el restaurante D´aggi. Sus clientes, dos ejecutivos chinos cuya empresa buscaba invertir en el sector energético del país, habían salido primero, seguidos por su esquema de seguridad. Era una tarde soleada de viernes, tranquila. El tráfico empezaba a descongestionarse por la salida de familias completas de la ciudad para pasar el fin de semana en sus fincas o centros recreativos. Mario lo pasaría en el yate familiar con su prometida, la también abogada Estefanía Sandoval, una mujer que a sus 28 años ya era jefa del área legal del Ministerio de Energía y, debo reconocerlo, no solo por los contactos y abolengo de su familia. Esa mujer era una genio en leyes y jurisprudencia, además de una astuta y fría fiera de ambición desbordada, capaz de no parpadear mientras tomaba una decisión que dejaba en la calle a trescientos empleados de un compañía que hubiera fallado al cumplir el plazo de una entrega para el ministro. A nadie le extrañaba que Estefanía no solo era considerada la mejor abogada de todo el ministerio, sino que también fuera la mano derecha y principal consejera de su jefe.
—Papá Oso está saliendo. Va por la puerta principal —dijo Martínez por el intercomunicador.
—Entendido, ya lo veo —contesté.
Cuando el portero abrió la puerta de vidrio del restaurante, vi al hombre que no solo era mi jefe, sino también a quien debía proteger con mi vida. Su cabeza rozó el borde superior de la puerta con sus dos metros y un poco más de centímetros de estatura. Sonrió al portero y el brillo de sus dientes casi eclipsó la lumbre de sus labios rosados, bordeados por la sombra de una barba castaña que parecía siempre recién rasurada. De no ser porque Martínez y Penagos medían casi lo mismo que él, se habrían visto ridículos cuando se hicieron a su lado. Mientras bajaba las escaleras hacia la acera, abrí la puerta trasera de la camioneta y por un segundo sus ojos me observaron, al mismo tiempo que un rayo de sol los golpeó y destellaron un brillo verde salvaje que hizo temblar mis piernas. Al subirse, me dejé asfixiar por su colonia, como siempre me gustaba hacerlo cuando se acercaba tanto. Cerré la puerta y aguardé hasta que Martínez y Penagos se hubieran subido al vehículo trasero. Solo entonces entré al asiento lateral del conductor, Fonseca. Me miró y asintió.
—Luz verde, salimos —dijo antes de presionar el acelerador.
Observé por el espejo retrovisor que Mario pasaba sus dedos por la pantalla del iPhone. Aunque no lo aparentaba, lo conocía lo suficiente para saber que estaba de buen humor y no porque la ruta tuviera el aeropuerto como destino, sino porque la reunión con los chinos había sido un éxito, hasta eso lo sabía distinguir.
—¿Qué tal estuvo su reunión, señor? —le pregunté, más que por curiosidad, para regodearme por mi habilidad.
—Estupenda, fue tal cual como esperaba. Gracias por preguntar, Ivania.
Sonreí y me fijé que levantaba la vista para encontrarse con la mía por el retrovisor. Me encantaba que nos mirásemos de esa forma, sabiéndonos cómplices de un secreto solo sabidos por nosotros, oculto al mundo, incluso a su prometida.
—Centauro, nos sigue una Yamaha negra desde que salimos —dijo Martínez por el intercomunicador—. Déjela pasar.
Fonseca me miró, esperando mi opinión. Asentí y él bajó la velocidad. No tardó en aparecer la motocicleta. Por el espejo de la puerta vi que venía en mi sentido, el mismo en que estaba sentado Mario. Verifiqué, en milésimas de segundo, que el vidrio de Mario estuviera abajo al tiempo que mi mano se dirigía al costado de mi cintura, sobre la funda de la pistola. Iban dos hombres en la Yamaha, con casco. Aunque no tenía ni un año como escolta, sabía cómo eran los movimientos de quien está por desenfundar por arma o viene con intención de dañar, no era el caso de esos sujetos, pero sí me fijé que miraban con especial atención la camioneta. Fue eso lo que me previno y supe que no les éramos indiferentes.
—Fonseca, acelere —dije en el momento en que la motocicleta rebasaba la camioneta en la que iban Martínez y Penagos.
Por el rabillo del ojo vi la cara de preocupación de Mario.
Antes de que Fonseca pusiera el vehículo en marcha, la moto pasó a nuestro costado y el hombre sentado en la parte posterior giró la cabeza. Me era imposible verle los ojos debido al casco, pero fue como si hubiera adivinado la expresión de su rostro y ahí vi la confirmación de mi sospecha: dejó caer, o más bien arrojó, un paquete al frente de la camioneta, obligando a Fonseca a virar para no golpearlo. Al hacerlo, dejó nuestro costado expuesto y en ese momento la moto se detuvo. Supe cuáles eran sus intenciones con solo ver que se llevaba la mano al interior de la chaqueta. Antes de que sacara la mini uzi, yo ya había abierto mi puerta y, confiando en su blindaje, la usé como escudo, truncando el ángulo desde el que el costado de Mario hubiera recibido todo el contenido del cargador. La fuerza de los impactos me echó para atrás. Para fortuna de Mario, no eran los mejores sicarios y cometieron varios errores: se habían adelantado bastante de la camioneta y quien disparó descargó todo el contenido del cargador como si esparciera un aromatizante, por lo que varias balas ni siquiera impactaron el vehículo. Sin embargo, fue este detalle el que cambió mi suerte; uno de las balas impactó en el suelo y el casquillo rebotó, perforándome en la ingle. Cuando sentí el impacto, a solo unos milímetros del borde inferior de mi chaleco antibalas, pensé que había sido una piedra, pero segundos después el dolor fue insoportable y caí al suelo. Para ese momento, ya el novato había disparado toda su munición y arrancó la motocicleta. Debieron irse sabiendo que no habían conseguido su objetivo y, no sé, quizá también asustados creyendo que me habían matado, pues la sangre no tardó en teñir el asfalto a mi alrededor.
Escuché voces y me pareció ver luces, pero ya no era del todo consciente. No sé qué pasó a continuación, solo que sentí mucho frío y que no dejaba de pensar en el destino de Antonella si me moría. No sé en qué momento llegó la ambulancia, me levantaron y llegué al hospital. Me pareció escuchar la voz de Mario a mi lado e incluso, creó que me tomó de la mano, pero mis pensamientos seguían enfocados en Antonella, por quien no podía morirme. Solo tenía nueve años y yo era su única familia. Sin mí, iría a un orfanato y estaría sola por el resto de su vida.
En medio de esa neblina de pensamientos y sensaciones, cuestioné las decisiones que me habían llevado hasta esa situación en la que mi vida pendía de un hilo. En qué momento se me ocurrió que podía ser una buena idea integrar el esquema de seguridad de un hombre como Mario Falinni, por cuya fortuna, prestigio y conexiones resultaba ser un hombre con muchos enemigos. Sé que, cuando me decidí a hacerlo, lo hice no solo convencida de que el aumento salarial y las bonificaciones le permitirían una vida más acomodada y un mejor colegio a Antonella, sino también, y quizá fue lo más determinante, porque quería estar cerca de Mario. Haciendo parte de su escolta, lo vería al recogerlo en su mansión en las mañanas, lo acompañaría a todas sus reuniones por fuera del buró y estaría con él en las noches, cuando regresara a casa. Fue esa la razón principal, ¿a quién le mentía? Estaba enamorada de Mario Falinni pese a que era un hombre comprometido y ahora, en la cama de un hospital, a unos minutos de entrar a una cirugía de emergencia, arriesgaba mi vida y la posibilidad de dejar Antonella sola por mi egoísmo.
¿Qué circunstancias me trajeron hasta aquí?
Por favor, al menos déjenme contarlas.